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Queridos hermanos y hermanas en Cristo: Me siento muy contento de poder celebrar esta Eucaristía junto a vosotros al inicio de mi peregrinación en Tierra Santa. Ayer desde las alturas del Monte Nebo, de pie, me detuve a contemplar esta gran tierra, la tierra de Moisés, Elías y Juan el Bautista, la tierra en la que las antiguas promesas de Dios fueron cumplidas con la llegada del Mesías, Jesús nuestro Señor. Esta tierra es testigo de su predicación y de los milagros, de su muerte y resurrección, y de la efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia, el sacramento de una humanidad reconciliada y renovada. Meditando sobre el misterio de la fidelidad de Dios, oré para que la Iglesia en estas tierras pueda ser confirmada en la esperanza y fortalecida en su testimonio de Cristo Resucitado, el Salvador de la humanidad. Verdaderamente, como San Pedro nos dice hoy en la primera lectura, "no hay, bajo el cielo, otro nombre dado a los hombres, por el que nosotros debamos salvarnos" (Hechos 4,12). La alegre celebración del sacrificio eucarístico de hoy expresa la rica diversidad de la Iglesia católica en Tierra Santa. Os saludo a todos, con afecto, en el Señor. Agradezco a Su Beatitud Fouad Twal, Patriarca Latino de Jerusalén, por sus gentiles palabras de bienvenida. Mi saludo se dirige también a los muchos jóvenes de las escuelas católicas que hoy traen su entusiasmo a esta celebración eucarística. En el Evangelio, que acabamos de escuchar, Jesús proclama: "Yo soy el buen pastor... que da su vida por las ovejas" (Juan 10,11). Como sucesor de San Pedro a quien el Señor confió el cuidado de su rebaño (cf. Juan 21, 15-17), he esperado durante mucho tiempo esta oportunidad de estar ante vosotros como testigo del Salvador resucitado, y animaros a perseverar en la fe, la esperanza y la caridad, en fidelidad a las antiguas tradiciones y a la singular historia de testimonio cristiano que os une con la época de los apóstoles. La comunidad católica de aquí está profundamente afectada por las dificultades e incertidumbres que viven todos los habitantes de Oriente Medio; ¡no olvidéis nunca la gran dignidad que deriva de vuestra herencia cristiana, y que no desfallezca el sentido de amorosa solidaridad hacia todos vuestros hermanos y hermanas de la Iglesia en todo el mundo! "Yo soy el buen Pastor", nos dice el Señor, "conozco mis ovejas y ellas me conocen a mi" (Juan 10,14). Hoy en Jordania hemos celebrado la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. Meditando sobre el Evangelio del Buen Pastor, pedimos al Señor que abra nuestros corazones y nuestras mentes cada vez más para escuchar su llamada. Verdaderamente Jesús "nos conoce", más profundamente de lo que nos conocemos a nosotros mismos, y tiene un plan para cada uno. Debemos saber que allí donde Él nos llame, encontraremos felicidad y realización personal; de hecho nos encontraremos a nosotros mismos (cf. Mateo 10,39). Hoy invito a los muchos jóvenes aquí presentes a considerar cómo el Señor les está llamando a seguirle para edificar su Iglesia. Ya sea en el ministerio sacerdotal o en la vida consagrada, ya sea en el sacramento del matrimonio, Jesús tiene necesidad de vosotros para hacer escuchar su voz y para trabajar por el crecimiento de su Reino. En la segunda lectura de hoy, san Juan nos invita a "pensar en el gran amor con el cual el Padre nos ha amado", haciéndonos sus hijos adoptivos en Cristo. La escucha de estas palabras nos debe hacer reconocer la experiencia del amor del Padre que hemos tenido en nuestras familias, mediante el amor de nuestros padres y madres, abuelos, hermanos y hermanas. Durante la celebración del presente Año de la Familia, la Iglesia en toda Tierra Santa ha pensado en la familia como un misterio de amor que dona la vida, misterio incluido en el plan de Dios con una propia vocación y misión: irradiar el amor divino que es el manantial y el cumplimiento de todo amor en nuestras vidas. Que cada familia cristiana pueda crecer en la fidelidad a esta noble vocación de ser una verdadera escuela de oración, en la que los niños aprendan el sincero amor de Dios, maduren en la autodisciplina y en la atención a las necesidades de los demás, y en la que, modelados por la sabiduría que proviene de la fe, contribuyan a construir una sociedad cada vez más justa y fraterna. Las familias cristianas de estas tierras son una gran herencia recibida de las precedentes generaciones. Qué puedan las familias de hoy ser fieles a esta gran herencia y que nunca falte el sustento material y moral de quienes tienen necesidad de cumplir su insustituible papel en el servicio de la sociedad. Un aspecto importante de nuestra reflexión en este Año de la Familia ha sido la particular dignidad, vocación y misión de las mujeres en el plan de Dios. ¡Cuánto debe la Iglesia en estas tierras al testimonio de fe y amor de innumerables madres cristianas, hermanas, maestras y enfermeras, a todas esas mujeres que de maneras diferentes han dedicado su vida a construir la paz y a promover el amor! Desde las primeras páginas de la Biblia, vemos cómo hombre y mujer, creados a imagen de Dios, están llamados a completarse el uno con el otro como administradores de los dones de Dios y como sus colaboradores en comunicar el don de la vida, sea la física como la espiritual, a nuestro mundo. Desafortunadamente, esta dignidad y misión donadas por Dios a las mujeres no siempre han sido suficientemente comprendidas y estimadas. La Iglesia, y la sociedad en su conjunto, han llegado a darse cuenta de la urgencia con la que necesitamos eso que mi predecesor, el Papa Juan Pablo II, llamaba "el carisma profético" de las mujeres (cf. Mulieris dignitatem, 29) como portadoras de amor, maestras de misericordia y constructoras de paz, comunicadoras de calor y humanidad a un mundo que con frecuencia juzga el valor de la persona con fríos criterios de explotación y provecho. Con su testimonio público de respeto por las mujeres y con su defensa de la connatural dignidad de cada persona humana, la Iglesia en Tierra Santa puede dar una importante contribución al desarrollo de una cultura de verdadera humanidad y a la construcción de una civilización del amor. Queridos amigos, volvamos a las palabras de Jesús en el Evangelio de Hoy. Creo que contienen un mensaje especial para vosotros, su rebaño fiel, en estas tierras donde Él vivió. "El Buen Pastor", nos dice, "da la vida por sus ovejas". En el inicio de la misa hemos pedido al Padre que nos "dé la fuerza del valor de Cristo nuestro Pastor", que permanece constante en la fidelidad a la voluntad del Padre (Cf. Oración Colecta, de la Misa del cuarto domingo de Pascua). Que el valor de Cristo nuestro pastor os inspire y sostenga diariamente en vuestros esfuerzos por dar testimonio de la fe cristiana y mantener la presencia de la Iglesia en el cambio del tejido social de estas antiguas tierras. La fidelidad a sus raíces cristianas, la fidelidad a la misión de la Iglesia en Tierra Santa, os exigen una valentía particular: la valentía de la convicción que nace de una fe personal, no simplemente de una convicción social o de una tradición familia; la valentía para comprometerse en el diálogo y trabajar codo a codo con los demás cristianos en el servicio del Evangelio y en la solidaridad con el pobre, el refugiado y las víctimas de profundas tragedias humanas; la valentía de construir nuevos puentes para hacer posible un fecundo encuentro de personas de diferentes religiones y culturas y así enriquecer el tejido de la sociedad. Esto significa también dar testimonio del amor que nos inspira a "sacrificar" vuestra vida en el servicio a los demás y así afrontar maneras de pensar que justifican el "truncamiento" de vidas inocentes. "Yo soy el buen pastor; conozco mis ovejas y ellas me conocen a mi" (Juan 10,14). ¡Alegraos porque el Señor os ha hecho miembros de su rebaño y os conoce a cada uno de vosotros por vuestro nombre! ¡Seguidle con alegría y dejaos guiar por Él en todos vuestros caminos! Jesús sabe cuántos desafíos tenéis por delante, cuáles pruebas debéis soportar y conoce el bien que hacéis en su nombre. Confiad en Él, en el amor duradero que Él trae para todos los miembros de su rebaño y perseverad en su testimonio del triunfo de su amor. Que San Juan Bautista, patrono de Jordania, y María, Virgen y Madre, os sostengan con su ejemplo y su oración y os conduzcan a la plenitud de la alegría en los eternos pastos, donde experimentaremos para siempre la presencia del Buen Pastor y conoceremos para siempre la profundidad de su amor. Amén. | |||||||||||||||||||||||||||||
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