Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a
mis hijos!
Al comenzar el mes
de noviembre del Año sacerdotal, me gusta pensar que está enmarcado
por dos fiestas litúrgicas en las que se pone de relieve el carácter
sacerdotal del Pueblo de Dios: la solemnidad de Todos los Santos y
la de Cristo Rey. En la primera, que celebramos hoy, se muestra el
sacerdocio de Cristo en sus miembros, los cristianos; en la segunda,
el día 25, se manifiesta que nuestra Cabeza, Jesucristo, es Sacerdote
eterno y Rey del universo[1],
que con su venida gloriosa al final de los tiempos tomará posesión
de su Reino y lo entregará a Dios Padre[2].
Las dos solemnidades
invitan a reflexionar sobre la dignidad de la vocación cristiana.
San Pedro, en su primera epístola, nos dice a los bautizados las siguientes
palabras: vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación
santa, pueblo adquirido en propiedad, para que pregonéis las maravillas
de Aquel que os llamó de las tinieblas a su admirable luz: los que
un tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios, los que antes
no habíais alcanzado misericordia, ahora habéis alcanzado misericordia[3].
El Príncipe de los Apóstoles afirma que Dios, al hacernos hijos suyos
por la gracia del Espíritu Santo, nos ha insertado en el nuevo Pueblo
de Dios —la Iglesia— al que se pertenece no por la descendencia de
la carne, sino por la incorporación a Jesucristo. En virtud de tan
increíble elección, gratuita e inmerecida —¡partícipes del sacerdocio
de Cristo!—, se nos invita a anunciar las maravillas divinas con el
ejemplo, con la palabra y con las obras.
Admiremos la bondad
de Dios Padre y démosle gracias. No se contentó con enviar a su Hijo
al mundo para salvarnos, sino que ha querido que la Redención llegue
a todos los hombres, hasta el fin de los tiempos, sirviéndose de la
Iglesia, que es Cuerpo de Cristo y presencia salvífica del Señor en
el espacio y en el tiempo. San Agustín afirmaba que «así como llamamos
cristianos a todos [los bautizados], en virtud del único crisma, así
también llamamos a todos sacerdotes, porque son miembros del único
Sacerdote»[4]. Nuestro
Padre meditó mucho en este don tan grande e impulsaba a que todos
tuviésemos los mismos sentimientos de Cristo[5];
por eso hemos de pensar: ¿hasta qué punto me empeño en asimilar esta
riqueza?
La llamada universal
a la santidad y al apostolado proviene, como de su raíz, del carácter
bautismal. El sacerdocio común precede al sacerdocio ministerial,
y este último se pone al servicio de aquel. Sin la regeneración del
Bautismo no podría haber ministros sagrados, pues este sacramento
abre la puerta a todos los demás; y sin sacerdocio ministerial, mediante
el que la Iglesia anuncia a los hombres la doctrina de Cristo, los
incorpora a su vida con los sacramentos —especialmente con la Eucaristía—
y los guía hacia el Cielo, no podríamos progresar en el camino de
la santidad. «El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial
o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado,
se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su
manera del único sacerdocio de Cristo»[6].
El Santo Cura de
Ars expresaba con viveza la necesidad del sacerdocio ministerial.
Benedicto XVI, en la carta con motivo del Año sacerdotal, recoge algunas
expresiones del santo: «Sin el sacerdote —señalaba—, la muerte y la
pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa
la obra de la redención sobre la tierra... ¿De que nos serviría una
casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El
sacerdote tiene la llave de los tesoros del Cielo: él es quien abre
la puerta; es el administrador del buen Dios; el administrador de
sus bienes... El sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para
vosotros»[7]. ¿Cómo
rezamos a diario, con auténtica fe, para que no falten sacerdotes
santos? ¿Suplicamos al Dueño de la mies, como exigencia de nuestra
condición de cristianos, que envíe trabajadores a su campo, en número
suficiente para atender las abundantes necesidades del mundo entero?
Pero volvamos a la
liturgia de hoy, que subraya el carácter sacerdotal del Pueblo de
Dios. En una visión impresionante, el Apocalipsis nos muestra una
gran multitud que nadie podía contar, de todas las naciones, tribus,
pueblos y lenguas, de pie ante el trono y ante el Cordero, vestidos
con túnicas blancas, y con palmas en las manos, que gritaban con fuerte
voz: ¡la salvación viene de nuestro Dios, que se sienta sobre el trono,
y del Cordero![8].
Esa muchedumbre de personas que se postran en adoración delante de
la Santísima Trinidad, en unión con los ángeles, son los santos: unos
conocidos, la mayor parte desconocidos. Se ve ahí al Pueblo de Dios
en su etapa final, que comprende los santos del Antiguo Testamento,
desde el justo Abel y el fiel patriarca Abraham, los del Nuevo Testamento,
los numerosos mártires del inicio del cristianismo y los beatos y
santos de los siglos sucesivos, hasta los testigos de Cristo de nuestro
tiempo. A todos los une la voluntad de encarnar en su vida el Evangelio,
bajo el impulso del eterno animador del Pueblo de Dios, que es el
Espíritu Santo[9].
Tanto el sacerdocio
ministerial como el sacerdocio común son para santificar a los hombres.
Los ministros sagrados, configurados con Cristo Cabeza de la Iglesia,
lo ejercitan predicando la Palabra de Dios, administrando los sacramentos
y siendo pastores que guían a los fieles hacia la vida eterna, como
instrumentos visibles del Sumo y Eterno Sacerdote. Pero también los
fieles laicos, en virtud del sacerdocio real, participan a su modo
en ese triple oficio de Cristo Sacerdote. San Josemaría explicaba
que todos los cristianos, sin excepción, hemos sido constituidos sacerdotes
de nuestra propia existencia, para ofrecer víctimas espirituales,
que sean agradables a Dios por Jesucristo (1 Pe 2, 5),
para realizar cada una de nuestras acciones en espíritu de obediencia
a la voluntad de Dios, perpetuando así la misión del Dios-Hombre[10].
No se precisa ningún
encargo especial de la autoridad de la Iglesia, para sentirse urgidos
a participar en la misión salvífica. Apóstol es el cristiano que se
siente injertado en Cristo, identificado con Cristo, por el Bautismo;
habilitado para luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a
servir a Dios con su acción en el mundo, por el sacerdocio común de
los fieles, que confiere una cierta participación en el sacerdocio
de Cristo, que —siendo esencialmente distinta de aquella que constituye
el sacerdocio ministerial— capacita para tomar parte en el culto de
la Iglesia, y para ayudar a los hombres en su camino hacia Dios, con
el testimonio de la palabra y del ejemplo, con la oración y con la
expiación[11]. Detengámonos
con frecuencia en lo que significa esta condición del cristiano, porque
hemos de ser portadores de Cristo a la humanidad, y portadores de
la humanidad a Cristo.
En el curso del Año
sacerdotal, además de pedir por la santidad de los sacerdotes, hemos
de rezar por la santidad de todo el pueblo cristiano. Si hay familias
que educan a los hijos en el amor de Dios, con su ejemplo de vida
cristiana; si hay hombres y mujeres que buscan seriamente a Jesucristo
en las circunstancias de la existencia ordinaria, habrá muchos jóvenes
que se sentirán llamados por el Señor al sacerdocio ministerial. En
estos meses se nos ofrece una nueva ocasión para que todos tomemos
más conciencia de la vocación universal a la santidad y al apostolado,
y para esmerarnos en seguir decididamente esa llamada, sin medianías,
sin dejarnos dominar por los estados de ánimo. ¿Cómo y hasta qué punto
nos influyen el cansancio, las contradicciones, los fracasos? ¿Perdemos
la paz fácilmente y no nos refugiamos en Dios? ¿Consideramos que la
Cruz es fundamento y corona de la Iglesia?
San Josemaría recibió
especiales luces divinas para enseñar cómo se puede servir a la extensión
del Reino de Dios a través de las actividades temporales. El mismo
día de su tránsito de este mundo, recordaba a un grupo de mujeres,
fieles del Opus Dei, que también ellas —como todos los cristianos—
tenían alma sacerdotal. Muchos años antes había escrito: en
todo y siempre hemos de tener —tanto los sacerdotes como los seglares—
alma verdaderamente sacerdotal y mentalidad plenamente laical,
para que podamos entender y ejercitar en nuestra vida personal aquella
libertad de que gozamos en la esfera de la Iglesia y en las cosas
temporales, considerándonos a un tiempo ciudadanos de la ciudad de
Dios (cfr. Ef 2, 19) y de la ciudad de los hombres[12].
El alma sacerdotal
conduce a los bautizados —insisto— a tener los mismos sentimientos
de Cristo, con hambres de unirse cada día a Él en la Santa Misa y
a lo largo de la jornada. El espíritu sacerdotal impulsa a crecer
en la ambición santa de servir, con dedicación sincera y concreta
por el bien espiritual y material de nuestros semejantes; anima a
cultivar un serio afán de almas, con el deseo vehemente de ser corredentores
con Cristo, unidos a la Virgen Santísima y filialmente pegados al
Romano Pontífice; mueve a mostrarse dispuestos a reparar por los pecados,
los propios de cada uno y los de los hombres todos... En definitiva,
a amar a Dios y al prójimo sin decir nunca basta en el servicio
de la Iglesia y de las almas. San Josemaría lo resumía así: con esa
alma sacerdotal, que pido al Señor para todos vosotros, debéis procurar
que, en medio de las ocupaciones ordinarias, vuestra vida entera se
convierta en una continua alabanza a Dios: oración y reparación constantes,
petición y sacrificio por todos los hombres. Y todo esto, en íntima
y asidua unión con Cristo Jesús, en el Santo Sacrificio del Altar[13].
En la Santa Misa
adquieren nuestras obras valor de eternidad. En esos momentos, con
vigorosa intensidad, el cristiano se vuelve plenamente consciente
de su compromiso de colaborar con Jesús en la santificación de las
realidades humanas, mediante el ofrecimiento de su vida y de toda
su actividad. «Altare Dei est cor nostrum»[14],
decía San Gregorio Magno; altar de Dios es nuestro corazón. Hemos
de servirle no sólo en el altar, sino en el mundo entero, que es altar
para nosotros. Todas las obras de los hombres se hacen como en un
altar, y cada uno de vosotros, en esa unión de almas contemplativas
que es vuestra jornada, dice de algún modo su misa, que dura
veinticuatro horas, en espera de la misa siguiente, que durará otras
veinticuatro horas, y así hasta el fin de nuestra vida[15].
Además, como manifestación
de su participación en el oficio profético de Jesucristo, todos los
fieles han de esforzarse por comunicar a otros las enseñanzas divinas.
Ciertamente caben muchas maneras de participar en la misión evangelizadora
de la Iglesia; en cualquier caso, en la base de cualquier labor apostólica
se encuentra siempre el mandato de Jesús a todos los cristianos: id
y haced discípulos a todos los pueblos (...) enseñándoles a guardar
todo cuanto os he mandado[16].
De igual modo, la
participación en el oficio real de Cristo alienta a los cristianos
a santificar las realidades terrenas; los laicos, en concreto, mediante
su empeño por ordenar según la Voluntad de Dios los asuntos temporales[17],
actuando en el mundo a modo de fermento[18] para
poner a Cristo en la cumbre de todas sus actividades. «El sacerdocio
común que hemos recibido en el Bautismo —explicaba don Álvaro siguiendo
la doctrina de San Josemaría— es real, regio (cfr. 1 Pe
2, 9), porque al ofrecer a Dios lo que somos y tenemos, y al ofrecerle
todas las actividades humanas nobles realizadas según el querer divino,
somos reino de Cristo y reinamos con Él»[19].
Como parte de la misión específica que Dios le había confiado, San
Josemaría enseñó que una característica esencial del modo de hacer
presente el sacerdocio de Cristo según el espíritu del Opus Dei, tanto
por parte de los ministros sagrados como de los fieles laicos, es
la mentalidad laical propia de su condición secular y de su
situación en el mundo. De este modo, sacerdotes y seglares colaborarán
en el cumplimiento de la única misión de la Iglesia, cada uno según
los dones recibidos, respetando la situación específica de cada uno.
Los laicos ejercen su misión en el seno de las estructuras temporales,
tratando de animarlas con el espíritu de Cristo; los sacerdotes sirven
a los demás mediante la predicación de la Palabra divina y la administración
de los sacramentos. Esto favorece, como escribe San Josemaría, que
los clérigos no atropellen a los laicos, ni los laicos a los clérigos;
que no haya clérigos que se quieran entrometer en las cosas de los
laicos, ni laicos que se entrometan en lo que es propio de los clérigos[20].
El próximo 28 de
noviembre se cumple un nuevo aniversario de la erección del Opus Dei
en prelatura personal. Demos gracias a Dios y esforcémonos por difundir
el profundo significado teológico y espiritual de la cooperación orgánica
de sacerdotes y seglares en el Opus Dei, para participar en la misión
de la Iglesia; sobre todo, con el testimonio de una vida cristiana
coherente, permaneciendo cada uno —como dice el Apóstol— en la
vocación en que fue llamado[21]:
siendo sacerdotes o laicos al cien por cien. De este modo serviremos
con eficacia a la Iglesia, como siempre hemos procurado realizar;
con más motivo ahora que muchos confunden el laicismo —que intenta
arrojar a Dios de las estructuras seculares— con la laicidad; y fomentaremos
el sano espíritu laical, al que se ha referido el Romano Pontífice
en varias ocasiones[22].
Dentro de unos días,
el 7 de noviembre, ordenaré diáconos a 32 fieles del Opus Dei. Roguemos
al Señor para que sean buenos y santos ministros suyos, y prosigamos
rezando por la Persona e intenciones del Romano Pontífice, por su
colaboradores, por los sacerdotes y diáconos, por los candidatos al
sacerdocio del mundo entero. Recordaremos también el día en que la
Virgen hizo la caricia a nuestro Padre de que encontrara la "rosa"
en Rialp: acudamos a nuestra Madre Santísima, para que nos consiga
de Dios la "rosa" perfumada de la fidelidad. Contamos también con
la ayuda de todos los que nos han precedido; en las semanas de este
mes hagamos más fuerte, con nuestra oración y nuestros sufragios,
la unidad de la Iglesia triunfante, purgante y militante.
Con todo cariño,
os bendice
vuestro
Padre
+
Javier
Roma, 1 de noviembre
de 2009
[1] Misal Romano, Solemnidad
de Nuestro Señor Jesucristo Rey del universo, Prefacio.
[2] Cfr. 1 Cor
15, 24.
[3] 1 Pe 2, 9-10.
[4] San Agustín, La
Ciudad de Dios XX, 10 (CCL 48, 720).
[5] Cfr. Flp
2, 5.
[6] Concilio Vaticano
II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 10.
[7] San Juan María Vianney;
cit. por Benedicto XVI en Carta a los sacerdotes, 16-VI-2009.
[8] Ap 7, 9-10
[9] Benedicto XVI, Homilía
en la solemnidad de Todos los Santos, 1-XI-2006.
[10] San Josemaría,
Es Cristo que pasa, n. 96.
[11] Ibid.,
n. 120.
[12] San Josemaría,
Carta 2-II-1945, n. 1.
[13] San Josemaría,
Carta 28-III-1955, n. 4.
[14] San Gregorio
Magno, Moralia 25, 7, 15 (PL 76, 328).
[15] San Josemaría,
Notas de una meditación, 19-III-1968.
[16] Mt 28,
19-20.
[17] Cfr. Concilio
Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 31.
[18] Cfr. Concilio
Vaticano II, decr. Apostolicam actuositatem, n. 2.
[19] Mons. Álvaro
del Portillo, Carta pastoral, 9-I-1993, n. 11.
[20] San Josemaría,
Carta 19-III-1954, n. 21.
[21] 1 Cor
7, 20.
[22] Cfr. Benedicto
XVI, Discursos del 18-V-2006 y del 11-VI-2007.