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Obras
Completas
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Santa
Teresa de Jesús
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Creer
y amar con Benedicto XVI
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José
Luis García labrado
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Alexia:
alegría y heroísmo en la enfermedad
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Miguel
Angel Monge
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La
esencia del cristianismo
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Romano
Guardini
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La
vida de Jesucristo en la predicacion de Juan Pablo II
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Pedro
Beteta
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Práctica
del amor a Jesucristo
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San
Alfonso María de Ligorio
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La
escuela del Espiritu Santo
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Jacques
Philippe
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La
Virgen Nuestra Señora (26ª ed.)
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Después
de esta vida (5ª ed.)
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Queridos hermanos
y hermanas,
queridos
jóvenes:
Junto con una creciente
muchedumbre de peregrinos, Jesús había subido a Jerusalén
para la Pascua. En la última etapa del camino, cerca de Jericó,
había curado al ciego Bartimeo, que lo había invocado
como Hijo de David y suplicado piedad. Ahora que ya podía ver,
se había sumado con gratitud al grupo de los peregrinos. Cuando
a las puertas de Jerusalén Jesús montó en un borrico,
que simbolizaba el reinado de David, entre los peregrinos explotó
espontáneamente la alegre certeza: Es él, el Hijo de David.
Y saludan a Jesús con la aclamación mesiánica:
"¡Bendito el que viene en nombre del Señor!";
y añaden: "¡Bendito el reino que llega, el de nuestro
padre David! ¡Hosanna en el cielo!", (Mc 11,9s). No sabemos
cómo se imaginaban exactamente los peregrinos entusiastas el
reino de David que llega. Pero nosotros, ¿hemos entendido realmente
el mensaje de Jesús, Hijo de David? ¿Hemos entendido lo
que es el Reino del que habló al ser interrogado por Pilato?
¿Comprendemos lo que quiere decir que su Reino no es de este
mundo? ¿O acaso quisiéramos más bien que fuera
de este mundo?
San Juan, en su
Evangelio, después de narrar la entrada en Jerusalén,
añade una serie de dichos de Jesús, en los que Él
explica lo esencial de este nuevo género de reino. A simple vista
podemos distinguir en estos textos tres imágenes diversas del
reino en las que, aunque de modo diferente, se refleja el mismo misterio.
Ante todo, Juan relata que, entre los peregrinos que querían
"adorar a Dios" durante la fiesta, había también
algunos griegos (cf. 12,20). Fijémonos en que el verdadero objetivo
de estos peregrinos era adorar a Dios. Esto concuerda perfectamente
con lo que Jesús dice en la purificación del Templo: "Mi
casa será llamada casa de oración para todos los pueblos"
(Mc 11,17). La verdadera meta de la peregrinación ha de ser encontrar
a Dios, adorarlo, y así poner en el justo orden la relación
de fondo de nuestra vida. Los griegos están en busca de Dios,
con su vida están en camino hacia Dios. Ahora, mediante dos Apóstoles
de lengua griega, Felipe y Andrés, hacen llegar al Señor
esta petición: "Quisiéramos ver a Jesús"
(Jn 12,21). Son palabras mayores. Queridos amigos, por eso nos hemos
reunido aquí: Queremos ver a Jesús. Para eso han ido a
Sydney el año pasado miles de jóvenes. Ciertamente, habrán
puesto muchas ilusiones en esta peregrinación. Pero el objetivo
esencial era éste: Queremos ver a Jesús.
¿Qué
dijo, qué hizo Jesús en aquel momento ante esta petición?
En el Evangelio no aparece claramente que hubiera un encuentro entre
aquellos griegos y Jesús. La vista de Jesús va mucho más
allá. El núcleo de su respuesta a la solicitud de aquellas
personas es: "Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda
infecundo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12,24). Y esto quiere
decir: ahora no tiene importancia un coloquio más o menos breve
con algunas personas, que después vuelven a casa. Vendré
al encuentro del mundo de los griegos como grano de trigo muerto y resucitado,
de manera totalmente nueva y por encima de los límites del momento.
Por su resurrección, Jesús supera los límites del
espacio y del tiempo. Como Resucitado, recorre la inmensidad del mundo
y de la historia. Sí, como Resucitado, va a los griegos y habla
con ellos, se les manifiesta, de modo que ellos, los lejanos, se convierten
en cercanos y, precisamente en su lengua, en su cultura, la palabra
de Jesús irá avanzando y será entendida de un modo
nuevo: así viene su Reino. Por tanto, podemos reconocer dos características
esenciales de este Reino. La primera es que este Reino pasa por la cruz.
Puesto que Jesús se entrega totalmente, como Resucitado puede
pertenecer a todos y hacerse presente a todos. En la sagrada Eucaristía
recibimos el fruto del grano de trigo que muere, la multiplicación
de los panes que continúa hasta el fin del mundo y en todos los
tiempos. La segunda característica dice: su Reino es universal.
Se cumple la antigua esperanza de Israel: esta realeza de David ya no
conoce fronteras. Se extiende "de mar a mar", como dice el
profeta Zacarías (9,10), es decir, abarca todo el mundo. Pero
esto es posible sólo porque no es la soberanía de un poder
político, sino que se basa únicamente en la libre adhesión
del amor; un amor que responde al amor de Jesucristo, que se ha entregado
por todos. Pienso que siempre hemos de aprender de nuevo ambas cosas.
Ante todo, la universalidad, la catolicidad. Ésta significa que
nadie puede considerarse a sí mismo, a su cultura a su tiempo
y su mundo como absoluto. Y eso requiere que todos nos acojamos recíprocamente,
renunciando a algo nuestro. La universalidad incluye el misterio de
la cruz, la superación de sí mismos, la obediencia a la
palabra de Jesucristo, que es común, en la común Iglesia.
La universalidad es siempre una superación de sí mismos,
renunciar a algo personal. La universalidad y la cruz van juntas. Sólo
así se crea la paz.
La palabra sobre
el grano de trigo que muere sigue formando parte de la respuesta de
Jesús a los griegos, es su respuesta. Pero, a continuación,
Él formula una vez más la ley fundamental de la existencia
humana: "El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se
aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la
vida eterna" (Jn 12,25). Es decir, quien quiere tener su vida para
sí, vivir sólo para él mismo, tener todo en puño
y explotar todas sus posibilidades, éste es precisamente quien
pierde la vida. Ésta se vuelve tediosa y vacía. Solamente
en el abandono de sí mismo, en la entrega desinteresada del yo
en favor del tú, en el "sí" a la vida más
grande, la vida de Dios, nuestra vida se ensancha y engrandece. Así,
este principio fundamental que el Señor establece es, en último
término, simplemente idéntico al principio del amor. En
efecto, el amor significa dejarse a sí mismo, entregarse, no
querer poseerse a sí mismo, sino liberarse de sí: no replegarse
sobre sí mismo - ¡qué será de mí!
- sino mirar adelante, hacia el otro, hacia Dios y hacia los hombres
que Él pone a mi lado. Y este principio del amor, que define
el camino del hombre, es una vez más idéntico al misterio
de la cruz, al misterio de muerte y resurrección que encontramos
en Cristo. Queridos amigos, tal vez sea relativamente fácil aceptar
esto como gran visión fundamental de la vida. Pero, en la realidad
concreta, no se trata simplemente de reconocer un principio, sino de
vivir su verdad, la verdad de la cruz y la resurrección. Y por
ello, una vez más, no basta una única gran decisión.
Indudablemente, es importante, esencial, lanzarse a la gran decisión
fundamental, al gran "sí" que el Señor nos pide
en un determinado momento de nuestra vida. Pero el gran "sí"
del momento decisivo en nuestra vida - el "sí" a la
verdad que el Señor nos pone delante - ha de ser después
reconquistado cotidianamente en las situaciones de todos los días
en las que, una y otra vez, hemos de abandonar nuestro yo, ponernos
a disposición, aun cuando en el fondo quisiéramos más
bien aferrarnos a nuestro yo. También el sacrificio, la renuncia,
son parte de una vida recta. Quien promete una vida sin este continuo
y renovado don de sí mismo, engaña a la gente. Sin sacrificio,
no existe una vida lograda. Si echo una mirada retrospectiva sobre mi
vida personal, tengo que decir que precisamente los momentos en que
he dicho "sí" a una renuncia han sido los momentos
grandes e importantes de mi vida.
Finalmente, san
Juan ha recogido también en su relato de los dichos del Señor
para el "Domingo de Ramos" una forma modificada de la oración
de Jesús en el Huerto de los Olivos. Ante todo una afirmación:
"Mi alma está agitada" (12,27). Aquí aparece
el pavor de Jesús, ampliamente descrito por los otros tres evangelistas:
su terror ante el poder de la muerte, ante todo el abismo de mal que
ve, y al cual debe bajar. El Señor sufre nuestras angustias junto
con nosotros, nos acompaña a través de la última
angustia hasta la luz. En Juan, siguen después dos súplicas
de Jesús. La primera formulada sólo de manera condicional:
"¿Qué diré? Padre, líbrame de esta
hora" (12,27). Como ser humano, también Jesús se
siente impulsado a rogar que se le libre del terror de la pasión.
También nosotros podemos orar de este modo. También nosotros
podemos lamentarnos ante el Señor, como Job, presentarle todas
las nuestras peticiones que surgen en nosotros frente a la injusticia
en el mundo y las trabas de nuestro propio yo. Ante Él, no hemos
de refugiarnos en frases piadosas, en un mundo ficticio. Orar siempre
significa luchar también con Dios y, como Jacob, podemos decirle:
"no te soltaré hasta que me bendigas" (Gn 32,27). Pero
luego viene la segunda petición de Jesús: "Glorifica
tu nombre" (Jn 12,28). En los sinópticos, este ruego se
expresa así: "No se haga mi voluntad, sino la tuya"
(Lc 22,42). Al final, la gloria de Dios, su señoría, su
voluntad, es siempre más importante y más verdadera que
mi pensamiento y mi voluntad. Y esto es lo esencial en nuestra oración
y en nuestra vida: aprender este orden justo de la realidad, aceptarlo
íntimamente; confiar en Dios y creer que Él está
haciendo lo que es justo; que su voluntad es la verdad y el amor; que
mi vida se hace buena si aprendo a ajustarme a este orden. Vida, muerte
y resurrección de Jesús, son para nosotros la garantía
de que verdaderamente podemos fiarnos de Dios. De este modo se realiza
su Reino.
Queridos amigos.
Al término de esta liturgia, los jóvenes de Australia
entregarán la Cruz de la Jornada Mundial de la Juventud a sus
coetáneos de España. La Cruz está en camino de
una a otra parte del mundo, de mar a mar. Y nosotros la acompañamos.
Avancemos con ella por su camino y así encontraremos nuestro
camino. Cuando tocamos la Cruz, más aún, cuando la llevamos,
tocamos el misterio de Dios, el misterio de Jesucristo: el misterio
de que Dios ha tanto amado al mundo, a nosotros, que entregó
a su Hijo único por nosotros (cf. Jn 3,16). Toquemos el misterio
maravilloso del amor de Dios, la única verdad realmente redentora.
Pero hagamos nuestra también la ley fundamental, la norma constitutiva
de nuestra vida, es decir, el hecho que sin el "sí"
a la Cruz, sin caminar día tras día en comunión
con Cristo, no se puede lograr la vida. Cuanto más renunciemos
a algo por amor de la gran verdad y el gran amor - por amor de la verdad
y el amor de Dios -, tanto más grande y rica se hace la vida.
Quien quiere guardar su vida para sí mismo, la pierde. Quien
da su vida - cotidianamente, en los pequeños gestos que forman
parte de la gran decisión -, la encuentra. Esta es la verdad
exigente, pero también profundamente bella y liberadora, en la
que queremos entrar paso a paso durante el camino de la Cruz por los
continentes. Que el Señor bendiga este camino. Amén.
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