“Jesús introduce nuestra historia en la eternidad”
Discurso pronunciado por el Papa durante el rezo del Ángelus, con los peregrinos reunidos en la Plaza de San Pedro.
Ciudad del Vaticano, domingo 15 de noviembre de 2009.
El Noveno Día
Isabel la Católica
Los Reyes Magos

¡Queridos hermanos y hermanas!

        Hemos llegado a las dos últimas semanas del año litúrgico. ¡Agradecemos al Señor que nos haya concedido cumplir, una vez más, este camino de fe -antiguo y siempre nuevo- en la gran familia espiritual de la Iglesia! Es un don inestimable, que nos permite vivir en la historia el misterio de Cristo, acogiendo en los surcos de nuestra existencia personal y comunitaria la semilla de la Palabra de Dios, semilla de eternidad que transforma desde dentro este mundo y lo abre al Reino de los Cielos. En el itinerario de las Lecturas bíblicas dominicales nos ha acompañado el Evangelio de san Marcos, que hoy presenta una parte del discurso de Jesús sobre el fin de los tiempos. En este discurso, hay una frase que llama la atención por su claridad sintética: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mc 13,31). Detengámonos un momento a reflexionar sobre esta profecía de Cristo.

        La expresión “el cielo y la tierra” es frecuente en la Biblia para indicar todo el universo, el cosmos entero. Jesús declara que todo eso está destinado a “pasar”. No sólo la tierra, sino también el cielo, que aquí se entiende precisamente en sentido cósmico, no como sinónimo de Dios. La Sagrada Escritura no conoce ambigüedad: todo lo creado está marcado por la finitud, incluso los elementos divinizados de las antiguas mitologías: no hay ninguna confusión entre lo creado y el Creados, sino una diferencia clara. Con esa clara distinción, Jesús afirma que sus palabras “no pasarán”, es decir, están en la parte de Dios y por lo tanto son eternas. Aunque pronunciadas en lo concreto de su existencia terrena, son palabras proféticas por excelencia, como afirma en otro lugar Jesús dirigiéndose al Padre del cielo: “Las palabras que tú me diste se las he dado a ellos, y ellos las han aceptado y han reconocido verdaderamente que vengo de ti y han creído que tú me has enviado” (Jn 17, 8). En una célebre parábola, Cristo se compara con el sembrador y explica que la semilla es la Palabra (cf. Mc 4,14): aquellos que oyen la Palabra, la acogen y dan fruto (cf. Mc 4,20) forman parte del Reino de Dios, es decir viven bajo su señorío; permanecen en el mundo, pero ya no son del mundo; llevan en sí una semilla de eternidad, un principio de transformación que se manifiesta ya ahora en una vida buena, animada por la caridad, y al final producirá la resurrección de la carne. Ése es el poder de la Palabra de Cristo.

        Queridos amigos, la Virgen María es el signo vivo de esta verdad. Su corazón ha sido “tierra buena” que ha acogido con plena disponibilidad la Palabra de Dios, de manera que toda su existencia, transformada según la imagen del Hijo, ha sido introducida en la eternidad, alma y cuerpo, anticipando la vocación eterna de todo ser humano. Ahora, en la oración, hagamos nuestra su respuesta al Ángel: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38), para que, siguiendo a Cristo sobre el camino de la cruz, podamos llegar también nosotros a la gloria de la resurrección.