(Marzo 2009)
Carta de Monseñor Javier Echevarría a los fieles del Opus Dei
La oración de los cristianos es una "sinfonía de corazones". Mons. Echevarría retoma esta expresión de Benedicto XVI en su carta mensual para expresar la fuerza y la belleza que tiene rezar unidos.
01 de marzo de 2009 www.opusdei.org
Jesús de Nazaret
Itinerarios de vida cristiana

Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

        Hemos comenzado la Cuaresma, y es necesario que recorramos este tiempo con verdaderas hambres de conversión. La Iglesia recomienda que cuidemos de modo especial la oración, el espíritu de penitencia y las obras de caridad, en preparación para la Pascua, con la determinación de que no sea una Cuaresma más. Por eso, tratemos de vivir a fondo estas semanas, correspondiendo con exigencia personal a las abundantes gracias del Espíritu Santo.

        Como bien conocéis, el Santo Padre interrumpe sus actividades ordinarias durante unos días en estas fechas, para dedicarse más a la oración, con su curso de retiro espiritual. Esta costumbre de la Curia romana nos ayuda a aumentar nuestra oración por el Papa que, además, el 19 de marzo celebra su fiesta onomástica; y le acompañaremos espiritualmente también en su viaje a Camerún y a Angola, del 17 al 23 de este mes. Responderemos así a la petición expresa que dirigía a los católicos en los días pasados, con motivo de la fiesta de la Cátedra de San Pedro. Esta fiesta —decía— me ofrece la ocasión de pediros que me acompañéis con vuestras plegarias para que pueda cumplir fielmente el alto encargo que la Providencia divina me ha confiado como Sucesor del Apóstol Pedro. Invoquemos para esto a la Virgen María, que ayer aquí, en Roma, hemos celebrado con el hermoso título de "Virgen de la Confianza". Le pedimos también que nos ayude a entrar con las debidas disposiciones del alma en el tiempo de Cuaresma (...). Que María abra nuestros corazones a la conversión y a la escucha dócil de la Palabra de Dios[1].

        Me ha conmovido esta petición del Padre común a todos sus hijos e hijas, continuación de la que ya nos sugirió en los días de su elección a la cátedra de San Pedro, hace casi cuatro años. La solemnidad de San José, Patrono de la Iglesia universal[2], constituye un motivo más para rezar por la Iglesia y por el Papa. En efecto, como señalaba Juan Pablo II hace unos años, «los Padres de la Iglesia, inspirándose en el Evangelio, han subrayado que San José, al igual que cuidó amorosamente a María y se dedicó con gozoso empeño a la educación de Jesucristo (cfr. San Ireneo, Adversus haereses, IV, 23, 1), también custodia y protege su Cuerpo místico, la Iglesia, de la que la Virgen Santa es figura y modelo»[3].

        Recordemos la promesa del Señor: os aseguro que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra sobre cualquier cosa que quieran pedir, mi Padre que está en los cielos se lo concederá[4]. Permanezcamos, por tanto, bien unidos en la petición, cerrando filas como un ejército en orden de batalla[5], una batalla de paz y de alegría.

        Comentando esas palabras del Evangelio, que acabo de transcribir, Benedicto XVI señala que el verbo que usa el evangelista para decir "se ponen de acuerdo" (...) encierra la referencia a una "sinfonía" de corazones. Esto es lo que influye en el corazón de Dios. El acuerdo en la oración resulta importante para que la acoja el Padre celestial[6]. Sigamos muy pegados al Papa y a sus intenciones, pues de esta manera estaremos muy unidos a Cristo y, con Él, por el Espíritu Santo, nuestra plegaria arribará eficazmente a Dios Padre.

        La unión con la Cabeza visible del Cuerpo místico es esencial en la Iglesia. Es muy ilustrativo leer, en los Hechos de los Apóstoles, que cuando el rey Herodes encarceló a San Pedro, con el propósito de matarle, la Iglesia rogaba incesantemente por él a Dios[7]. El resultado fue la liberación del Apóstol por ministerio de un ángel.

        También San Pablo nos ofrece un ejemplo estupendo de unión con la cabeza. Viene muy oportuno recordarlo en este año paulino, como comentaba el Santo Padre en la solemnidad litúrgica de los dos Santos Apóstoles. Refiriéndose a una imagen típica de la iconografía cristiana, que los muestra dándose un abrazo, quiso resaltar que en los escritos del Nuevo Testamento podemos seguir, por decirlo así, el desarrollo de su abrazo, de este formar unidad en el testimonio y en la misión. Todo comienza cuando San Pablo, tres años después de su conversión, va a Jerusalén "para conocer a Cefas" (Gal 1, 18). Catorce años después, sube de nuevo a Jerusalén para exponer "a las personas más notables" el Evangelio que proclama (...). Al final de este encuentro, Santiago, Cefas y Juan le tienden la mano, confirmando así la comunión que los une en el único Evangelio de Jesucristo (cfr. Gal 2, 9).

        Un hermoso signo de este abrazo interior que se profundiza, que se desarrolla a pesar de la diferencia de temperamentos y tareas, es el hecho de que los colaboradores mencionados al final de la primera carta de San Pedro —Silvano y Marcos—, también son íntimos colaboradores de San Pablo. Al tener los mismos colaboradores, se manifiesta de modo muy concreto la comunión de la única Iglesia, el abrazo de los grandes Apóstoles[8].

        Los dos Apóstoles ofrecieron en Roma el supremo testimonio de Cristo, con su martirio. El deseo de San Pablo de venir a Roma subraya sobre todo la palabra catholica. El camino de San Pedro hacia Roma, como representante de los pueblos del mundo, se rige sobre todo por la palabra una: su tarea consiste en crear la unidad de la catholica, de la Iglesia formada por judíos y paganos, de la Iglesia de todos los pueblos.

        Esta es la misión permanente de San Pedro: hacer que la Iglesia no se identifique jamás con una sola nación, con una sola cultura o con un solo Estado. Que sea siempre la Iglesia de todos. Que reúna a la humanidad por encima de todas las fronteras y, en medio de las divisiones de este mundo, haga presente la paz de Dios, la fuerza reconciliadora de su amor[9].

        En los últimos años de su vida terrena, San Josemaría insistía en que era tiempo de rezar y de reparar; y tiempo de dar gracias, porque la ayuda de Dios no falta. Así hemos de continuar comportándonos: llenos de optimismo y de confianza, porque —como aseguraba gráficamente nuestro Padre— non est abbreviata manus Domini, no se ha hecho más corta la mano de Dios (Is 59, 1): no es menos poderoso Dios hoy que en otras épocas, ni menos verdadero su amor por los hombres[10]. Los cristianos debemos colaborar con nuestra oración y nuestra expiación, con nuestro trabajo realizado con perfección humana, en unión con el Sacrificio del altar. Si tratamos al Señor en la oración, caminaremos con la mirada despejada que nos permita distinguir, también en los acontecimientos que a veces no entendemos o que nos producen llanto o dolor, la acción del Espíritu Santo[11].

        ¡Qué buen día el 19 de marzo para que los cristianos reafirmemos nuestro empeño de caminar muy cerca de Jesucristo, de renovar nuestra entrega al Señor, de estar pendientes de Él como San José, que gastó sus años junto a Jesús en Nazaret! La meditación de otros consejos de San Josemaría, en este contexto de oración por la Iglesia y por el Romano Pontífice, nos ayudará a celebrar mejor esa gran fiesta.

        Predicaba nuestro Padre en 1964: para defender a la Iglesia, para hacer bien a las almas, para corredimir con Cristo, para ser buenos hijos del Papa, no tengo otra receta que ésta: santidad. Vosotros me diréis que es difícil. Sí, pero —al mismo tiempo— es fácil: está al alcance de la mano. Todas las almas redimidas por Jesucristo tenemos, con la receta, la medicina: basta que queramos[12].

        Al acabar el mes de marzo, comienza enseguida la Semana Santa: la conmemoración litúrgica del triunfo de Nuestro Señor sobre la muerte, el demonio y el pecado. No perdamos nunca de vista esta realidad, sobre todo cuando las dificultades externas o interiores, que Dios a veces permite, nos afecten más de cerca. Porque Cristo vive. Esta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe. Jesús, que murió en la Cruz, ha resucitado, ha triunfado de la muerte, del poder de las tinieblas, del dolor y de la angustia (...).

        Cristo vive: Cristo no es una figura que pasó, que existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un recuerdo y un ejemplo maravillosos.

        No: Cristo vive. Jesús es el Emmanuel: Dios con nosotros. Su Resurrección nos revela que Dios no abandona a los suyos. ¿Puede la mujer olvidarse del fruto de su vientre, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidare, Yo no me olvidaré de ti (Is 49, 14-15), había prometido. Y ha cumplido su promesa. Dios sigue teniendo sus delicias entre los hijos de los hombres (cfr. Prv 8, 31)[13].

        Acudamos siempre a la intercesión de San Josemaría, también el día 28, aniversario de su ordenación sacerdotal. Pidámosle que nos haga partícipes de su optimismo sobrenatural, de su amor al mundo, para que sepamos llevar por todas partes, con la seguridad de los hijos de Dios, esta hermosísima batalla de amor y de paz a la que el Señor nos ha convocado. Recordemos que nuestro Padre, que hubo de padecer no pocas contradicciones, por su amor incondicionado al Señor y a su Iglesia santa, repetía que el gozo incomparable de la filiación divina le aseguraba —jornada tras jornada— en la idea clara, firme, de que Cristo es el vencedor, y que el mensaje cristiano se abrirá paso en todos los hombres de buena voluntad: llenémonos de confianza, quia Deus nobiscum est!, porque Dios está con nosotros[14]. Y contamos con la intercesión del queridísimo don Álvaro, que se nos marchó al Cielo —con su paz característica— el 23 de marzo de 1994.

        Ayer regresé de un rápido viaje a Budapest. Allí, como en tantos otros lugares, el espíritu de la Obra se va abriendo camino, llevando consigo el amor a la Iglesia, al Romano Pontífice y a todas las almas que le es característico. ¡Demos muchas gracias a Dios! Y esta noche comenzaré el curso de retiro: ayudadme, como procuro cada día ayudaros a todos vosotros.

        Con todo cariño, os bendice

        vuestro Padre

        + Javier

        Roma, 1 de marzo de 2009.

 

 



[1] Benedicto XVI, Palabras al final del Ángelus, 22-II-2009.

[2] Cfr. León XIII, Carta enc. Quamquam pluries, 15-VIII-1889.

[3] Juan Pablo II, Ex. ap. Redemptoris Custos, 15-VIII-1989, n. 1.

[4] Mt 18, 19.

[5] Ct 6, 4.

[6] Benedicto XVI, Homilía en las Vísperas de la fiesta de la Conversión de San Pablo, 25-I-2006.

[7] Hch 12, 5.

[8] Benedicto XVI, Homilía en la solemnidad de San Pedro y San Pablo, 29-VI-2008.

[9] Ibid.

[10] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 130.

[11] San Josemaría, Homilía Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972.

[12] San Josemaría, Apuntes tomados de una meditación, 28-V-1964.

[13] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 102.

[14] Cfr. Rm 8, 31.