(abril 2009)
Carta de Monseñor Javier Echevarría a los fieles del Opus Dei
Si necesitábamos una muestra del amor de Dios, la muerte de su Hijo por nosotros es la señal más clara. Así lo recuerda el Prelado del Opus Dei, que en su carta mensual invita a acercarse a Dios y vivir con Él su Resurrecció
01 de abril de 2009 www.opusdei.org
Jesús de Nazaret
Itinerarios de vida cristiana
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

        El próximo domingo, con la conmemoración de la entrada triunfal de Jesucristo en Jerusalén, empieza la Semana Santa, que culminará en el triduo pascual de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor. El Sacrificio de nuestro Redentor, que se hace presente cada vez que se celebra la Santa Misa, se nos manifiesta con esplendor en las solemnes celebraciones litúrgicas del Jueves y Viernes santos y en la Vigilia pascual. Preparémomos desde ahora con mayor intensidad para esos momentos; salgamos al encuentro de la gracia que se nos ofrece con tanta abundancia. Hemos de acompañar al Señor muy de cerca.

        Al hallarnos en el pórtico de la Semana Santa recordemos que, como escribe San Josemaría, todo lo que a lo largo de estos días nos traen a la memoria las diversas manifestaciones de la piedad, se encamina ciertamente hacia la Resurrección, que es el fundamento de nuestra fe, como escribe San Pablo (cfr. 1 Cor 15, 14). No recorramos, sin embargo, demasiado de prisa ese camino; no dejemos caer en el olvido algo muy sencillo, que quizá, a veces, se nos escapa: no podremos participar de la Resurrección del Señor, si no nos unimos a su Pasión y a su Muerte (cfr. Rm 8, 17). Para acompañar a Cristo en su gloria, al final de la Semana Santa, es necesario que penetremos antes en su holocausto, y que nos sintamos una sola cosa con Él, muerto sobre el Calvario[1]. ¿Con qué exigencia, con qué ardor te has preparado en estas cinco semanas de la Cuaresma? ¡Aún nos quedan varios días para mejorar, para reparar si es preciso!

        Las enseñanzas de San Pablo son muy claras; os invito a meditarlas y a ponerlas en práctica con renovado empeño. En este año dedicado al Apóstol de las gentes, pidamos su intercesión para que, siguiendo su ejemplo, todos los cristianos nos convenzamos bien de que para identificarnos con Cristo, como es nuestro mayor deseo, no hay otro camino que el de acompañarle por la senda del Calvario. Lo mencionamos todos los días, al rezar la oración conclusiva del Ángelus: per passionem eius et crucem, ad resurrectionis gloriam perducamur; que, imitándole en la generosa entrega que la Semana Santa nos pone ante los ojos, seamos también partícipes de la gloria de su Resurrección.

        Benedicto XVI, en una de las alocuciones pronunciadas durante el año paulino, explicaba que Saulo, mientras que al inicio había sido un perseguidor y había utilizado la violencia contra los cristianos, desde el momento de su conversión en el camino de Damasco, se había pasado a la parte de Cristo crucificado, haciendo de Él la razón de su vida y el motivo de su predicación. Entregó toda su vida por las almas (cfr. 2 Cor 12, 15), una vida nada tranquila, llena de insidias y dificultades. En el encuentro con Jesús le quedó muy claro el significado central de la Cruz: comprendió que Jesús había muerto y resucitado por todos y por él mismo. Ambas cosas eran importantes: la universalidad —Jesús murió realmente por todos— y la subjetividad —murió también por mí—. En la Cruz, por tanto, se había manifestado el amor gratuito y misericordioso de Dios[2].

        Detengámonos en estas palabras, ahora que estamos a punto de adentrarnos en la Semana Santa, porque señalan la razón última del Sacrificio de Cristo. Es el Amor lo que ha llevado a Jesús al Calvario. Y ya en la Cruz —puntualiza nuestro Padre—, todos sus gestos y todas sus palabras son de amor, de amor sereno y fuerte[3] Ahondemos en la realidad de que la segunda Persona de la Trinidad se hizo hombre, sin dejar de ser Dios, para asumir libremente el peso de todos los pecados cometidos y los que se cometerán a lo largo de los siglos, ofreciendo al Creador, por nosotros, una reparación de valor infinito. Porque tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él[4].

        ¡Cuántas gracias tenemos que dar a Nuestro Señor, por el amor inmenso que nos ha manifestado y nos sigue manifestando! ¡Qué agradecimiento hemos de mostrar también a la Virgen María, su Madre, que cooperó con su fiat en el designio redentor! Pero no olvidemos que amor con amor se paga. El cariño nuestro, aunque sea grande, resulta nada comparado con el amor infinito de Dios. Es muy cierto, pero el Señor se contenta con ese poco si se lo ofrecemos del todo; el resto lo pone Él; porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado[5].

        Decidámonos, pues, en esta Semana Santa, a dejar con entera generosidad —una vez más— nuestro ser y nuestra vida en las manos de Dios. Descubriremos así, con más hondura, el sentido de la renovación de las promesas bautismales que pronunciamos en la Vigilia pascual. La mayor parte de nosotros nos incorporamos a Cristo y a la Iglesia cuando éramos muy pequeños, porque nuestros padres buscaron en nuestro nombre las aguas regeneradoras del Bautismo. Ahora se nos ofrece la oportunidad litúrgica de ratificar esos compromisos adquiridos; hagámoslo con gratitud y alegría, conscientes del regalo inmenso que Dios nos ha otorgado, y con el deseo de colaborar con Cristo para llevar la salvación a todas las criaturas. Al ver el mundo en los mapas, al leer o escuchar las noticias de los medios de comunicación, ¿deseamos que Él llegue a las almas?

        San Pablo renunció a su propia vida entregándose totalmente al ministerio de la reconciliación, de la Cruz, que es salvación para todos nosotros. Y también nosotros —exhorta el Romano Pontífice— debemos saber hacer esto: podemos encontrar nuestra fuerza precisamente en la humildad del amor, y nuestra sabiduría en la debilidad de renunciar [a nosotros mismos] para entrar así en la fuerza de Dios. Todos debemos formar nuestra vida según esta verdadera sabiduría: no vivir para nosotros mismos, sino vivir en la fe en el Dios del que todos podemos decir: "Me amó y se entregó a sí mismo por mí"[6].

        Difundamos esta certeza entre todas las personas con quienes nos encontremos, aunque —humanamente hablando— las circunstancias se presenten difíciles, también las que ahora se derivan de la crisis económica que afecta de un modo u otro a los países, en las diferentes capas de la sociedad. Utilizando los recursos humanos nobles que se hallen a vuestro alcance para superar las dificultades y para ayudar a otras personas, descubrid la Providencia de Dios en todo lo que os suceda.

        Cabe interrogarnos: ¿cómo es mi reacción ante lo que me disgusta o me supone una contrariedad? ¿Peleo para rectificar y elevar cada cuestión al plano sobrenatural? Después de un momento de vacilación —muy comprensible, porque somos personas humanas— respondamos enseguida y decididamente: ¿Lo quieres, Señor?... ¡Yo también lo quiero![7].

        No perdamos de vista, sin embargo, que después de la Cruz vino la Resurrección y la gloriosa Ascensión al Cielo. El Señor nos llama a acompañarle en su triunfo, al que se llega siempre por la abnegación. La muerte de Cristo en el Calvario no fue la última palabra; la última palabra se nos manifiesta con su glorificación en cuerpo y alma para la gloria del Padre[8]. Lo enseñaba San Pablo a los fieles de Corinto, cuando les escribía: si Cristo no ha resucitado, inútil es nuestra predicación, inútil es también vuestra fe (...), todavía estáis en vuestros pecados[9]. Con esta gran certeza, que los cristianos hemos de tener siempre presente, San Agustín escribía: «No es una cosa grande creer que Cristo murió. Esto también lo creen los paganos, los judíos y todos los perversos. Todos creen que Cristo murió. La fe de los cristianos consiste en la Resurrección de Cristo. Tenemos por grande creer que Cristo resucitó»[10].

        La muerte del Señor —explica Benedicto XVI— demuestra el inmenso amor con el que nos ha amado hasta sacrificarse por nosotros; pero sólo su Resurrección es "prueba segura", es certeza de que lo que afirma es verdad, que vale también para nosotros, para todos los tiempos (...). Es importante reafirmar esta verdad fundamental de nuestra fe, cuya verdad histórica está ampliamente documentada, aunque hoy, como en el pasado, no faltan quienes de formas diversas la ponen en duda o incluso la niegan. El debilitamiento de la fe en la resurrección de Jesús debilita, como consecuencia, el testimonio de los creyentes[11].

        Los sufrimientos humanos y la misma muerte, si no se separan de la fe en el Hijo de Dios, adquieren su verdadero sentido. Me gusta recordaros aquella exhortación de nuestro Padre: tened esta fe sobrenatural, sabed que moveremos montañas, que resucitaremos a los muertos, que daremos voz a las lenguas que no saben hablar... ¡Y eficacia de obras al cuerpo tullido! Saber eso y creer eso, estar seguros del Señor en cada momento concreto, no es fanatismo: es creer en Cristo resucitado, sin cuya Resurrección inanis est et fides vestra (1 Cor 15, 14), es vana nuestra fe[12]. Porque "la teología de la Cruz no es una teoría; es la realidad de la vida cristiana (...). El cristianismo no es el camino de la comodidad; más bien, es una escalada exigente, pero iluminada por la luz de Cristo y por la gran esperanza que nace de Él (...). Sólo así experimentando el sufrimiento, conocemos la vida en su profundidad, en su belleza, en la gran esperanza suscitada por Cristo crucificado y resucitado"[13].

        Por eso, el creyente, asociado voluntariamente a Jesucristo en su misterio pascual, participa en la misión de Cristo y colabora con Él para llevar a su acabamiento —también en el mundo material— la victoria completa del Señor sobre el demonio, el pecado y la muerte. Esta ha sido la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma...; y, con ella, conquistamos la eternidad[14].

        La luz de esta doctrina, proyectándose sobre cada una de nuestras jornadas, nos facilitará vivir a fondo la Pascua, en íntima unión con el Señor. Incorporemos a nuestra respuesta diaria el consejo que daba San Josemaría en una ocasión, cuando le preguntaron cómo tratar mejor a Jesús en la Semana Santa: léete la Pasión del Señor, y medítala, siendo tú un personaje más. Piensa —y lo puedes hacer perfectamente, porque nos invita a esto San Pablo— que aquello está sucediendo ahora, no hace dos mil años: Iesus Christus heri et hodie, ipse et in sæcula (Hb 13, 8). El Señor es el mismo ayer que hoy, y lo será siempre. Te puedes meter entre los discípulos, entre los amigos del Señor, y aun entre los enemigos, a ver qué pasa. Reacciona con tu cabeza y con tu corazón, como hubieras reaccionado al ver cómo lo trataban. Así estarás viviendo muy bien la Semana Santa[15]. Me permito añadir: proponte no dejarle solo; acude para conseguirlo a María.

        A finales de marzo realicé un viaje a Bilbao, invitado por el Obispo de la Diócesis, para pronunciar una conferencia en un congreso sobre los católicos y la vida pública. Aproveché para ir también a Pamplona y a Zaragoza. En esta última ciudad, recé ante la Virgen del Pilar, advocación tan unida a los primeros momentos de la evangelización en España. Repasando los largos ratos de oración de San Josemaría en la basílica zaragozana, rogué con todos vosotros a nuestra Madre por el Papa y sus intenciones, por la Iglesia universal y por esta partecica de la Iglesia, la Obra.

        Sigamos invocando al Señor, bien unidos en la oración. Las próximas semanas nos ofrecen muchas ocasiones. El día 16 nos trae el aniversario del nacimiento del Papa, y el 19 el cuarto aniversario de su elección a la Sede de Pedro: dos fechas muy oportunas para unirnos más a su Persona y a sus intenciones. Poco después, el 20 de abril, se cumplirán quince años desde mi nombramiento como Prelado del Opus Dei; rezad por mí, porque lo necesito. El 23 se cumple un nuevo aniversario de la Confirmación y de la primera Comunión de nuestro Padre. Y a finales de mes, con fecha 29, se celebra la fiesta litúrgica de Santa Catalina de Siena, gran enamorada de la Iglesia y defensora del Romano Pontífice, intercesora de la Obra en el apostolado de la opinión pública. Ya me lleno de alegría al pensar en las oraciones que se alzarán de la tierra al cielo, con ocasión de estas efemérides.

        Con todo cariño, os bendice                              

vuestro Padre                                 
+ Javier

Roma, 1 de abril de 2009.

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[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 95.

[2] Benedicto XVI, Discurso en la audiencia general, 29-X-2008.

[3] San Josemaría, Vía Crucis, XI estación.

[4] Jn 3, 16-17.

[5] Rm 5, 5.

[6] Benedicto XVI, Discurso en la audiencia general, 29-X-2008.

[7] San Josemaría, Camino, n. 762.

[8] Cfr. Flp 2, 5-11.

[9] 1 Cor 15, 14.17.

[10] San Agustín, Enarraciones sobre los Salmos, 120, 6 (CCL 40, 1791).

[11] Benedicto XVI, Discurso en la audiencia general, 26-III-2008.

[12] San Josemaría, Apuntes tomados de una meditación, 30-III-1964.

[13] Benedicto XVI, Discurso en la audiencia general, 5-XI-2008.

[14] San Josemaría, Surco, n. 887.

[15] San Josemaría, Apuntes tomados en una tertulia, 16-IV-1973.