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Itinerarios
de vida cristiana
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Queridísimos:
¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
En este mes, se cumplen
ochenta años del momento en el que San Josemaría vio que el Opus Dei
era también para las mujeres. Sabemos que el 2 de octubre de 1928,
cuando recibió la luz fundacional, nuestro Padre pensó que en la Obra
habría sólo hombres. Por eso, podemos imaginar su sorpresa y su gozo
cuando pocos meses después, el 14 de febrero de 1930, el Señor le
hizo comprender que contaba también con las mujeres para llevar con
su ejemplo y con su palabra, por todas partes, el mensaje de
la santificación en el trabajo profesional y en todas las circunstancias
de la vida ordinaria. Años después, lleno de agradecimiento a la Providencia,
comentaría que la Obra verdaderamente, sin esa voluntad expresa
del Señor y sin vuestras hermanas, hubiera quedado manca[1].
Muchísimas veces se expresó así, dándonos a entender, hijas, qué grande
responsabilidad es la de cada una. Aunque sea una pequeña digresión,
os ruego que encomendéis al Cielo una intención, que os proporcionará
mucho contento.
Desde el 14 de febrero
de 1930, San Josemaría trabajó por abrir este camino de santidad en
medio del mundo, el Opus Dei, a mujeres de todas las profesiones,
razas y condiciones sociales. Ahora manifestamos nuestra gratitud
a la Santísima Trinidad, porque es una realidad que esa labor ha arraigado
con hondura y extensión en todo el mundo, a pesar de las grandes dificultades
que tuvo que superar, especialmente en los comienzos. Si la predicación
de San Josemaría sobre la santificación de las realidades terrenas
encontró tantos obstáculos en los años 30 y 40 del pasado siglo, pensad
en las dificultades que se añadían cuando esa invitación a santificar
todas las profesiones honestas, se dirigía a un público femenino.
Hoy día se reconocen
a las mujeres y es lógico las mismas posibilidades que
a los varones en múltiples campos, pero ochenta años atrás no sucedía
así. Entonces era poco frecuente, por ejemplo, que cursaran estudios
universitarios o que trabajaran fuera del hogar a excepción de los
trabajos manuales que siempre habían realizado, y más raro aún que
ocuparan puestos de responsabilidad civil, social o académica. Muchos
lustros después, el Concilio Vaticano II proclamaba: «Llega la hora,
ha llegado la hora en que la vocación de la mujer se cumple en plenitud,
la hora en que la mujer adquiere en el mundo una influencia, un peso,
un poder jamás alcanzados hasta ahora. Por eso, en este momento en
que la humanidad conoce una mutación tan profunda, las mujeres llenas
del espíritu del Evangelio pueden ayudar tanto a que la humanidad
no decaiga»[2].
Se ha recorrido un
largo camino desde entonces, gracias al esfuerzo de innumerables personas,
que han contribuido a que se reconociera también en las leyes civiles
la dignidad de la mujer, su igualdad de derechos y deberes respecto
al varón. Entre esas personas es de justicia reconocerlo un lugar
especial corresponde a San Josemaría, que desde el primer momento
alentó a sus hijas, y a las que se acercaban a la Obra, a alcanzar
las metas que les fuera posible, en los más diversos sectores de la
actividad humana. Me vienen a la memoria muchos sucesos concretos:
desde la fuerza con que animaba a las que tenían condiciones intelectuales
a que apuntaran alto en la vida profesional en el campo de la cultura,
de las ciencias, etc., hasta el ímpetu, no menor, con que procuró
que se reconociera el enorme servicio que rinden a la sociedad otros
trabajos. A su impulso directísimo se debe, por ejemplo, que en todo
el mundo haya instituciones educativas dedicadas a preparar profesionalmente
a muchas jóvenes para el trabajo del hogar, de modo que estas tareas
reciban el reconocimiento que merecen, tanto en las leyes civiles
como en la conciencia social.
Doy gracias a Dios
porque los fieles de la Prelatura, en estrecha unión con tantas otras
personas de buena voluntad, han contribuido y siguen contribuyendo
a difundir por el mundo esta visión cristiana de la condición femenina.
Sin embargo, ¡queda tanto por hacer! Si en muchos ambientes ya se
reconoce ampliamente la dignidad y el papel de la mujer, en otros
sitios resulta una posibilidad lejana. En cualquier caso, las hijas
y los hijos de Dios hemos de proseguir con empeño esta tarea, y mostrar
que como escribió nuestro Fundador desarrollo, madurez, emancipación
de la mujer, no deben significar una pretensión de igualdad de uniformidad
con el hombre, una imitación del modo varonil de actuar: eso no sería
un logro, sería una pérdida para la mujer: no porque sea más, o menos
que el hombre, sino porque es distinta. En un plano esencial que
ha de tener su reconocimiento jurídico, tanto en el derecho civil
como en el eclesiástico sí puede hablarse de igualdad de derechos,
porque la mujer tiene, exactamente igual que el hombre, la dignidad
de persona y de hija de Dios. Pero a partir de esa igualdad fundamental,
cada uno debe alcanzar lo que le es propio; y en este plano, emancipación
es tanto como decir posibilidad real de desarrollar plenamente las
propias virtualidades: las que tiene en su singularidad, y las que
tiene como mujer. La igualdad ante el derecho, la igualdad de oportunidades
ante la ley, no suprime sino que presupone y promueve esa diversidad,
que es riqueza para todos[3].
Del mismo modo que
en el año 2008, cuando conmemoramos el octogésimo aniversario de la
fundación de la Obra, me ha parecido que el recurso más oportuno,
para dar cauce a nuestra acción de gracias, consiste en recorrer estos
meses de la mano de la Virgen. Por eso, me causa mucha alegría convocar
un nuevo año mariano en el Opus Dei, desde el próximo 14 de
febrero hasta la misma fecha de 2011. A lo largo de estos meses, nos
esforzaremos por honrar más y mejor a nuestra Madre, sobre todo cuidando
con esmero el rezo y contemplación del Santo Rosario, difundiendo
esta devoción entre nuestras familias y nuestros amigos. Y demos gracias
a Dios, expresamente, por la tarea de las mujeres que se ocupan de
la atención material de los Centros de la Prelatura, que contribuye
decisivamente a mantener y mejorar el clima de hogar que el Señor
infundió en la Obra, cuando la inspiró a nuestro Padre en 1928.
Los primeros meses
de este año mariano coinciden con los últimos del Año sacerdotal
convocado por Benedicto XVI para toda la Iglesia. En el transcurso
de este tiempo, he insistido en que, al pedir por los sacerdotes,
hemos de rezar también para que todos los fieles seamos más conscientes
de nuestra alma sacerdotal, con una vibración diaria; y que
nos decidamos, también cotidianamente, a comunicar la alegría de este
don común a todos los bautizados a las personas que tratamos.
El 14 de febrero se
cumple un nuevo aniversario de la fundación de la Sociedad Sacerdotal
de la Santa Cruz, que tuvo lugar en 1943. Aquel día, mientras San
Josemaría celebraba el Sacrificio del Altar en el oratorio de un Centro
de la Sección de mujeres, el Señor quiso darle la solución para que
pudieran incardinarse sacerdotes en el Opus Dei. Nuestro Padre, hombre
de fe profunda en la Providencia divina, veía claramente que con esa
coincidencia de fechas, el Señor había querido reafirmar la profunda
unidad de espíritu, de vocación y de régimen característica
del Opus Dei, entre hombres y mujeres, seglares y sacerdotes. Afirmaba:
parece como si el Señor quisiera decirnos: ¡no me rompáis la unidad
de la Obra! ¡Amadla, defendedla, fomentadla![4].
El alma sacerdotal
no es otra cosa que el sacerdocio común hecho vida en los bautizados,
hasta el punto de informar todos los instantes de su existencia. Nuestro
Padre agradecía al Señor que esta realidad hubiese tomado cuerpo en
cada una y en cada uno de los fieles de la Obra. Muchas veces
predicaba, por ejemplo, en 1960 os he dicho que todos,
sacerdotes y laicos, tenemos alma sacerdotal. Más aún: yo diría a
todos mis hijos que son sacerdotes con ese sacerdocio real de
que habla San Pedro (cfr. 1 Pt 2, 9) no sólo por haber
recibido el Bautismo, sino porque vos estis lux mundi, sois
luz del mundo, y la luz no puede esconderse: non potest civitas
abscondi supra montem posita (Mt 5, 14), no se puede encubrir
una ciudad edificada sobre un monte. Cristo es levantado en la Cruz,
para atraer todas las cosas a Sí, y mis hijos procuran alzarlo en
la cumbre de todas las actividades humanas nobles, para llevarle las
almas[5].
Al recordarnos esta
certeza, impulsaba a poner en acto las virtualidades contenidas en
la vocación cristiana. Pero no se limitaba a enunciar teóricamente
esa verdad, sino que enseñaba a ponerla en práctica. Aconsejaba vivir
la Santa Misa a lo largo de las veinticuatro horas del día, presentando
al Señor, en el ofertorio, las tareas de la jornada, los éxitos y
los fracasos, las penas y las alegrías. Recomendaba realizar el trabajo
esforzándose para ejercitarse en las virtudes que toda actividad profesional
comporta laboriosidad, abnegación, servicio a los demás, etc. con
espíritu cristiano. De este modo, concluía, la Santa Misa se convierte
verdaderamente en el centro y la raíz de la vida espiritual del
cristiano[6], y
prolongamos el Santo Sacrificio durante la jornada entera.
Y le gustaba descender
a los detalles. Durante una reunión con gente joven, ante la pregunta
de cómo poner en práctica el alma sacerdotal, respondió: ¿cómo
piensas que debe ser un sacerdote? Sacrificado, celoso, sonriente,
que atraiga, que no rechace a las personas que piden sus servicios,
que sepa disculpar, que sepa comprender, que sepa aconsejar, etc.
Tú sabías esto y muchas cosas más y estoy convencido, hijo de mi corazón,
de que procuras practicarlo: por eso tienes alma sacerdotal[7].
Y en otro momento:
participáis en el sacerdocio real de Cristo por haber recibido
los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, y participáis también
en los carismas que distribuye el Espíritu Santo, en el sentido de
que hacéis muchas cosas buenas. Una palabra vuestra, a veces, abre
los ojos a un ciego; vuestro modo de comportaros hace que un tullido,
una persona que no hacía nada para la vida cristiana, se levante y
trabaje a vuestro lado; y otras veces son muertos, que hieden, los
que van al Sacramento de la Penitencia movidos por vuestros ruegos,
por vuestra enseñanza, por vuestra oración. Se purifican, se limpian,
y son capaces de todas las cosas buenas: han resucitado[8].
A la luz de estas
consideraciones, podemos preguntarnos si la Santa Misa constituye
verdaderamente el punto de confluencia de nuestros deseos e intenciones,
la fuente de la que se alimentan los afanes de santidad y de apostolado.
¿Vemos almas en las personas con las que nos encontramos a lo largo
de la jornada? ¿Reaccionamos con actos de amor y desagravio ante las
ofensas que recibe el Señor? Sintámonos, además, solidarios con quienes
sufren material y espiritualmente a causa de guerras, persecuciones,
catástrofes naturales, etc., y tratemos de acompañarles con nuestra
oración, y con nuestra ayuda material, siempre que sea posible. Deseamos
que noticias como la del terremoto en Haití no se queden en un mero
recuerdo.
Los frutos apostólicos
dependen de la unión con Nuestro Señor, como ha puesto de relieve
el Papa refiriéndose a la extraordinaria eficacia pastoral del Santo
Cura de Ars. Logró tocar el corazón de la gente explicaba
en una audiencia no gracias a sus dotes humanas, ni basándose
exclusivamente en un esfuerzo de voluntad, por loable que fuera; conquistó
las almas, incluso las más refractarias, comunicándoles lo que vivía
íntimamente, es decir, su amistad con Cristo. Estaba "enamorado" de
Cristo, y el verdadero secreto de su éxito pastoral fue el amor que
sentía por el Misterio eucarístico anunciado, celebrado y vivido,
que se transformó en amor por la grey de Cristo, los cristianos, y
por todas las personas que buscan a Dios[9].
El 19 de febrero recordaremos
especialmente al queridísimo don Álvaro, que en esa fecha celebraba
su santo. Confiamos en su intercesión para recorrer este nuevo año
mariano, con el mismo espíritu filial con que el primer sucesor
de San Josemaría convocó y vivió otros años marianos, con ocasión
de varios aniversarios de la Obra. Al día siguiente, 20 de febrero,
ordenaré de diáconos a dos hermanos vuestros Agregados. Recemos por
ellos y por todos los clérigos.
Hace unos días, el
Santo Padre me recibió en audiencia privada. Le llevé el cariño y
la oración de todas y de todos, asegurándole que constantemente rezamos
por su Persona y por sus intenciones. Sigamos así, bien unidos al
Sucesor de Pedro y también a todos los Obispos, sacerdotes y fieles
de la Iglesia. Benedicto XVI quiso bendecir toda la labor apostólica
de los fieles de la Obra y a cada una y a cada uno.
No es preciso que
os recuerde que confío mucho en vuestra oración por mis intenciones.
Continuad rezando con generosidad.
Con todo cariño, os
bendice
vuestro
Padre
+ Javier
Roma, 1 de febrero de 2010.
[1]
San Josemaría, Notas de una reunión familiar, febrero de 1955.
[2] Concilio Vaticano
II, Mensaje final a las mujeres, 8-XII-1965, nn. 3-4.
[3] San Josemaría, Conversaciones,
n. 87.
[4] San Josemaría, Notas
de una homilía, 14-II-1958.
[5] San Josemaría, Notas
de una meditación, 15-IV-1960.
[6] San Josemaría, Es
Cristo que pasa, n. 87.
[7] San Josemaría, Notas
de una reunión familiar, 31-III-1974.
[8] San Josemaría, Notas
de una reunión familiar, octubre de 1972.
[9] Benedicto
XVI, Discurso en la audiencia general, 5-VIII-2009.
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