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Itinerarios
de vida cristiana
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Queridísimos: ¡que
Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Ayer, 31 de marzo,
se cumplieron setenta y cinco años del día en el que nuestro Padre celebró
por vez primera la Misa y dejó reservado el Santísimo Sacramento en
la Residencia de Ferraz. Y mañana, 2 de abril, habrán transcurrido cinco
años del fallecimiento de Juan Pablo II. Dos aniversarios muy diferentes
entre sí, que, sin embargo, causan un eco especial en nuestros corazones.
Los dos caen este año en plena Semana Santa. Nos invitan a recorrer
la senda de la vocación cristiana en unión estrecha con Jesucristo,
realmente presente en la Sagrada Eucaristía, acompañándole de cerca
en su Pasión redentora.
Con frecuencia venía
a la mente de nuestro Padre que, después de quedarse el Señor en el
sagrario del Centro, la labor apostólica experimentó un gran crecimiento.
Apenas pasado ese día, sin desaparecer las dificultades que encontraremos
siempre, porque por ese camino anduvo Nuestro Señor, la cosecha
comenzó a manifestarse con más abundancia. Nuestro Padre lo consignó
por escrito en una carta al Vicario General de la Diócesis de Madrid-Alcalá:
«Desde que tenemos a Jesús en el Sagrario de esta Casa, se nota extraordinariamente:
venir Él, y aumentar la extensión y la intensidad de nuestro trabajo»[1].
Todos conservamos en
la mente que la muerte de Juan Pablo II produjo una sacudida espiritual
en multitud de personas y dejó frutos innumerables. Estuvo precedida
de años, meses y semanas en los que ese gran Pontífice ofreció con
su predicación y con su ejemplo, con su larga enfermedad, con su vida
entregada y con su muerte un testimonio maravilloso de cómo hay
que seguir a Cristo. Seguramente recordamos la determinación con que
agarraba la Santa Cruz, mientras seguía por televisión el Viacrucis
del Viernes Santo, en el que no pudo estar presente.
Estos y otros recuerdos
nos pueden ayudar a meternos con más profundidad en las escenas
de la Semana Santa. La liturgia del Triduo sacro, que comienza esta
noche con la Misa in Cena Domini y concluye con la Vigilia Pascual,
rememora elocuentemente el modo que Dios ha elegido para redimirnos.
Pidamos al Señor gracia abundante para comprender con más profundidad
el don inmenso, verdaderamente inestimable, que ha hecho a la humanidad
mediante su sacrificio en la Cruz. ¿Qué te has propuesto para no dejar
solo a Jesucristo? ¿Cómo le ruegas que te haga alma generosamente penitente?
¿Pones los medios para que no se produzca aquella desbandada que sucedió
a los Apóstoles?
Comentando el himno
de la epístola a los Filipenses, que describe el anonadamiento de Dios
para salvarnos[2], Benedicto
XVI explica que «el Apóstol recorre, de un modo tan esencial como eficaz,
todo el misterio de la historia de la salvación aludiendo a la soberbia
de Adán que, aunque no era Dios, quería ser como Dios. Y a esta soberbia
del primer hombre, que todos sentimos un poco en nuestro ser, contrapone
la humildad del verdadero Hijo de Dios que, al hacerse hombre, no dudó
en tomar sobre sí todas las debilidades del ser humano, excepto el pecado,
y llegó hasta la profundidad de la muerte. A este abajamiento hasta
lo más profundo de la pasión y de la muerte sigue su exaltación, la
verdadera gloria, la gloria del amor que llegó hasta el extremo. Por
eso es justo como dice San Pablo que "al nombre de Jesús
toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra y en el abismo, y toda
lengua proclame: ¡Jesucristo es Señor!" (Flp 2, 10-11)»[3].
Detengámonos a meditar
estas palabras de San Pablo, que escucharemos de nuevo el Viernes Santo
antes de leer la Pasión según San Juan. Son como la puerta que nos permite
introducirnos en los designios divinos, que tantas veces se alejan de
los planes meramente humanos. Abracemos las contradicciones que Dios
permita o nos envíe, con la seguridad de que son una prueba de su amor,
como lo fue la Pasión y Muerte de su Hijo. «No fue fruto de un mecanismo
oscuro o de una fatalidad ciega: fue, más bien, una libre elección suya,
por generosa adhesión al plan de salvación del Padre. Y la muerte a
la que se encaminó añade San Pablo fue la muerte de cruz,
la más humillante y degradante que se podía imaginar. Todo esto comenta
el Romano Pontífice el Señor del universo lo hizo por amor a nosotros:
por amor quiso "despojarse de su rango" y hacerse hermano nuestro; por
amor compartió nuestra condición, la de todo hombre y toda mujer»[4].
Con su humillación
y su posterior exaltación, el Señor nos ha trazado el sendero por el
que deben discurrir nuestros pasos en la existencia cotidiana. «La vida
de Jesucristo, si le somos fieles escribió San Josemaría,
se repite en la de cada uno de nosotros de algún modo, tanto en su proceso
interno en la santificación como en la conducta externa»[5].
Así, bajo la acción del Espíritu Santo, con nuestra colaboración personal,
se irán consolidando los rasgos de Cristo en nosotros. También en la
práctica del Viacrucis, podemos meditar con profundidad lo que escribía
nuestro Padre: «Señor, que yo me decida a arrancar, mediante la penitencia,
la triste careta que me he forjado con mis miserias... Entonces, sólo
entonces, por el camino de la contemplación y de la expiación, mi vida
irá copiando fielmente los rasgos de tu vida. Nos iremos pareciendo
más y más a Ti. Seremos otros Cristos, el mismo Cristo, ipse Christus»[6].
Hijas e hijos míos,
encomiendo al Señor que entendamos a fondo que la mayor manifestación
de amor, de felicidad, está en el anonadamiento, porque entonces Dios
llena el alma hasta el último pliegue. No olvidemos que son una verdad
muy evidente aquellos versos pobres, apostillaba nuestro Padre
que venían a los labios de San Josemaría: Corazón de Jesús, que me
iluminas, / hoy digo que mi Amor y mi Bien eres, / hoy me has dado tu
Cruz y tus espinas, / hoy digo que me quieres.
El Señor utiliza este
modo de actuar la unión con la Cruz para santificarnos,
y también permite que la misma Iglesia sufra muchos ataques. «No es
algo nuevo, comentaba San Josemaría. Desde que Jesucristo
Nuestro Señor fundó la Santa Iglesia, esta Madre nuestra ha sufrido
una persecución constante. Quizá en otras épocas las agresiones se organizaban
abiertamente; ahora, en muchos casos, se trata de una persecución solapada.
Hoy como ayer, se sigue combatiendo a la Iglesia»[7].
Nada de esto debería
sorprendernos. Ya lo anunció Nuestro Señor a los Apóstoles: si el
mundo os odia, sabed que antes que a vosotros me ha odiado a mí. Si
fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya; pero como no sois
del mundo, sino que Yo os escogí del mundo, por eso el mundo os odia.
Acordaos de las palabras que os he dicho: no es el siervo más que su
señor. Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán.
Si han guardado mi doctrina, también guardarán la vuestra[8].
Ciertamente, hay momentos
en los que se intensifican los ataques a la doctrina católica, al Papa
y a los Obispos; se pone en berlina a los sacerdotes y a cuantos se
esfuerzan por llevar una vida recta; se reduce al ostracismo a los católicos
laicos que, en uso de su libertad, se proponen iluminar las leyes y
las estructuras civiles con las luces del Evangelio. Imagino que todas
y todos sentiréis pena por esos pobres que sólo saben tener amargura
en sus mentes, en sus almas. Llevémosles al Señor con nuestra oración.
Ante estas situaciones,
no hemos de perder el ánimo ni encogernos; sintamos tristeza fraterna
por aquellos que se mueven en el error, y recemos por ellos; devolvámosles
bien por mal; y tomemos la decisión de ser más alegremente fieles y
más apostólicos. Traigamos a nuestra memoria el Dios y audacia
de San Josemaría en los primeros años de la Obra, cuando las dificultades
en la vida de la Iglesia no eran inferiores a las actuales. Consideremos
la afirmación de Nuestro Señor que os acabo de recordar: si me han
perseguido a mí, también os perseguirán a vosotros. Si han guardado
mi doctrina, también guardarán la vuestra. Dios no pierde batallas.
Con su amor y su omnipotencia infinitos puede sacar, del mal, el bien.
Muchas veces han cantado
victoria quienes pensaban que habían acabado definitivamente con la
Iglesia, y siempre la Esposa de Cristo ha resurgido más bella, más pura,
para seguir siendo instrumento de salvación entre las naciones. Ya lo
señalaba San Agustín en su tiempo, con palabras que nuestro Padre recoge
en una de sus homilías. «Si acaso oís palabras o gritos de ofensa para
la Iglesia, manifestad, con humanidad y con caridad, a esos desamorados,
que no se puede maltratar a una Madre así. Ahora la atacan impunemente,
porque su reino, que es el de su Maestro y fundador, no es este mundo.
Mientras gima el trigo entre la paja, mientras suspiren las
espigas entre la cizaña, mientras se lamenten los vasos de misericordia
entre los de ira, mientras llore el lirio entre las espinas, no faltarán
enemigos que digan: ¿cuándo morirá y perecerá su nombre? Es decir: ved
que vendrá el tiempo en que desaparezcan y ya no habrá cristianos...
Pero, cuando dicen esto, ellos mueren sin remedio. Y la Iglesia permanece?
(San Agustín, En. in Ps., 70, II, 12)»[9].
En ocasiones querríamos
que Dios manifestara su poder librando definitivamente a la Iglesia
de quienes la persiguen. Y quizá nos vienen ganas de preguntar: ¿por
qué permites que humillen de este modo al pueblo que Tú has redimido?
Es la queja que San Juan, en el Apocalipsis, pone en boca de los que
han dado testimonio de Cristo hasta la muerte: Vi debajo del altar
a las almas de los inmolados a causa de la palabra de Dios y del testimonio
que mantuvieron. Clamaron con gran voz: ¡Señor santo y veraz! ¿Para
cuándo dejas el hacer justicia y vengar nuestra sangre contra los habitantes
de la tierra?[10]. La
respuesta no se hace esperar: se les dijo que aguardaran todavía un
poco, hasta que se completase el número de sus hermanos y compañeros
de servicio que iban a ser inmolados como ellos[11].
Es el modo de actuar
de Dios. Quienes fueron testigos del prendimiento de Cristo, de su juicio
inicuo, de su injusta condena, de su muerte ignominiosa, concluyeron
equivocadamente que todo había terminado. Y, sin embargo, nunca estaba
más cerca la Redención de los hombres, que cuando Jesús sufría voluntariamente
por nosotros. «¡Qué maravilloso y, a la vez, sorprendente es este misterio!,
comenta el Santo Padre. Nunca podremos meditar suficientemente esta
realidad. Jesús, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su
categoría de Dios como propiedad exclusiva; no quiso utilizar su naturaleza
divina, su dignidad gloriosa y su poder, como instrumento de triunfo»[12].
El Señor desea que
en los miembros de su Cuerpo místico se cumpla el misterio de abajamiento
y de exaltación mediante el cual llevó a cabo la Redención. «El Viernes
Santo es un día lleno de tristeza, pero al mismo tiempo es un día propicio
para renovar nuestra fe, para reafirmar nuestra esperanza y la valentía
de llevar cada uno nuestra cruz con humildad, confianza y abandono en
Dios, seguros de su apoyo y de su victoria. La liturgia de este día
canta: "O crux, ave, spes unica", "¡Salve, oh cruz, esperanza
única!"»[13]. Os sugiero
algo que he visto hacer a nuestro Padre: paladear, meditar, hacer muy
suyas esas palabras que se repiten en la Semana Santa de modo especial:
Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi. Quia per sanctam Crucem
tuam redemisti mundum!
A la luz de la Resurrección
gloriosa, que siguió a la muerte y sepultura de Jesús, los acontecimientos
que causan dolor o sufrimiento adquieren su verdadero sentido. Esforcémonos
por entenderlo nosotros así, amando en todo momento la Voluntad de Dios,
que, aunque no quiere el mal, lo permite para respetar la libertad de
los hombres y para hacer brillar más su misericordia. Y tratemos de
que lo comprendan muchas otras personas que quizá se muestran confusas
o desorientadas.
«Pase lo que pase,
Cristo no abandonará a su Esposa»[14].
El Señor sigue viviendo en la Iglesia, a la que ha enviado el Espíritu
Santo para acompañarla eternamente. «Esos eran los designios de Dios:
Jesús, muriendo en la Cruz, nos daba el Espíritu de Verdad y de Vida.
Cristo permanece en su Iglesia: en sus sacramentos, en su liturgia,
en su predicación, en toda su actividad»[15].
Y añade nuestro Padre: «Sólo cuando el hombre, siendo fiel a la gracia,
se decide a colocar en el centro de su alma la Cruz, negándose a sí
mismo por amor a Dios, estando realmente desprendido del egoísmo y de
toda falsa seguridad humana, es decir, cuando vive verdaderamente de
fe, es entonces y sólo entonces cuando recibe con plenitud el gran fuego,
la gran luz, la gran consolación del Espíritu Santo»[16].
El día 23 de este mes,
celebraremos un nuevo aniversario de la Primera Comunión de nuestro
Padre. No sé cómo explicaros su alegría, su adoración, su fervor eucarístico
en el día del Jueves Santo. Sí puedo deciros que su agradecimiento y
su adoración a Jesucristo en la Hostia Santa eran ejemplares: todo le
parecía poco, y rogaba al Señor Sacramentado que le enseñase a amar,
que nos enseñase a amar.
Hay otras efemérides
de la historia de la Obra en este mes; a vuestra curiosidad sana las
dejo, para que, como buenas hijas y buenos hijos, sepamos agradecer
a la Trinidad Santísima todas sus bondades con nosotros. Ahora, entre
otras cosas, los frutos espirituales del viaje que he realizado a Palermo,
el pasado fin de semana.
Seguid rezando por
el Papa y sus colaboradores, por todas mis intenciones. La consigna
que os propongo es la misma de San Josemaría en los comienzos del Opus
Dei: Dios y audacia, fe y valentía, con un optimismo enraizado
en la esperanza. Intensifiquemos el apostolado de amistad y confidencia
propio de la Obra, sin respetos humanos, fundamentado en una vida de
oración y de sacrificio, en un trabajo profesional cumplido del mejor
modo posible. Y el Señor hará todas las cosas antes, más y mejor
de lo que podamos imaginar.
Con todo cariño, os
bendice
vuestro Padre
+ Javier
Roma, 1 de abril de
2010.
[1]
San Josemaría, Carta a don Francisco Morán, 15-V-1935 (cfr. A.
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. I, p. 546).
[2] Cfr. Flp 2,
6-11.
[3] Benedicto
XVI, Discurso en la audiencia general, 8-IV-2009.
[4] Ibid.
[5] San Josemaría, Forja,
n. 418.
[6] San Josemaría, Vía
Crucis, VI estación.
[7] San Josemaría, Homilía
El fin sobrenatural de la Iglesia, 28-V-1972.
[8] Jn 15, 18-20.
[9] San Josemaría, Homilía
Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972.
[10] Ap 6, 9-10.
[11] Ibid., 11.
[12] Benedicto
XVI, Discurso en la audiencia general, 8-IV-2009.
[13] Ibid.
[14] San Josemaría,
Homilía Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972.
[15] San Josemaría,
Es Cristo que pasa, n. 102.
[16] Ibid., n.
137.
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