“Pasión de Cristo. Pasión del hombre”
Homilía que pronunció Benedicto XVI en la mañana del domingo al celebrar la eucaristía en la plaza de San Carlos de Turín.
Turín, 2 de mayo de 2010.
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El Siglo de las Reformas

Queridos hermanos y hermanas:

        Con alegría me encuentro entre vosotros, en este día de fiesta, para celebrar con vosotros esta solemne eucaristía. Saludo a cada uno de los presentes, en particular al pastor de vuestra arquidiócesis, el cardenal Severino Poletto, a quien doy las gracias por las cálidas palabras que me ha dirigido en nombre de todos. Saludo a los arzobispos y obispos presentes, a los sacerdotes, religiosos y religiosas, a los representantes de las asociaciones y movimientos eclesiales. Dirijo un deferente saludo al alcalde, don Sergio Chiamparino, agradeciéndole su cortés saludo, al representante del gobierno y a las autoridades civiles y militares, con un agradecimiento particular a quienes han ofrecido generosamente su colaboración para la organización de mi visita pastoral. Mi saludo se extiende también a quienes no han podido estar presentes, en especial los enfermos, las personas solas y quienes se encuentran en dificultad. Encomiendo al Señor la ciudad de Turín y todos sus habitantes en esta celebración eucarística, que, al igual que en todo domingo, nos invita a participar de manera comunitaria en la doble mesa de la Palabra de verdad y del Pan de vida eterna.

        Nos encontramos en el tiempo pascual, que es tiempo de la glorificación de Jesús. El Evangelio que acabamos de escuchar nos recuerda que esta glorificación se ha realizado a través de la pasión. En el misterio pascual, pasión y glorificación están íntimamente ligadas entre sí, formando una unidad inseparable. Jesús afirma: "Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él" (Juan 13, 31) y lo hace cuando Judas sale del Cenáculo para aplicar el plan de su traición, que llevará a la muerte al Maestro: precisamente en ese momento comienza la glorificación de Jesús. El evangelista Juan lo da a entender claramente: no dice que Jesús ha sido glorificado sólo después de su pasión, por medio de la resurrección, sino que muestra cómo su glorificación comenzó precisamente con la pasión. En ella, Jesús manifiesta su gloria, que es gloria del amor, que se entrega totalmente. Él amó al Padre, cumpliendo su voluntad hasta el final, con una entrega perfecta; amó a la humanidad dando su vida por nosotros. De este modo, ya en su pasión es glorificado, y Dios es glorificado en Él. Pero la pasión no es más que un inicio. Por este motivo, Jesús afirma que su glorificación será también futura (Cf. v. 32). Después el Señor, en el momento en que anuncia su partida de este mundo (cfr v. 33), como si se tratara de un testamento dejado a sus discípulos para continuar de una nueva manera su presencia entre ellos, les deja un mandamiento: "Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo es he amado, amaos también entre vosotros" (v. 34). Si nos amamos los unos a los otros, Jesús sigue estando presente entre nosotros.

        Jesús habla de un "mandamiento nuevo". Pero, ¿cuál es su novedad? Ya en el Antiguo Testamento Dios había dado el mandamiento del amor; ahora, sin embargo, este mandamiento se ha convertido en nuevo, pues Jesús introduce un añadido muy importante: "como yo os he amado, amaos también entre vosotros". Lo nuevo es precisamente esto: "amar como Jesús ha amado". El Antiguo Testamento no presentaba ningún modelo de amor, sino que formulaba sólo el precepto de amar. Jesús, sin embargo, se nos ha dado a sí mismo como modelo y fuente de amor. Se trata de un amor sin límites, universal, capaz de transformar incluso todas las circunstancias negativas y todos los obstáculos en ocasiones para avanzar en el amor.

        En los siglos pasados, la Iglesia que está en Turín ha experimentado una rica tradición de santidad y de generoso servicio a los hermanos, como han recordado el cardenal arzobispo y el señor alcalde, gracias a la obra de celosos sacerdotes, religiosos y religiosas de vida activa y contemplativa y de los fieles laicos. Las palabras de Jesús alcanzan, entonces, un eco particular para esta Iglesia, una Iglesia generosa y activa, comenzando por su sacerdotes. Al entregarnos el mandamiento nuevo, Jesús nos pide que vivamos su mismo amor, que es el signo verdaderamente creíble, elocuente y eficaz para anunciar al mundo la venida del Reino de Dios. Obviamente sólo con nuestras fuerzas somos débiles y limitados. Siempre hay en nosotros una resistencia al amor y en nuestra existencia hay muchas dificultades que provocan divisiones, resentimientos y rencores. Pero el Señor nos ha prometido estar presente en nuestra vida, haciéndonos capaces de este amor generoso y total, que sabe vencer todos los obstáculos. Si estamos unidos a Cristo, podemos amar verdaderamente de esta manera. Amar a los demás como Jesús nos ha amado sólo es posible con esa fuerza que se nos comunica en la relación con Él, especialmente en la Eucaristía, en la que se hace presente de manera real su Sacrificio de amor que genera amor.

        Quisiera dirigir, por tanto, una palabra de aliento en particular a los sacerdotes y a los diáconos de esta Iglesia, que se dedican con generosidad al trabajo pastoral, así como a los religiosos y religiosas. En ocasiones, ser obrero en la viña del Señor puede ser cansado, los compromisos se multiplican, las exigencias son muchas, los problemas no faltan: sabed sacar diariamente de la relación de amor con Dios en la oración la fuerza para llevar el anuncio profético de salvación; volver a centrar vuestra existencia en lo esencial del Evangelio; cultivad una dimensión real de comunión y de fraternidad dentro del presbiterio, de vuestras comunidades, en las relaciones con el Pueblo de Dios; testimoniad en el ministerio la potencia del amor que viene de lo Alto.

        La primera lectura, que hemos escuchado, nos presenta precisamente una manera particular de glorificación de Jesús: el apostolado y sus frutos. Pablo y Bernabé, al final de su primer viaje apostólico, regresan a las ciudades ya visitadas y alientan a los discípulos, exhortándoles a permanecer firmes en la fe pues, como ellos dicen, "hay que pasar mucho para entrar en el reino de Dios" (Hechos 14, 22). La vida cristiana, queridos hermanos y hermanas, no es fácil; sé que también en Turín no faltan dificultades, problemas, preocupaciones: pienso, en particular, en quienes viven concretamente su existencia en condiciones de precariedad, a causa de la falta de trabajo, de la incertidumbre ante el futuro, del sufrimiento físico y moral; pienso en las familias, en los jóvenes, en las personas ancianas que con frecuencia viven en la soledad, en los marginados, en los inmigrantes. Sí, la vida lleva a afrontar muchas dificultades, muchos problemas, pero es precisamente la certeza que nos ofrece la fe, la certeza de que nos estamos solos, que Dios ama a cada uno sin distinción y está cerca de cada uno con su amor, lo que hace posible afrontar, vivir y superar el cansancio de los problemas cotidianos. El amor universal de Cristo resucitado llevó a los apóstoles a salir de sí mismos, a difundir la palabra de Dios, a entregarse sin reservas a los demás, con valentía, alegría y serenidad. El Resucitado posee una fuerza de amor que supera todo límite, que no se detiene ante ningún obstáculo. Y la comunidad cristiana, en especial en las realidades más comprometidas pastoralmente, debe ser un instrumento concreto de este amor de Dios.

        Exhorto a las familias a vivir la dimensión cristiana del amor en la vida cotidiana, en las relaciones familiares superando divisiones e incomprensiones, a la hora de cultivar la fe que hace aún más firme la comunión. Que incluso en el rico y variado mundo de la Universidad y de la cultura no falte el testimonio del amor del que nos habla el Evangelio de hoy, en la capacidad de escucha atenta y de diálogo humilde en la búsqueda de la Verdad, convencidos de que la misma Verdad nos sale al encuentro y nos aferra. También deseo alentar el esfuerzo, con frecuencia difícil, de quien está llamado a administrar la cosa pública: la colaboración para alcanzar el bien común y hacer que la ciudad sea cada vez más humana y vivible es un signo de que el pensamiento cristiano sobre el hombre nunca está en contra de su libertad, sino a favor de una mayor plenitud que sólo en una "civilización del amor" encuentra su realización. A todos, en particular a los jóvenes, les quiero decir que no pierdan nunca la esperanza, la que viene de Cristo resucitado, de la victoria de Dios sobre el pecado y la muerte.

        La segunda lectura de hoy nos muestra precisamente el resultado final de la Resurrección de Jesús: es la Jerusalén nueva, la ciudad santa, que desciende del cielo, de Dios, como una esposa que se adorna para su esposo (Cf. Apocalipsis 21, 2). Quien ha sido crucificado, quien ha compartido nuestro sufrimiento, como recuerda también elocuentemente la Sábana Santa, es quien ha resucitado y nos quiere reunir a todos en su amor. Se trata de una esperanza estupenda, "fuerte", sólida, pues, como dice el Apocalipsis "[Dios] enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado" (21,4). ¿Acaso no comunica la Sábana Santa este mismo mensaje? En ella vemos, como reflejados, nuestros padecimientos en los sufrimientos de Cristo: "Passio Christi. Passio hominis" ["Pasión de Cristo. Pasión del hombre", ndt.]. Precisamente por este motivo, es un signo de esperanza: Cristo ha afrontado la cruz para poner un límite al mal; para hacernos entrever, en su Pascua, el anticipo de ese momento en el que también para nosotros toda lágrima será enjugada y ya no habrá muerte, ni luto, ni lamento, ni afán.

        El pasaje del Apocalipsis termina con la afirmación: "Y el que estaba sentado en el trono dijo: 'Todo lo hago nuevo'" (21, 5). Lo primero totalmente nuevo realizado por Dios ha sido la resurrección de Jesús, su glorificación celestial. Es el inicio de toda una serie de "cosas nuevas", en la que participamos también nosotros. "Cosas nuevas" son un mundo lleno de alegría, en el que ya no hay sufrimientos y abusos, ya no hay rencor y odio, sino sólo el amor que procede de Dios y lo transforma todo.

        Querida Iglesia que estás en Turín, he llegado entre vosotros para confirmaros en la fe. Deseo exhortaros, con fuerza y con afecto, a permanecer firmes en la fe que habéis recibido y que da sentido a la vida; a no perder nunca la luz de la esperanza en Cristo resucitado, que es capaz de transformar la realidad y hacerlo nuevo todo; a vivir en ciudades, en los barrios, en las comunidades, en las familias, de manera sencilla y concreta el amor de Dios: "como yo es he amado, amaos también entre vosotros".

        Amén.