(Agosto 2009)
Carta de Monseñor Javier Echevarría a los fieles del Opus Dei
Carta mensual del Prelado, en esta ocasión desde México. Las fiestas marianas del mes de agosto sirven a Mons. Echevarría para invitarnos a imitar la vida ordinaria y cercana a Cristo de la Madre de Dios.
01 de agosto de 2009 www.opusdei.org
Jesús de Nazaret
Itinerarios de vida cristiana

Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

        Assumpta est Maria in cælum, gaudet exercitus angelorum[1]; María ha sido llevada al cielo, en cuerpo y alma, y los ángeles participan de ese gozo. También todos los cristianos nos llenamos de alegría, porque la Virgen vive eternamente en la plenitud de Dios, contempla y ama a la Trinidad Santísima en la gloria del Cielo.

        Al acercarse la solemnidad del 15 de agosto, Asunción de Nuestra Señora, deseo recordaros que esta gran festividad nos impulsa a elevar la mirada hacia el cielo. No un cielo hecho de ideas abstractas, ni tampoco un cielo imaginario creado por el arte, sino el cielo de la verdadera realidad, que es Dios mismo: Dios es el cielo. Y Él es nuestra meta, la meta y la morada eterna, de la que provenimos y a la que tendemos (...). Es una ocasión para ascender con María a las alturas del espíritu, donde se respira el aire puro de la vida sobrenatural y se contempla la belleza más auténtica, la de la santidad[2]. ¿Cómo y con qué asiduidad recurrimos a la Virgen para proceder siempre y en todo con sentido sobrenatural? ¿Pedimos a nuestra Madre que crezca en nuestras almas el espíritu contemplativo?

        Las palabras de Benedicto XVI, que acabo de citar, son una eficaz introducción al misterio de fe que nos disponemos a saborear una vez más. Como escribió San Josemaría, misterio de amor es éste. La razón humana no alcanza a comprender. Sólo la fe acierta a ilustrar cómo una criatura haya sido elevada a dignidad tan grande, hasta ser el centro amoroso en el que convergen las complacencias de la Trinidad. Sabemos que es un divino secreto. Pero, tratándose de Nuestra Madre, nos sentimos inclinados a entender más —si es posible hablar así— que en otras verdades de fe[3]. Acudamos a nuestro Padre, que contempla cara a cara a Dios, a la Santísima Humanidad de Jesucristo, a la Virgen, a los ángeles y a los demás santos, con el ruego expreso de que nos obtenga luz del Señor para ahondar en esta verdad de fe y de este modo amar más y admirar más a Santa María.

        Os sugiero, en primer lugar, que miremos a fondo la respuesta cotidiana de la Virgen, que nos detengamos —en la meditación personal— en los pasajes de la Sagrada Escritura que nos hablan de Ella: aunque se trata de un número reducido, en esos textos se contienen ya todas las magnalia, las grandezas de lo que el Espíritu Santo ha querido revelarnos acerca de la Madre de Dios y Madre nuestra: una riqueza inmensa, que toca a cada uno de nosotros descubrir, guiados siempre por el Magisterio de la Iglesia. Os aconsejo que repaséis también algún tratado de mariología y que os esforcéis por ahondar —mediante una lectura meditada y profunda— en las cosas inefables que cumplió en la Virgen el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo[4]. El cántico del Magnificat, que brotó de los labios y del corazón de María inspirada por el Espíritu Santo, se nos muestra como la mejor escuela para conocer, tratar e imitar a nuestra Madre: es un retrato, un verdadero icono de María, en el que podemos verla tal cual es[5].

        Fijémonos, de manera especial, en su vida de oración. Así la descubrimos al contemplar el primer misterio gozoso del Rosario. La Señora del dulce nombre, María, está recogida en oración. Tú eres, en aquella casa, lo que quieras ser: un amigo, un criado, un curioso, un vecino...[6]. Metámonos perseverantemente en esta escena para acoger con seriedad la invitación de nuestro Padre. Empeñémonos en encontrar —cada uno, cada una— nuestro sitio, al repasar diariamente ese acontecimiento clave de la historia de nuestra salvación, y también en el rezo del Ángelus y del Rosario. Podemos pensar en la Virgen, que se mantiene constantemente en conversación con Dios, y así se halla cuando el Arcángel le transmite la divina embajada. Lo mismo sucede en el segundo misterio luminoso: la confiada súplica que la Virgen expone con su comentario en las bodas de Caná, obtiene que Jesús realice su primer milagro, anticipando en cierto modo su hora, y que los primeros seguidores de su Hijo reciban el don de la fe, como anota el Evangelio en pocas palabras: sus discípulos creyeron en Él[7].

        Precisamente San Juan, el discípulo amado, nos transmite este dato. Nos revela que la Santísima Virgen, que hasta ese momento había cuidado a su Hijo durante los años de vida oculta en Nazaret, ha sido llamada a continuar colaborando directamente en el misterio de la Redención. Este designio divino se insinúa en la respuesta de Cristo a la súplica de su Madre: Mujer, ¿qué nos importa a ti y a mí? Todavía no ha llegado mi hora[8]. El Señor se refiere al sacrificio de la Cruz. Cuando se presente ese momento, querrá —con lógica sobrenatural y humana— que su Madre se halle junto a Él, como nueva Eva, para cooperar en la restauración de la vida sobrenatural de las almas. Lo relata también San Juan: estaban junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su Madre, María de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a su madre: "Mujer, aquí tienes a tu hijo". Después dice al discípulo: "Aquí tienes a tu Madre". Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa[9].

        Os recordaba, con palabras del Papa, que la solemnidad de la Asunción nos invita a elevar los ojos al Cielo, la morada definitiva a la que nos dirigimos, pero sin olvidar —otra enseñanza de María— que, antes de ser trasladada en cuerpo y alma a la gloria, la Virgen acompañó de cerca a Cristo en su Pasión y Muerte redentoras. La nueva Eva siguió al nuevo Adán en el sufrimiento, en la pasión, así como en el gozo definitivo. Cristo es la primicia, pero su carne resucitada es inseparable de la de su Madre terrena. María, y en Ella toda la humanidad, está implicada en la Asunción hacia Dios, y con Ella toda la creación (...). Nacen así los nuevos cielos y la nueva tierra, en la que ya no habrá ni llanto ni lamento, porque ya no existirá la muerte (cfr. Ap 21, 1-4)[10].

        La colaboración de la Virgen en el Sacrificio de la Cruz fue única; por eso la Iglesia la honra «con los títulos de Abogada, Auxilio, Socorro, Mediadora», sin que esto «reste ni añada nada a la dignidad y eficacia de Cristo, único Mediador»[11]. En esta cooperación estrechísima a la obra de la Redención se sustenta también el título de Mujer eucarística, con el que Juan Pablo II la llamó en su última encíclica. La Sagrada Eucaristía es la actualización sacramental del sacrificio de la Cruz, pues lo que se realizó en el Calvario se hace presente en la Santa Misa. Y no cabe pasar por alto que, en el Gólgota, el Señor manifestó a la Virgen su nueva maternidad. «Las palabras de Jesús —apunta Juan Pablo II— asumen su significado más auténtico en el marco de la misión salvífica. Pronunciadas en el momento del sacrificio redentor, esa circunstancia les confiere su valor más alto. En efecto, el evangelista, después de las expresiones de Jesús a su Madre, añade un inciso significativo: "Sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido" (Jn 19, 28), como si quisiera subrayar que había culminado su sacrificio al encomendar su Madre a Juan y, en él, a todos los hombres, de los que Ella se convierte en Madre en la obra de la salvación»[12].

        En cada Santa Misa, la Virgen se halla misteriosamente presente junto al altar donde se actualiza de modo incruento el Sacrificio de la Cruz. En ese insondable misterio —escribió nuestro Padre— se advierte, como entre velos, el rostro purísimo de María: Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo[13]. Ésta es la firme convicción de la Iglesia, expresada en una de las oraciones que la liturgia recomienda a los sacerdotes para disponerse mejor a la celebración del Santo Sacrificio: Oh Madre de piedad y misericordia, Santísima Virgen María (...), acudo a tu piedad para que, así como estuviste junto a tu dulcísimo Hijo clavado en la Cruz, también estés junto a mí, miserable pecador, y junto a todos los fieles que aquí y en toda la Santa Iglesia vamos a participar de aquel divino sacrificio[14]. ¿Acudes filialmente a Ella, en cada jornada, antes de celebrar o de participar en la Santa Misa?

        La Virgen Santísima, desde Belén hasta el Gólgota, supo mostrar a Cristo, conducir a Cristo, a los discípulos —hombres y mujeres— de su Hijo: si Juan, María Magdalena, Salomé y las demás mujeres —como nos detalla el Evangelio— perseveraron firmes junto a la Cruz de Jesús y fueron luego testigos de su resurrección, se debió a que no se apartaron de María en aquellas horas; a que la acogieron en su casa —en todo el espacio de su caminar espiritual— desde el momento inefable en que Cristo los confió a su Madre en el Calvario.

        Hijas e hijos míos: la que es toda de Dios, Mujer eucarística y Maestra de oración, quiere que la tratemos, que le pidamos que nos enseñe a enamorarnos de Jesucristo con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, para responderle con entera fidelidad en los diferentes momentos y circunstancias. Un gran misterio de amor se nos propone en la fiesta de la Asunción de la Virgen: Cristo venció la muerte con la omnipotencia de su amor. Sólo el amor es omnipotente. Ese amor impulsó a Cristo a morir por nosotros y así a vencer a la muerte. Sí, ¡sólo el amor hace entrar en el reino de la vida! Y María entró detrás de su Hijo, asociada a su gloria, después de haber sido asociada a su pasión. Entró allí con ímpetu incontenible, manteniendo abierto tras de sí el camino a todos nosotros. Por eso hoy la invocamos: "Puerta del Cielo", "Reina de los ángeles" y "Refugio de los pecadores"[15].

        Desgranemos piadosamente las letanías y las demás oraciones marianas —el Avemaría, la Salve, el Rosario y las jaculatorias que el cariño filial nos sugiera— con esmerada devoción y piedad de hijos, porque María, Virgen sin mancilla, reparó la caída de Eva: y ha pisado, con su planta inmaculada, la cabeza del dragón infernal[16]. Unidos a ese gran enamorado de la Virgen, que fue y es nuestro Padre, admiremos más cómo el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo la coronan como Emperatriz que es del Universo.

        Y le rinden pleitesía de vasallos los Ángeles..., y los patriarcas y los profetas y los Apóstoles..., y los mártires y los confesores y las vírgenes y todos los santos..., y todos los pecadores y tú y yo[17]. ¿Nos comportamos nosotros así?

        En las cartas y documentos de familia, San Josemaría solía firmar con el nombre Mariano. Entremos, pues, en la escuela de Mariano, imitando a nuestro Padre en su tierna devoción a la Santísima Virgen, como hijos pequeños que en todo momento se saben necesitados de los cuidados de su Madre.

        Santa María, además, se ha mostrado siempre Madre del Opus Dei, desde su nacimiento, y la Obra se ha desarrollado al amparo de su manto: nos ha precedido, acompañado y seguido en todos los pasos de nuestra historia familiar y de nuestro peregrinar personal. En el mes de agosto recordamos algunos de esos momentos: la Consagración de la Obra al Corazón dulcísimo de la Virgen, en Loreto, el 15 de agosto de 1951, que renovamos anualmente; la invitación a acudir a la misericordia divina por medio del Trono de la gloria, que es María, el 23 de agosto de 1971... Y tantas otras intervenciones de la Reina de cielos y tierra que ahora no resulta posible enumerar.

        En estos días me encuentro en México, adonde he acudido para participar en la dedicación de la iglesia construida en honor de San Josemaría, en el Distrito Federal. Con cada una y con cada uno doy también gracias a Dios, porque esta circunstancia me ha permitido rezar ante la Virgen de Guadalupe en la Villa, con el recuerdo de los pasos de nuestro Padre en 1970. Algunas de las intenciones que entonces llenaban el corazón de nuestro Fundador se mantienen plenamente actuales; otras ya se cumplieron, gracias a la intercesión de nuestra Madre. He acudido, insisto, en nombre de todas y de todos —los que ahora estamos en la Obra y los que llegarán en el transcurso de los siglos—, para rogar por la Iglesia, por el Papa y sus colaboradores, por los Obispos y sacerdotes del mundo entero —especialmente en este Año sacerdotal—, por el Opus Dei y todo el pueblo cristiano; por nuestro personal enamoramiento cotidiano de Jesucristo. Conservo muy presente en mi memoria aquella locución que tanto removió a nuestro Padre, y que nos relató enseguida con una conmoción visible, en agosto de 1970; le vimos muy urgido a comportarse como perseverante rezador. El Señor imprimió en su alma aquellas palabras —clama, ne cesses![18] — que deseo que incorporemos a nuestra piedad y a nuestro quehacer.

        Acompañadme en mis peticiones, especialmente el 15 de agosto, cuando renovemos la consagración al Corazón dulcísimo de Nuestra Señora. Y repasemos con hondura esta recomendación de San Josemaría: "Adeamus cum fiducia ad thronum gloriæ, ut misericordiam consequamur" (cfr. Hb 4, 16). Que lo tengáis muy en cuenta en estos momentos y también después. Yo diría que es un querer de Dios: que metamos nuestra vida interior personal dentro de esas palabras que os acabo de decir. A veces las escucharéis sin ruido ninguno, en la intimidad de vuestra alma, cuando menos lo esperéis.

        "Adeamus cum fiducia": id —repito— con confianza al Corazón Dulcísimo de María, que es Madre nuestra y Madre de Jesús. Y con Ella, que es Medianera de todas la gracias, al Corazón Sacratísimo y Misericordioso de Jesucristo. Con confianza también, y ofreciéndole reparación por tantas ofensas. Que nunca os falte una palabra de cariño: cuando trabajáis, cuando rezáis, cuando descansáis, y también con ocasión de las actividades que parecen menos importantes: cuando os divertís, cuando contáis una anécdota, cuando hacéis un rato de deporte...: con toda vuestra vida, en una palabra. Poned un fundamento sobrenatural en todo, y un trato de intimidad con Dios[19].

        Con todo cariño, os bendice

         vuestro Padre

         + Javier

        México, 1 de agosto de 2009.

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[1] Misal Romano, Asunción de Nuestra Señora, Aclamación antes del Evangelio.

[2] Benedicto XVI, Homilía en la solemnidad de la Asunción, 15-VIII-2008.

[3] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 171.

[4] Lc 1, 49.

[5] Benedicto XVI, Homilía en la solemnidad de la Asunción, 15-VIII-2005.

[6] San Josemaría, Santo Rosario, primer misterio gozoso.

[7] Jn 2, 11.

[8] Ibid., 4.

[9] Jn 19, 25-27.

[10] Benedicto XVI, Homilía en la solemnidad de la Asunción, 15-VIII-2008.

[11] Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 62.

[12] Juan Pablo II, Discurso en la audiencia general, 23-IV-1997.

[13] San Josemaría, La Virgen del Pilar, artículo publicado en el "Libro de Aragón", Zaragoza 1976.

[14] Misal Romano, Oraciones de preparación para la Santa Misa.

[15] Benedicto XVI, Homilía en la solemnidad de la Asunción, 15-VIII-2008.

[16] San Josemaría, Santo Rosario, quinto misterio glorioso.

[17] Ibid.

[18] Is 58, 1.

[19] San Josemaría, Apuntes tomados en una tertulia, 9-IX-1971.