Karol Wojtyla: Aquel “cardenal de acero”

El pasado domingo el diario El País publicaba dos artículos contrastados de opinión. Se trataba de abordar el reiterativo tema de la renuncia del Papa. En primer lugar –se hace así como nota de imparcialidad– aparecía la opinión a favor de la misma y el ponente era Miret Magdalena. Por ahorro de tiempo no lo leí: me interesan poco las opiniones mercenarias y el pasto para pesebristas. El segundo –a favor de la “no renuncia”– corría a cargo de Joaquín L. Ortega, director de la Biblioteca de Autores Cristianos, cuyo original enfoque me agradó. Por eso me parece que también puede resultar interesante para los lectores de PuP y lo reproducimos íntegro.—Joseluís García


El País, 9-VI-02. Joaquín L. Ortega www.PiensaUnPoco.com 12.06.02.

Muestras de su carácter         Conocí y saludé por primera vez a Karol Wojtyla en la primavera de 1974. Él era entonces cardenal arzobispo de Cracovia y presidía la procesión del Corpus, recorriendo los entornos del castillo de Wawel. Dos cosas me llamaron la atención: el parecido de la procesión con las que se celebran en España, haciendo paradas ante pequeños y floridos altares, y la vibrante oratoria del cardenal en cada una de las estaciones. Amigos polacos me hicieron saber que la procesión era “ilegal” y que las prédicas del cardenal eran claras y comprometidas. Wojtyla se mostraba indomable frente al comunismo. De hecho ya entonces lo llamaban “el cardenal de acero”. Con el paso del tiempo, en sucesivos viajes papales, confirmé mi primera impresión sobre la fibra del ya Juan Pablo II. Le recuerdo en Drogheda, en la frontera del Ulster, condenando el terrorismo del IRA y en Guatemala reprochando a Ríos Mont, que estaba a su lado, la ejecución de algunos disidentes. Le vi en el Zaire de Mobutu forcejeando por romper el cordón de seguridad para acercarse a los pobres y defendiendo la vida en país tan acusadamente abortista como EE UU.
Inexplicable sin la fe         Para entonces la Iglesia y el Mundo ya sabían que Juan Pablo II era un viajero infatigable y un Papa comprometido hasta los tuétanos con su ministerio. Este perfil de “impegnista” que dicen los italianos, uno de los más salientes de su “factor humano”, ha sido interpretado como tozudez polaca, como tendencia al imperialismo cristiano o como obstinación doctrinal. Pero ¿no habría que hablar simplemente de coherencia de vida, de profundidad de convicciones, de entrega sin límites a su misión? En cualquier caso, parece evidente que estamos ante “un papa de acero”. A esa luz de su complexión psicológica y humana habrá que entender también su comportamiento ahora que la vejez y las enfermedades han arruinado su físico sin doblegar todavía el brío de su espíritu. Difícil explicar sin referencias religiosas ésa su mística del agotamiento, de la exhaustividad. ¿No ha dicho él mismo, más de una vez, que está dispuesto a morir con las sandalias puestas, que no piensa bajarse de la cruz?
Por eso no se entiende         La disparidad de opiniones que se ha producido con motivo de su último viaje ante la “inmolación” de Juan Pablo II, para unos inexplicable y para otros ejemplar, parece plantear un problema epistemológico. ¿Cuál es la clave de la interpretación? Nada de lo que está ocurriendo con el papa Wojtyla cuadra desde una óptica laica o profana. Todo empieza a cobrar sentido cuando se aplica el calibre lógico y paradójico del evangelio. Si la función del Papa se percibe como la de un líder, un gran ejecutivo, ni se explica su esfuerzo prometeico ni se justifica esa indecorosa exhibición de sus limitaciones y sus flaquezas. Todo parece un dislate ético y un pecado contra la estética convencional.
No hay buena experiencia         Presumo que Juan Pablo II anda en otras cavilaciones. Él sabe, con la sabiduría del evangelio, que no siempre el que siembra es el que recoge, que los pacíficos y los que sufren serán bienaventurados, que los últimos serán los primeros y que la autoridad es ante todo una forma de servicio. Es otro horizonte, otra dimensión. Pero, así las cosas, ¿deben o no deben retirarse los papas? Es claro que pueden hacerlo y es hipótesis que regula el canon 332, si bien históricamente ha ocurrido sólo una vez, en 1294. La decisión de Celestino V no sentó bien en la cristiandad, hasta el punto que Dante Alighieri condenó al Papa al infierno de su “Divina Comedia” en castigo por su “gran rifiuto”.
Se ve su fruto         Viniendo más al grano, ¿debe o no debe retirarse Juan Pablo II? Se trata de una decisión de conciencia, exclusiva de su libertad personal concordada con el bien de la Iglesia. Pero ¿quién ponderará ese bien de la Iglesia, con qué rasero habrá que medirlo? Hoy no cabe asegurar, por ejemplo, que el último viaje, a pesar de su patética postración, haya sido estéril. Al revés, ha sido benéfico en Bulgaria para la unión de los cristianos, y clarificador, en Azerbayán, para la desvinculación de las religiones de cualquier proclividad belicista o terrorista.
Siempre de acero

        Muchas de las opiniones lanzadas en estos días al viento aluden a presiones del entorno curial para mantener al Papa en su puesto. Históricamente no sería insólito; pero en este momento me parece harto improbable. Karol Wojtyla es todavía dueño y señor de sus actos como lo ha demostrado en recientes decisiones de indudable tonelaje.

        Podrá discutirse si debe o no debe retirarse. Lo cierto es que aquel cardenal de acero que yo conocí en 1974, a día de hoy, no se ha salido del guión que ha pautado su vida. Antes y después –genio y figura– de ser Juan Pablo II.