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José
María García Lahiguera
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José
María Hernández Garnica
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La
Aventura de la Biblia (Libro + Juego)
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Juan
Pablo II en España y en el Mundo
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Excelencias,
Señoras y Señores
Este tradicional
encuentro al comienzo del año, dos semanas después de
la celebración del nacimiento del Verbo encarnado, representa
para mí una gran alegría. Como hemos proclamado en la
liturgia, en el misterio de la Navidad, «el que era invisible
en su naturaleza se hace visible al adoptar la nuestra; el eterno, engendrado
antes del tiempo, comparte nuestra vida temporal para asumir en sí
todo lo creado, para reconstruir lo que estaba caído y restaurar
de este modo el universo» (Prefacio II de Navidad). Por tanto,
en Navidad, hemos contemplado el misterio de Dios y el de la creación:
por el anuncio de los ángeles a los pastores hemos conocido la
buena nueva de la salvación del hombre y de la renovación
de todo el universo. Por eso, en el Mensaje para la Jornada Mundial
de la Paz de ese año, he invitado a todas las personas de buena
voluntad, a las que los ángeles prometieron precisamente la paz,
a proteger la creación. Con este mismo espíritu, me complace
saludaros con afecto, en particular a los que participáis por
primera vez en esta ceremonia. Agradezco vivamente los sentimientos
de los que se ha hecho intérprete vuestro decano, el Señor
Embajador Alejandro Valladares Lanza, y os manifiesto de nuevo mi aprecio
por la misión que desarrolláis ante la Santa Sede. A través
de vosotros, deseo enviar un cordial saludo y mis deseos de paz y bienestar
a las Autoridades y a todos los habitantes de los países que
dignamente representáis. Pienso también en las demás
naciones de la tierra: el Sucesor de Pedro tiene su puerta abierta a
todos y desea establecer con todos relaciones que contribuyan al progreso
de la familia humana. Desde hace algunas semanas, se han establecido
plenas relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y la Federación
Rusa, y esto es un motivo de profunda satisfacción. Ha sido también
muy significativa la visita que me ha hecho recientemente el Presidente
de la República Socialista de Vietnam, país que siento
muy cercano, donde la Iglesia celebra su presencia multisecular con
un Año Jubilar. Con este espíritu de apertura, he recibido
durante el año 2009 a numerosas personalidades políticas
de diversos países; he visitado algunos de ellos y me propongo
continuar haciéndolo en el futuro, en la medida de lo posible.
La Iglesia está
abierta a todos porque, en Dios, ella existe para los demás.
Ella, por tanto, comparte intensamente la suerte de la humanidad que,
en este año apenas comenzado, aparece todavía marcada
por la crisis dramática que ha golpeado la economía mundial,
provocando una grave y vasta inestabilidad social. En la Encíclica
«Caritas in veritate», he invitado a buscar las raíces
profundas de esta situación, que se encuentran, a fin de cuentas,
en la vigente mentalidad egoísta y materialista, que no tiene
en cuenta los límites inherentes a toda criatura. Quisiera subrayar
hoy que dicha mentalidad amenaza también a la creación.
Cada uno de nosotros podría citar, probablemente, algún
ejemplo de los daños que ella produce en el medio ambiente en
todas las partes del mundo. Cito uno, entre tantos otros, de la historia
reciente de Europa: hace veinte años, cuando cayó el muro
de Berlín y se derrumbaron los regímenes materialistas
y ateos que habían dominado durante varios decenios una parte
de este continente, ¿acaso no fue posible calcular el alcance
de las profundas heridas que un sistema económico carente de
referencias fundadas en la verdad del hombre había infligido,
no sólo a la dignidad y a la libertad de las personas y de los
pueblos, sino también a la naturaleza, con la contaminación
de la tierra, las aguas y el aire? La negación de Dios desfigura
la libertad de la persona humana, y devasta también la creación.
Por consiguiente, la salvaguardia de la creación no responde
primariamente a una exigencia estética, sino más bien
a una exigencia moral, puesto que la naturaleza manifiesta un designio
de amor y de verdad que nos precede y que viene de Dios.
Por eso comparto
la gran preocupación que causa la resistencia de orden económico
y político a la lucha contra el deterioro del ambiente. Se trata
de dificultades que se han podido constatar aun recientemente, durante
la XV Sesión de la Conferencia de las Partes de la Convención
Marco de las Naciones Unidas sobre el cambio climático, que tuvo
lugar en Copenhague del 7 al 18 de diciembre pasado. Espero que a lo
largo de este año, primero en Bonn y después en México,
sea posible llegar a un acuerdo para afrontar esta cuestión de
un modo eficaz. Se trata de algo muy importante puesto que lo que está
en juego es el destino mismo de algunas naciones, en particular ciertos
Estados insulares.
Sin embargo, conviene
que esta atención y compromiso por el ambiente esté bien
establecido en el conjunto de los grandes desafíos a los que
se enfrenta la humanidad. Si se quiere construir una paz verdadera,
¿cómo se puede separar, o incluso oponer, la protección
del ambiente y la de la vida humana, comprendida la vida antes del nacimiento?
En el respeto de la persona humana hacia ella misma es donde se manifiesta
su sentido de responsabilidad por la creación. Pues, como enseña
santo Tomás de Aquino, el hombre representa lo más noble
del universo (cf. Summa Theologiae, I, q. 29, a. 3). Además,
como ya recordé en la reciente Cumbre Mundial de la FAO sobre
la Seguridad Alimentaria, «la tierra puede alimentar suficientemente
a todos sus habitantes» (Discurso, 16 noviembre 2009, n. 2), con
tal de que el egoísmo no lleve a algunos a acaparar los bienes
destinados a todos.
Quisiera subrayar,
además, que la salvaguardia de la creación implica una
gestión correcta de los recursos naturales de los países
y, en primer lugar, de los más desfavorecidos económicamente.
Pienso en el continente africano, que tuve la dicha de visitar en el
pasado mes de marzo, en mi viaje a Camerún y Angola, y al que
se dedicaron los trabajos de la reciente Asamblea especial del Sínodo
de Obispos. Los Padres sinodales señalaron con preocupación
la erosión y la desertificación de grandes extensiones
de tierra de cultivo, a causa de una explotación desmedida y
de la contaminación del medio ambiente (cf. Propositio 22). En
África, como en otras partes, es necesario adoptar medidas políticas
y económicas que garanticen «formas de producción
agrícola e industrial que respeten el orden de la creación
y satisfagan las necesidades primarias de todos» (Mensaje para
la Jornada Mundial de la Paz 2010, n. 10).
Por otra parte,
¿cómo olvidar que la lucha por acceder a los recursos
naturales es una de las causas de numerosos conflictos, particularmente
en África, así como una fuente de riesgo permanente en
otros casos? Por este motivo, repito con firmeza que, para cultivar
la paz, hay que proteger la creación. Además, hay todavía
extensas zonas, por ejemplo en Afganistán o en ciertos países
de Latinoamérica, donde la agricultura, lamentablemente relacionada
todavía con la producción de droga, es una fuente nada
despreciable de empleo y subsistencia. Si se quiere la paz, hay que
preservar la creación mediante la reconversión de dichas
actividades y, una vez más, quisiera pedir a la comunidad internacional
que no se resigne al tráfico de drogas y a los graves problemas
morales y sociales que esto produce.
Señoras
y Señores, la protección de la creación es un factor
importante de paz y justicia. Entre los numerosos retos que esta protección
plantea, uno de los más graves es el del aumento de los gastos
militares, así como el del mantenimiento y desarrollo de los
arsenales nucleares. Este objetivo absorbe ingentes recursos económicos
que podrían ser destinados al desarrollo de los pueblos, sobre
todo de los más pobres. En este sentido, espero firmemente que,
en la Conferencia de examen del Tratado de no proliferación de
armas nucleares, que tendrá lugar el próximo mes de mayo
en Nueva York, se tomen decisiones eficaces con vistas a un desarme
progresivo, que tienda a liberar el planeta de armas nucleares. En general,
deploro que la producción y la exportación de armas contribuya
a perpetuar conflictos y violencias, como en Darfur, Somalia o en la
República Democrática del Congo. A la incapacidad de las
partes directamente implicadas para evitar la espiral de violencia y
dolor producida por estos conflictos, se añade la aparente impotencia
de otros países y Organizaciones internacionales para restablecer
la paz, sin contar la indiferencia casi resignada de la opinión
pública mundial. No es necesario subrayar cuánto perjudican
y degradan estos conflictos al medio ambiente. Asimismo, se ha de mencionar
el terrorismo, que pone en peligro muchas vidas inocentes y causa una
difusa ansiedad. En esta solemne ocasión, quisiera renovar el
llamamiento que hice el 1 de enero, en la oración del Ángelus,
a todos los que pertenecen a cualquier grupo armado, para que abandonen
el camino de la violencia y abran sus corazones al gozo de la paz.
Las graves violencias
que acabo de evocar, unidas a las plagas de la pobreza y el hambre,
así como a las catástrofes naturales y a la destrucción
del medio ambiente, hacen que aumente el número de quienes abandonan
sus propias tierras. Frente a dicho éxodo, deseo exhortar a las
Autoridades civiles implicadas de un modo u otro a trabajar con justicia,
solidaridad y clarividencia. Quisiera referirme aquí, en particular,
a los cristianos de Oriente Medio. Amenazados de muchos modos, incluso
en el ejercicio de su libertad religiosa, dejan la tierra de sus padres,
donde creció la Iglesia de los primeros siglos. Con el fin de
darles apoyo y hacerles sentir la cercanía de sus hermanos en
la fe, he convocado para el próximo otoño una Asamblea
especial del Sínodo de Obispos sobre Oriente Medio.
Señoras
y Señores Embajadores, hasta aquí he evocado solamente
algunos aspectos relacionados con el problema del medio ambiente. Las
raíces de la situación que está a la vista de todos
son, sin embargo, de tipo moral y la cuestión tiene que ser afrontada
en el marco de un gran esfuerzo educativo, con el fin de promover un
cambio efectivo de la mentalidad y establecer nuevos modelos de vida.
La comunidad de los creyentes puede y quiere participar en ello, pero
para hacerlo es necesario que se reconozca su papel público.
Lamentablemente, en ciertos países, sobre todo occidentales,
se difunde en ámbitos políticos y culturales, así
como en los medios de comunicación social, un sentimiento de
escasa consideración y a veces de hostilidad, por no decir de
menosprecio, hacia la religión, en particular la religión
cristiana. Es evidente que si se considera el relativismo como un elemento
constitutivo esencial de la democracia se corre el riesgo de concebir
la laicidad sólo en términos de exclusión o, más
exactamente, de rechazo de la importancia social del hecho religioso.
Dicho planteamiento, sin embargo, crea confrontación y división,
hiere la paz, perturba la ecología humana y, rechazando por principio
actitudes diferentes a la suya, se convierte en un callejón sin
salida. Es urgente, por tanto, definir una laicidad positiva, abierta,
y que, fundada en una justa autonomía del orden temporal y del
orden espiritual, favorezca una sana colaboración y un espíritu
de responsabilidad compartida. Desde este punto de vista, pienso en
Europa que, con la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, ha abierto
una nueva fase de su proceso de integración, que la Santa Sede
seguirá con respeto y cordial atención. Al observar con
satisfacción que el Tratado prevé que la Unión
Europea mantenga con las Iglesias un diálogo «abierto,
transparente y regular» (art. 17), formulo mis votos para que
Europa, en la construcción de su porvenir, encuentre continua
inspiración en las fuentes de su propia identidad cristiana.
Ésta, como ya afirmé en mi viaje apostólico a la
República Checa el pasado mes de septiembre, tiene un papel insustituible
«para la formación de la conciencia de cada generación
y para la promoción de un consenso ético de fondo, al
servicio de toda persona que a este continente lo llama "mi casa"»
(Encuentro con las Autoridades civiles y el Cuerpo diplomático,
26 septiembre 2009).
Continuando con
nuestra reflexión, es preciso señalar la complejidad del
problema del medio ambiente. Se podría decir que se trata de
un prisma con muchas caras. Las criaturas son diferentes unas de otras
y, como nos muestra la experiencia cotidiana, se pueden proteger o,
por el contrario, poner en peligro de muchas maneras. Uno de estos ataques
proviene de leyes o proyectos que, en nombre de la lucha contra la discriminación,
atentan contra el fundamento biológico de la diferencia entre
los sexos. Me refiero, por ejemplo, a países europeos o del continente
americano. Como dice San Columbano, «si eliminas la libertad,
eliminas la dignidad» (Epist. 4 ad Attela, in S. Columbani Opera,
Dublin, 1957, p. 34). Pero la libertad no puede ser absoluta, ya que
el hombre no es Dios, sino imagen de Dios, su criatura. Para el hombre,
el rumbo a seguir no puede ser fijado por la arbitrariedad o el deseo,
sino que debe más bien consistir en la correspondencia con la
estructura querida por el Creador.
La salvaguardia
de la creación comporta también otros desafíos,
a los que solamente se puede responder a través de la solidaridad
internacional. Pienso en las catástrofes naturales que a lo largo
del año pasado han sembrado muerte, sufrimiento y destrucción
en Filipinas, Vietnam, Laos, Camboya y en la Isla de Taiwán.
¿Cómo no recordar también Indonesia y, muy cerca
de nosotros, la región de los Abruzzos, golpeadas por devastadores
temblores de tierra? Ante dichos acontecimientos, nunca debe faltar
la asistencia generosa, pues está en juego la vida misma de las
criaturas de Dios. Pero la salvaguardia de la creación, además
de solidaridad, requiere también la concordia y estabilidad de
los Estados. Cuando surgen divergencias y hostilidades entre ellos,
para defender la paz, deben perseguir con tenacidad la vía de
un diálogo constructivo. Esto es lo que sucedió hace 25
años con el Tratado de Paz y Amistad entre Argentina y Chile,
concluido gracias a la mediación de la Sede Apostólica
y del que se derivaron abundantes frutos de colaboración y prosperidad
que, en cierta manera, beneficiaron a toda Latinoamérica. En
esta misma parte del mundo, me alegra el acercamiento que Colombia y
Ecuador han emprendido tras muchos meses de tensión. Más
cerca de aquí, me alegro por el entendimiento logrado entre Croacia
y Eslovenia a propósito del arbitraje relativo a sus fronteras
marítimas y terrestres. Me alegro asimismo por el Acuerdo entre
Armenia y Turquía con vistas a la reanudación de las relaciones
diplomáticas y deseo también que a través del diálogo
se mejoren las relaciones entre todos los países del Cáucaso
meridional. Durante mi peregrinación a Tierra Santa, hice un
llamamiento acuciante a Israelíes y Palestinos a dialogar y respetar
los derechos del otro. Una vez más, alzo mi voz para que el derecho
a la existencia del Estado de Israel sea reconocido por todos, así
como a gozar de paz y seguridad en las fronteras reconocidas internacionalmente.
Asimismo, que el pueblo palestino vea reconocido su derecho a una patria
soberana e independiente, a vivir con dignidad y a desplazarse libremente.
Quisiera, además, pedir el apoyo de todos para que sean protegidos
la identidad y el carácter sagrado de Jerusalén, cuya
herencia cultural y religiosa tiene un valor universal. Sólo
así, esta ciudad única, santa y atormentada, podrá
ser signo y anticipo de la paz que Dios desea para toda la familia humana.
Por amor al diálogo y a la paz, que salvaguardan la creación,
exhorto a los gobernantes y ciudadanos de Iraq a superar las divisiones,
la tentación de la violencia e intolerancia, para construir juntos
el futuro de su país. Las comunidades cristianas quieren también
ofrecer su aportación, pero para ello es necesario que se les
asegure respeto, seguridad y libertad. Pakistán ha sido también
golpeado duramente por la violencia en los últimos meses y ciertos
episodios han afectado directamente a la minoría cristiana. Pido
que se haga todo lo posible para que dichas agresiones no se vuelvan
a repetir y que los cristianos puedan sentirse plenamente integrados
en la vida de su país. Por otra parte, a propósito de
la violencia contra los cristianos, no puedo dejar de mencionar el deplorable
atentado que en los últimos días ha sufrido la comunidad
copta egipcia, precisamente cuando celebraba la fiesta de Navidad. En
cuanto a Irán, espero que, a través del diálogo
y la colaboración, se encuentren soluciones comunes tanto a nivel
nacional como en el ámbito internacional. Deseo que el Líbano,
que ha superado una larga crisis política, continúe por
la vía de la concordia. Espero que Honduras, después de
un tiempo de incertidumbre y agitación, se encamine hacia la
recuperación de la normalidad política y social. Deseo
que, con la ayuda desinteresada y efectiva de la comunidad internacional,
suceda lo mismo en Guinea y Madagascar.
Señoras
y Señores Embajadores, al final de este rápido recorrido
que, debido a su brevedad, no se puede detener en todas las situaciones
que lo merecerían, me vienen a la mente las palabras del Apóstol
Pablo, para quien «la creación entera está gimiendo
con dolores de parto» y «también nosotros gemimos
en nuestro interior» (Rm 8, 22-23). En efecto, hay muchos sufrimientos
en la humanidad y el egoísmo humano hiere a la creación
de muchas maneras. Por eso mismo, el anhelo de salvación que
atañe a toda la creación, es todavía más
intenso y está presente en el corazón de todos, creyentes
o no. La Iglesia indica que la respuesta a esta aspiración está
en Cristo «primogénito de toda criatura; porque por medio
de Él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres»
(Col 1, 15-16). Fijando mis ojos en Él, exhorto a toda persona
de buena voluntad a trabajar con confianza y generosidad por la dignidad
y la libertad del hombre. Que la luz y la fuerza de Jesús nos
ayuden a respetar la ecología humana, conscientes de que la ecología
medioambiental se beneficiará también de ello, ya que
el libro de la naturaleza es único e indivisible. De esta manera,
podremos consolidar la paz, hoy y para las generaciones venideras. Os
deseo a todos un feliz año.
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