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Itinerarios
de vida cristiana
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Queridísimos: ¡que
Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Este mes de mayo transcurre
enteramente dentro del tiempo pascual. La alegría de la Resurrección
de Jesucristo empapa la vida de la Iglesia, en la tierra y en el Cielo.
Es ese gaudium cum pace que todas y todos experimentamos ya.
Como es lógico, en estas
semanas contemplamos a Nuestra Señora, Madre de Jesús y Madre nuestra,
asunta en cuerpo y alma al Cielo, y la vemos en el gozo y la gloria
de la Resurrección. Las lágrimas que derramó al pie de la Cruz se han
transformado en una sonrisa que ya nada podrá extinguir, permaneciendo
intacta, sin embargo, su compasión maternal por nosotros. Lo atestigua
la intervención benéfica de la Virgen María en el curso de la historia
y no cesa de suscitar una inquebrantable confianza en Ella; la oración
Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María!, expresa bien este sentimiento.
María ama a cada uno de sus hijos, prestando una atención particular
a quienes, como su Hijo en la hora de su Pasión, están sumidos en el
dolor; los ama sencillamente porque son sus hijos, según la voluntad
de Cristo en la Cruz[1].
Meditemos estas palabras
del Papa para ahondar en los motivos de nuestra devoción a la Virgen
y darle nuevo esplendor. Los motivos están claros: María es Madre de
Dios y Madre nuestra. Por eso nos resulta necesario cultivar una ardiente
y tierna devoción mariana, sólidamente fundada en la Revelación divina
expuesta por el Magisterio de la Iglesia. Lo recordaba el queridísimo
don Álvaro en una carta que escribió en 1987. Considerando que la misión
maternal de María responde a un preciso designio de Dios, nos decía:
«Es un hecho innegable que allí donde la Iglesia se implanta, por la
gracia de Cristo y la correspondencia tenaz y sacrificada de los evangelizadores,
allí está presente la Madre de la Iglesia (...). Como consecuencia,
nace y se desarrolla el agradecimiento a Santa María, y surge la planta
fecunda de la devoción mariana, de la que resultan claro testimonio
los templos y santuarios que, como una estela luminosa, cubren la geografía
de los países en los que arraiga la fe, dando a la existencia de los
cristianos una dimensión de hogar que sólo la Santísima Virgen es capaz
de suscitar»[2].
¡Qué gran verdad es
ésta! Los cristianos formamos una familia —la Iglesia Santa— en la que
Jesucristo es el Primogénito entre muchos hermanos[3],
y en la que no falta la presencia de la Madre, María Santísima. Jesús
nos señala el camino que hay que recorrer para llegar a la santidad,
a la plena identificación con Él; y la Virgen nos impulsa a lo largo
de esta peregrinación, para que alcancemos la meta: la vida eterna con
Dios y con todos los ángeles y los santos.
Lo manifiesta gráficamente
el arte cristiano, cuando ofrece a la veneración de los fieles la imagen
de María con el Niño Jesús en sus brazos. Con su actitud, con su mirada,
nuestra Madre parece sugerirnos: mira a mi Hijo, tu Hermano mayor, y
sigue en todo su ejemplo; camina por donde Él ha caminado; fomenta en
tu corazón las ansias redentoras que llenaban el suyo; compadécete de
tus hermanos y hermanas como Él se ha compadecido de todos.
En los próximos días,
millares y millares de personas irán de peregrinación a los más variados
lugares donde se venera a la Santísima Virgen, con el deseo de encontrar
de nuevo a Jesús, de parecerse más a Él, siguiendo la invitación de
San Josemaría a sus hijas e hijos en el Opus Dei y a muchas otras personas.
La Romería de mayo se nos muestra ya como una gozosa realidad en todas
las latitudes, que cumplimos sin ruido, tras los pasos de nuestro Fundador
en su primera Romería, en 1935. Respeto y amo esas otras manifestaciones
públicas de piedad —escribió en una homilía—, pero personalmente
prefiero intentar ofrecer a María el mismo cariño y el mismo entusiasmo,
con visitas personales, o en pequeños grupos, con sabor de intimidad[4].
Muchas veces, esa peregrinación
se fijará como meta un lugar cercano a nuestra residencia, quizá en
la misma ciudad donde vivimos o en sus alrededores. En algunos casos
—pienso, por ejemplo, en los enfermos e impedidos—, ni siquiera será
posible salir de casa y, sin embargo, también entonces cabe realizar
la Romería de mayo a la Virgen. Porque lo importante no consiste en
el desplazamiento físico de un lugar a otro, sino en el viaje interior
del alma, que nos impulsa a ponernos más cerca de María y, por tanto,
más cerca de Jesús.
El Papa Juan Pablo II
ponía de relieve que, en los lugares marianos esparcidos por el mundo,
se nota una especial presencia de la Madre. Nos consta que es incontable
el número de esos lugares, que presentan una grandísima variedad: desde
los oratorios en las viviendas y las hornacinas de las calles, en las
que aparece luminosa la imagen de la Madre de Dios, a las capillas e
iglesias construidas en su honor. Sin embargo, saltan a la vista algunos
sitios en los que los hombres sienten como particularmente viva la presencia
de nuestra Madre: los santuarios marianos. «En todos estos lugares se
realiza de modo admirable aquel singular testamento del Señor crucificado:
allí el hombre se siente entregado y confiado a María y viene para estar
con Ella como se está con la propia Madre; le abre su corazón y le habla
de todo: la recibe en su casa, es decir, le hace partícipe de todos
sus problemas»[5].
Los fieles acuden a
María allí con el deseo de encontrar o fortalecer «la fe y los medios
para alimentarla. Buscan los sacramentos de la Iglesia, sobre todo la
reconciliación con Dios y el alimento eucarístico. Y vuelven fortalecidos
y agradecidos a la Señora, Madre de Dios y Madre nuestra»[6].
Todos atesoramos esta
experiencia. ¿Quién no experimenta una mayor cercanía a Dios, después
de haber visitado a la Virgen con el espíritu de oración y de penitencia
que nos enseñó nuestro Padre? ¿Quién no ha tocado con la mano la eficacia
de este recurso a María, para reavivar la fe de alguna persona que lo
necesitaba, para ayudarla a estar más cerca de Dios, para abrir horizontes
más amplios a quien se resistía a aceptar la llamada del Señor a una
entrega generosa? Jesucristo desea que su gracia nos llegue por medio
de María; por eso, no es indiferente dejar de acudir a los santuarios
que el amor de sus hijos le ha levantado; no es indiferente pasar por
delante de una imagen suya, sin dirigirle un saludo cariñoso; no es
indiferente que transcurra el tiempo, sin que le cantemos esa amorosa
serenata del Santo Rosario, canción de fe, epitalamio del alma que encuentra
a Jesús por María[7].
Vayamos ya considerando: ¿en qué puedo mejorar al mirar las imágenes
de nuestra Madre? ¿Cómo saborear cada Avemaría, la Salve, el Regina
cæli? ¿A quién me propongo hablar del amor de María y a María?
Ésta y otras devociones
marianas pueden dar relieve y colorido al mes de mayo. Lo esencial es
avecinarse más y más a Jesucristo, por
la senda que nos indica su Santísima Madre. Cada encuentro con Nuestra
Señora se traduce en una invitación a mirar a Cristo. Como señalaba
Benedicto XVI en un santuario mariano: para el hombre que busca,
esta invitación se transforma siempre en una petición espontánea, una
petición dirigida en particular a María, que nos dio a Cristo como Hijo
suyo: "Muéstranos a Jesús". Rezamos hoy así de todo corazón; y rezamos,
más allá de este momento, interiormente, buscando el rostro del Redentor.
"Muéstranos a Jesús". María responde, presentándonoslo ante todo como
niño. Dios se ha hecho pequeño por nosotros[8].
Detengámonos una vez
más en las frases que San Josemaría escribió por los años 30 del siglo
pasado, que han ayudado a millares de personas a meterse por sendas
de contemplación en la vida ordinaria: si tienes deseos de ser grande,
hazte pequeño (...). El principio del camino, que tiene por final
la completa locura por Jesús, es un confiado amor hacia María Santísima.
—¿Quieres amar a
la Virgen? —Pues, ¡trátala! ¿Cómo? —Rezando bien el Rosario de nuestra
Señora[9].
La consideración atenta,
interior, y el rezo de los misterios del Rosario, hacen desfilar ante
nuestros ojos los momentos sobresalientes de la vida de Jesús y de María.
De este modo resulta más fácil afianzarse en la senda que conduce al
Cielo, rectificando el rumbo si fuera necesario, mostrando a quienes
nos acompañan el atajo seguro que termina en la felicidad eterna. Al
admirar esas escenas, comprendemos «cómo la humanidad inicia el regreso
a Dios con el fiat de la humilde Esclava del Señor, y encuentra la meta
de su camino en la gloria de la que es Toda Santa»[10].
También podemos cuidar
otros detalles de cariño a la Virgen. Me detengo de nuevo en una práctica
propia de personas enamoradas, que San Josemaría difundió por todas
partes: saludar cariñosamente a las imágenes de Nuestra Señora que vemos
cada día —en una calle o plaza, en el interior de una iglesia, en una
habitación de nuestra casa...—, acompañando esa mirada con alguna jaculatoria
como expresión personalísima de nuestro amor filial. Nuestro Padre se
comportaba así y ponía especial empeño en saludar a las imágenes de
Nuestra Señora de los lugares donde trabajaba o vivía. Eran manifestaciones
de su cariño filial, en las que se reflejaba el fondo de su alma: miradas
dolorosas, o agradecidas, o suplicantes —según las circunstancias—,
pero siempre expresiones de verdadero amor.
También aconsejaba guardar
en la cartera o en el bolso una imagen de la Virgen —como se llevan
fotografías de las personas queridas— para tenerla siempre muy presente
y dirigirle requiebros cariñosos. Sentía el gozo de haber contribuido
a sembrar el mundo de representaciones marianas. En el Opus Dei
—decía— hemos manifestado constantemente nuestro amor a Nuestra Señora
poniendo millones de imágenes suyas en todo el mundo, promoviendo prácticas
de piedad mariana en todos los continentes: en Europa, en Asia, en África,
en América, en Oceanía; llevando a la juventud por ahí, con libertad.
Sin libertad, no.
Pero esto es natural:
¿cómo no vamos a amar a la Madre de Dios, que es Madre nuestra? ¡Si
además la necesitamos! Yo la necesito. Como un niño pequeño, cuando
tiene miedo a la oscuridad de la noche, grita: ¡mamá!; así tengo yo
muchas veces que clamar con el corazón, sin ruido de palabras: ¡Madre!:
mamá, no me abandones.
La vida interior
es esto: naturalidad, sencillez. Yo no puedo vivir de otra manera: tengo
que vivir como un hombre. Y delante de Dios, que es eterno, soy una
criaturita que no vale nada[11].
Hay unas palabras de
un Salmo que la Liturgia aplica a la Santísima Virgen. El salmista,
vislumbrando de lejos este vínculo maternal que une a la Madre de Cristo
con el pueblo creyente, profetiza a propósito de la Virgen María que
"los más ricos del pueblo buscan tu sonrisa" (Sal 44, 13). De
este modo, movidos por la Palabra inspirada de la Escritura, los cristianos
han buscado siempre la sonrisa de Nuestra Señora, esa sonrisa que los
artistas en la Edad Media han sabido representar y resaltar tan prodigiosamente.
Este sonreír de María es para todos, afirma el Papa Benedicto XVI;
pero se dirige muy especialmente a quienes sufren, para que encuentren
en Ella consuelo y sosiego. Buscar la sonrisa de María no es sentimentalismo
devoto o desfasado, sino más bien la expresión justa de la relación
viva y profundamente humana que nos une con la que Cristo nos ha dado
como Madre[12].
Encomendemos a Nuestra
Señora a todas las personas que sufren, en el alma o en el cuerpo: a
los enfermos, a los que se sienten solos o abandonados, a los que se
hallan afectados por calamidades naturales, a los que padecen persecución
y violencias de todo tipo... Nadie debe quedar fuera de nuestra oración.
Recemos especialmente
—os lo recuerdo todos los meses, porque es una necesidad siempre actual—
por la Persona y las intenciones del Papa; ahora, por los frutos de
su viaje a Tierra Santa, del 8 al 15 de este mes. Encomendad también
a los fieles de la Prelatura que recibirán la ordenación sacerdotal
el día 23, víspera de la solemnidad de la Ascensión, que en muchos países
se celebra el domingo 24. Pidamos al Espíritu Santo, con ocasión de
la próxima fiesta de Pentecostés, el último día de mayo, que derrame
copiosamente sus dones sobre la Iglesia y sobre el mundo, y que disponga
los corazones de todos para recibirlos.
Hace pocos días regresé
de un viaje a Japón y a Taiwán, donde he comprobado una vez más cómo
el espíritu del Opus Dei arraiga en personas de todas las razas y culturas.
En ambos países, además de saberme acompañado por todas y por todos,
y de rezar con vosotras y con vosotros, he tenido —entre otras muchas—
dos alegrías muy especiales. En Nagasaki, la visita a Oura, al santuario
donde se venera a los mártires de esa tierra y se mantiene vivo el recuerdo
amoroso de los que conservaron la fe a pesar de la dura persecución.
En Taipei pude asistir a la Exposición y bendición con el Santísimo
Sacramento —habíamos entrado en la iglesia donde se hallaba una imagen
de la Virgen peregrina y nos encontramos con ese acto eucarístico—,
con el templo lleno de fieles. En uno y otro sitio surgía con facilidad
el pensamiento de que hemos de llevar a Jesús, con María, hasta el último
rincón del mundo. Dad conmigo gracias a la Santísima Trinidad, fuente
de todos los bienes, y a nuestra Madre la Virgen; por su mediación recibimos
todas las gracias. Y también a San Josemaría —el día 17 es el aniversario
de su beatificación—, por haber sido instrumento fidelísimo del Señor
para realizar tan abundante siembra de santidad, de doctrina y de caridad
en toda la tierra.
Con todo cariño, os
bendice
vuestro
Padre
+ Javier
Roma, 1 de mayo de 2009.
[1] Benedicto XVI, Homilía
en el Santuario de Lourdes, 15-IX-2008.
[2] Don Álvaro, Carta,
31-V-1987, n. 8.
[3] Cfr. Rm 8,
29.
[4] San Josemaría, Es
Cristo que pasa, n. 139.
[5] Juan Pablo II, Homilía
en el Santuario de Fátima, 13-V-1982.
[6] Juan Pablo II, Homilía
en el Santuario de Aparecida, 4-VII-1980.
[7] San Josemaría, La
Virgen del Pilar, texto recogido en "Libro de Aragón", Zaragoza
1976.
[8] Benedicto XVI, Homilía
en el Santuario de Mariazell, 8-IX-2007.
[9] San Josemaría, Santo
Rosario, prólogo.
[10] Pablo VI, Exhort.
Apost. Marialis cultus, 2-II-1974, n. 28.
[11] San Josemaría,
Apuntes tomados en una tertulia, 7-IV-1974.
[12] Benedicto XVI,
Homilía en el Santuario de Lourdes, 15-IX-2008.
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