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Itinerarios
de vida cristiana
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Queridísimos: ¡que
Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Mañana, 2 de octubre,
agradeceremos al Señor un nuevo aniversario de la fundación del Opus
Dei; y cuatro días más tarde, el 6 de octubre, se cumplirá el séptimo
de la canonización de nuestro Fundador. En la cercanía de estas dos
fechas, pienso que nos viene bien meditar en esta sobrenatural intuición
de nuestro Fundador, como la calificó Juan Pablo II[1]:
el valor santificador del trabajo ordinario en medio del mundo, la necesidad
de aprovechar el acontecer cotidiano, para responder al encuentro permanente
que el Señor desea mantener con cada una y cada uno de nosotros. Se
comprende perfectamente que nuestro Padre se volviera "loco de amor"
al meditar con hondura las palabras que manifiesta Dios a través del
profeta: meus es tu[2].
Nos consta que el trabajo,
esta realidad universal y necesaria que acompaña la existencia de los
hombres en la tierra, es medio para subvenir a las necesidades personales
y de la propia familia, vínculo de comunión con las demás personas,
ocasión de perfeccionamiento personal. Para un cristiano, esas perspectivas
se alargan y se amplían. Porque el trabajo aparece como participación
en la obra creadora de Dios, que, al crear al hombre, lo bendijo diciéndole:
procread y multiplicaos y henchid la tierra y sojuzgadla, y dominad
en los peces del mar, y en las aves del cielo, y en todo animal que
se mueve sobre la tierra (Gn 1, 28). Porque, además, al haber
sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida
y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio
y camino de santidad, realidad santificable y santificadora[3].
Juan Pablo II expuso
con viveza esta enseñanza durante la canonización de nuestro Fundador,
al ilustrar el relato de la creación del hombre: el Señor Dios tomó
al hombre y lo colocó en el jardín de Edén para que lo trabajara y lo
guardara[4]. «El libro
del Génesis decía el Santo Padre (...) nos recuerda que
el Creador ha confiado la tierra al hombre, para que la "labrase" y
"cuidase". Los creyentes, actuando en las diversas realidades de este
mundo, contribuyen a realizar este proyecto divino universal. El trabajo
y cualquier otra actividad, llevada a cabo con la ayuda de la gracia,
se convierten en medios de santificación cotidiana»[5].
Ya en la ceremonia
de la beatificación, el 17 de mayo de 1992, había afirmado que San Josemaría
«predicó incansablemente la llamada universal a la santidad y al apostolado.
Cristo añadía el Romano Pontífice convoca a todos a santificarse
en la realidad de la vida cotidiana; por eso, el trabajo es también
medio de santificación personal y de apostolado cuando se vive en
unión con Jesucristo, pues el Hijo de Dios, al encarnarse, se ha unido
en cierto modo a toda la realidad del hombre y a toda la creación»[6].
Proponer otra vez este
punto capital del espíritu del Opus Dei no resulta repetitivo, porque
siempre podemos ahondar más en su inagotable riqueza espiritual y ponerlo
en práctica con mayor fidelidad, contando con la ayuda de Dios y la
intercesión de nuestro Padre. Como frecuentemente afirmó San Josemaría,
mientras haya hombres y mujeres que desempeñen una tarea profesional,
habrá personas que, impulsadas por este espíritu, mostrarán a sus amigos
y colegas que es posible alcanzar la perfección cristiana, la santidad,
mediante la santificación de la ocupación profesional, colaborando con
Dios en el perfeccionamiento de la creación y cooperando con Cristo
en la aplicación de la obra redentora.
Escuchemos a San Josemaría:
somos nosotros hombres de la calle, cristianos corrientes, metidos en
el torrente circulatorio de la sociedad, y el Señor nos quiere santos,
apostólicos, precisamente en medio de nuestro trabajo profesional, es
decir, santificándonos en esa tarea, santificando esa tarea y ayudando
a que los demás se santifiquen con esa tarea. Convenceos de que en ese
ambiente os espera Dios, con solicitud de Padre, de Amigo; y pensad
que con vuestro quehacer profesional realizado con responsabilidad,
además de sosteneros económicamente, prestáis un servicio directísimo
al desarrollo de la sociedad, aliviáis también las cargas de los demás
y mantenéis tantas obras asistenciales a nivel local y universal
en pro de los individuos y de los pueblos menos favorecidos[7].
Hemos de pensar más en las personas que se encuentran a nuestro alrededor:
¿lo hacemos?, ¿despiertan en nosotros un claro celo apostólico?
El trabajo profesional y las relaciones derivadas de su ejercicio constituyen
un campo privilegiado para ejercitar el sacerdocio común recibido en
el Bautismo. Tengámoslo muy presente durante el año sacerdotal.
Esas palabras de nuestro
Padre resuenan con fuerza en los momentos actuales, signados por una
profunda crisis económica y laboral que afecta a muchos países. Al mismo
tiempo, nos recuerdan el carácter instrumental del trabajo en todas
sus manifestaciones. Por eso, nos enseñaba también que los bienes de
la tierra no son malos; se pervierten cuando el hombre los erige en
ídolos y, ante esos ídolos, se postra; se ennoblecen cuando los convertimos
en instrumentos para el bien, en una tarea cristiana de justicia y de
caridad. No podemos ir detrás de los bienes económicos, como quien va
en busca de un tesoro; nuestro tesoro está aquí (...); es Cristo y en
Él se han de centrar todos nuestros amores, porque donde está nuestro
tesoro allí estará también nuestro corazón (Mt 6, 21)[8].
Si la tarea profesional
se considerase como un objetivo en sí mismo, y no un medio para alcanzar
el fin último de la existencia humana la comunión con Dios y,
en Dios, con los demás hombres, se desvirtuaría su naturaleza
y perdería su valor más alto. Se convertiría en una actividad cerrada
a la trascendencia, en la que la criatura no tardaría en situarse en
el lugar de Dios. Un trabajo realizado así tampoco podría ser el medio
para colaborar con Cristo en la obra redentora, que comenzó con sus
años de artesano en Nazaret y consumó en la Cruz, entregando su vida
por la salvación de los hombres.
Son ideas que Benedicto
XVI ha expuesto recientemente en la encíclica Caritas in veritate,
presentando la Doctrina social de la Iglesia en el actual contexto de
globalización de la sociedad. Al afirmar, en las circunstancias actuales,
que el primer capital que se ha de salvaguardar y valorar es el hombre,
la persona en su integridad[9],
el Papa pone de relieve como ya expresó el Concilio Vaticano II
que el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social[10].
De este modo, situando en el núcleo del debate actual a la persona humana,
creada a imagen y semejanza de Dios, y elevada por Cristo a la dignidad
de la filiación divina, el Santo Padre se pronuncia decididamente contra
el determinismo que subyace en muchas concepciones de la vida política,
económica y social.
Al mismo tiempo, el
Papa pone de relieve la energía transformadora de la sociedad que lleva
consigo el ejercicio de una libertad rectamente entendida, es decir,
una libertad firmemente anclada en la verdad. Refiriéndose al desarrollo
de los pueblos, escribe: en realidad, las instituciones por sí solas
no bastan, porque el desarrollo humano integral es ante todo vocación
y, por tanto, comporta que se asuman libre y solidariamente responsabilidades
por parte de todos. Este desarrollo exige, además, una visión trascendente
de la persona, necesita a Dios: sin Él, o se niega el desarrollo, o
se le deja únicamente en manos del hombre, que cede a la presunción
de la auto-salvación y termina por promover un desarrollo deshumanizado[11].
En una época de crisis
como la de ahora, con repercusiones que afectan directamente a tanta
gente, podría presentarse un doble peligro: de una parte, confiar ingenuamente
en que las soluciones técnicas resolverán todos los problemas; y, de
otra, dejarse arrastrar por el pesimismo o la resignación, como si todo
eso fuera inevitable, consecuencia de unas leyes económicas que no se
pueden soslayar.
Una y otra actitud
se demuestran falsas y peligrosas. Un hombre o una mujer de fe ha de
aprovechar esta situación para mejorar personalmente en la práctica
de la virtud, cuidando con esmero el espíritu de desprendimiento, la
rectitud de intención, la renuncia a bienes superfluos, y tantos detalles
más. Sabe, por otra parte, que en todo instante estamos en las manos
de Dios, nuestro Padre; y que si la Providencia divina permite estas
dificultades, lo hace para que saquemos bien del mal: Dios escribe derecho
con renglones torcidos. Atravesamos un tiempo propicio para acrisolar
la fe, fomentar la esperanza y favorecer la caridad; y para desempeñar
nuestra tarea la que sea con rigor profesional, con rectitud
de intención, ofreciendo todo para que en la sociedad se cree un auténtico
sentido de responsabilidad y de solidaridad. ¿Rezamos para que se resuelva
el grave problema del paro?
Por otro lado, las
circunstancias difíciles favorecen que salgan a flote recursos escondidos
en el interior de cada persona. Una de las recomendaciones más importantes
de la reciente encíclica se concreta en la llamada a purificar las relaciones
de la estricta justicia con la caridad, sin separar el ejercicio de
estas dos virtudes. El gran desafío de estos momentos, afirma el Romano
Pontífice, es mostrar, tanto en el orden de las ideas como en el
de los comportamientos, que no sólo no se pueden olvidar o debilitar
los principios tradicionales de la ética social, como la transparencia,
la honradez y la responsabilidad, sino que, en las relaciones mercantiles,
el principio de gratuidad y la lógica del don, como expresiones
de fraternidad, pueden y deben tener espacio en la actividad económica
ordinaria. Esto es una exigencia del hombre en el momento actual,
pero también de la razón económica misma. Una exigencia de la caridad
y de la verdad al mismo tiempo[12].
Viene a mi memoria
una enseñanza que San Josemaría difundió en sus escritos y en sus encuentros
con gentes muy diversas. En una homilía, dirigía estas palabras a las
personas de todo tipo que le escuchaban: convenceos de que únicamente
con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la humanidad.
Cuando se hace justicia a secas, no os extrañéis si la gente se queda
herida: pide mucho más la dignidad del hombre, que es hijo de Dios.
La caridad ha de ir dentro y al lado, porque lo dulcifica todo, lo deifica:
Dios es amor (1 Jn 4, 16). Hemos de movernos siempre por
Amor de Dios, que torna más fácil querer al prójimo, y purifica y eleva
los amores terrenos[13].
Y en otra ocasión, ante la pregunta acerca de la primera virtud que
debería cultivar un empresario, su respuesta inmediata fue la siguiente:
la caridad, porque con la justicia sola no se llega (...). Trata siempre
con justicia a la gente y déjate llevar un poco del corazón (...). Haz
lo que puedas por los demás, por medio de tu trabajo. Y vive, con la
justicia, la caridad. La justicia sola es una cosa seca; quedan muchos
espacios sin llenar[14].
Un gran amor a la justicia,
informado en todo momento por la caridad, junto a la preparación profesional
propia de cada uno, es el arma cristiana para colaborar eficazmente
en la resolución de los problemas de la sociedad. Tenéis que hacer sobrenaturalmente
lo que hacéis naturalmente, aconsejaba San Josemaría; y después
señalaba, llevar este afán de caridad, de fraternidad, de
comprensión, de amor, de espíritu cristiano, a todos los pueblos de
la tierra[15]. Ponía
en guardia frente a las doctrinas que ofrecen falsas soluciones por
materialistas a los problemas sociales: para resolver todos los
conflictos de los hombres nos bastan la justicia y la caridad cristianas[16].
Estas consideraciones
no eximen a los cristianos especialmente a quienes ocupan cargos
de responsabilidad en la vida pública o en la sociedad del esfuerzo
por conocer bien las leyes de la economía. La caridad no excluye
el saber afirma Benedicto XVI, más bien lo exige,
lo promueve y lo anima desde dentro. El saber nunca es sólo obra de
la inteligencia. Ciertamente, puede reducirse a cálculo y experimentación,
pero si quiere ser sabiduría capaz de orientar al hombre a la luz de
los primeros principios y de su fin último, ha de ser "sazonado" con
la "sal" de la caridad. Sin el saber, el hacer es ciego, y el saber
es estéril sin el amor. En efecto, "el que está animado de una verdadera
caridad es ingenioso para descubrir las causas de la miseria, para encontrar
los medios de combatirla, para vencerla con intrepidez" (Pablo VI, enc.
Populorum progressio, n. 75)[17].
Tratemos de entender
más a fondo estas enseñanzas del Magisterio, difundirlas y hacer que
calen con hondura en nuestra conciencia y en nuestra actuación diaria.
Como siempre, os recuerdo
que permanezcáis muy unidos a mis intenciones. Y, como es natural, en
primer plano está siempre la oración por el Papa y por sus colaboradores.
Este mes, además, se celebrará en Roma una sesión especial del Sínodo
de los Obispos, dedicada al continente africano. Acudamos desde ahora
al Espíritu Santo y a la intercesión de San Josemaría, para que el Señor
ilumine a los Obispos que se reunirán con el Papa y conceda gran fruto
espiritual a esa Asamblea.
Hay otros aniversarios
de la historia de la Obra, que no mencionaré. Sí que siento, en cambio,
la urgencia de que crezca en todas y en todos el afán de conocer los
diferentes pasos de la vida de San Josemaría: su finura para cuidar
lo que el Cielo puso en sus manos le motivó para ser un leal servidor
de Dios, de la Iglesia con esta partecica, la Obra,
de sus hijas y de sus hijos, y de todas las personas, también de las
que no le comprendían. Es de gran importancia que sigamos esas huellas.
Con todo cariño, os
bendice
vuestro Padre
+ Javier
Roma,
1 de octubre de 2009.
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