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Queridos
hermanos y hermanas:
Desde hace algunos domingos, la liturgia nos propone reflexionar sobre el capítulo VI del Evangelio de Juan, en el que Jesús se presenta como "el pan vivo, bajado del cielo" y añade: "Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo" (Juan 6, 51). A los judíos, que discuten acaloradamente preguntándose "¿cómo puede éste darnos a comer su carne?" (versículo 52), Jesús les confirma: "si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros" (versículo 53). Hoy, vigésimo primer domingo del tiempo ordinario, meditamos en la parte conclusiva de este capítulo, en la que el cuarto evangelista refiere la reacción de la gente y la de los mismos discípulos, escandalizados por las palabras del Señor, hasta el punto de que muchos, después de haberle seguido hasta entonces, exclaman: "Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?" (versículo 60). Y desde aquel momento, "muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él" (versículo 66). Jesús, sin embargo, no suaviza sus afirmaciones, es más, se dirige directamente a los Doce diciendo: "¿También vosotros queréis marcharos?" (v. 67). Esta pregunta provocadora no se dirige sólo a los que entonces escuchaban sino que alcanza a los creyentes y a los hombres de todas las épocas. También hoy muchos se "escandalizan" ante la paradoja de la fe cristiana. La enseñanza de Jesús parece "dura", demasiado difícil de acoger y de practicar. Entonces hay quien rechaza y abandona a Cristo; hay quien trata de "adaptar" su palabra a las modas desvirtuando su sentido y valor. "¿También vosotros queréis marcharos?". Esta inquietante provocación resuena en el corazón y espera de cada uno una respuesta personal. Jesús, de hecho, no se contenta con una pertenencia superficial y formal, no le basta una primera adhesión entusiasta; es necesario, por el contrario, participar durante toda la vida en "su pensar y querer". Seguirle llena el corazón de alegría y san sentido pleno a nuestra existencia, pero comporta dificultades y renuncias, pues con mucha frecuencia hay que ir contra la corriente. "¿También vosotros queréis marcharos?". A la pregunta de Jesús, Pedro responde en nombre de los apóstoles: "Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios" (versículos 68-69). Queridos hermanos y hermanas: también nosotros podemos repetir la respuesta de Pedro, conscientes ciertamente de nuestra fragilidad humana, pero confiando en la potencia del Espíritu Santo, que se expresa y se manifiesta en la comunión con Jesús. La fe es don de Dios al hombre y es, al mismo tiempo, entrega libre y total del hombre a Dios; la fe es dócil escucha de la Palabra del Señor, que es "lámpara" para nuestros pasos y "luz" en nuestro camino (Cf. Salmo 119, 105). Si abrimos con confianza el corazón a Cristo, si nos dejamos conquistar por Él, podemos experimentar también nosotros, junto al santo cura de Ars, que "nuestra única felicidad en esta tierra consiste en amar a Dios y saber que Él nos ama". Pidamos a la Virgen María que tenga siempre firme en nosotros la fe, impregnada de amor, que hizo de ella, humilde muchacha de Nazaret, Madre de Dios y madre y modelo de todos los creyentes. | |||||||||||
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