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La
auténtica educación para la Ciudadanía
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El
Señor: mediaciones sobre la persona y la vida de
Jesucristo (2 ed)
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Cuentos
y leyendas cristianos
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Rossana
Guarnieri
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El
Evangelio en imágenes
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Jean-François
Kieffer, Christine Ponsard
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Hipótesis
sobre María
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Vittorio
Messori
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La
anunciación a María
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Paul
Claudel
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Dicen
que ha resucitado
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Vittorio
Messori
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El
último cruzado
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Louis
de Wohl
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Dentro
de cinco horas veré a Jesús
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Jacques
Fesch
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La
esencia del cristianismo
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Romano
Guardini
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El
torrente oculto
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Ronald
A. Knox
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Vencer
el miedo
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Magdi
Allam
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Palabra
de Dios para los Domingos y Fiestas
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David
Amado
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Santos
de pantalón corto
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Javier
Paredes
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El
libro del Culto a la Virgen (Edición Familiar) Mod. A
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VV.AA.
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Un
regalo del cielo
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Pedro
Antonio Urbina
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Excelencias,
Señoras
y Señores:
El misterio de
la encarnación del Verbo, que conmemoramos cada año en
la Fiesta de la Navidad, nos invita a meditar sobre los acontecimientos
que marcan el curso de la historia. Precisamente a la luz de este misterio
colmado de esperanza, se sitúa este tradicional encuentro con
ustedes, ilustres miembros del Cuerpo diplomático acreditado
ante la Santa Sede, como una ocasión privilegiada para intercambiar
nuestros mejores deseos al comienzo de este año. Me dirijo en
primer lugar a Su Excelencia el Embajador Alejandro Valladares Lanza,
para agradecerle el saludo que amablemente me ha dirigido, por primera
vez, en calidad de Decano del Cuerpo diplomático. Mi saludo deferente
se extiende a cada uno de ustedes, así como a sus familias y
colaboradores y, por su medio, a los pueblos y gobiernos de los países
que representan. Para todos, pido a Dios el don de un año lleno
de justicia, serenidad y paz.
Al comienzo de
este año 2009, mi pensamiento se dirige con afecto, ante todo,
a los que han sufrido a causa de las graves catástrofes naturales,
en particular en Vietnam, Birmania, China y Filipinas, en América
central y el Caribe, en Colombia y en Brasil, o bien a causa de sangrantes
conflictos nacionales o regionales o de atentados terroristas que han
sembrado la muerte y la destrucción en países como Afganistán,
India, Pakistán y Argelia. No obstante los muchos esfuerzos realizados,
la tan deseada paz todavía está lejana. De cara a esta
constante, no hay que desanimarse ni atenuar el compromiso a favor de
una auténtica cultura de paz, sino, por el contrario, redoblar
los esfuerzos a favor de la seguridad y el desarrollo. En este sentido,
la Santa Sede ha procurado estar entre los primeros en firmar y ratificar
la "Convención sobre las bombas de racimo", documento
que tiene también el propósito de reforzar el derecho
internacional humanitario. Por otra parte, observando con preocupación
los síntomas de crisis que se perciben en el campo del desarme
y de la no proliferación nuclear, la Santa Sede no cesa de recordar
que no se puede construir la paz cuando los gastos militares sustraen
enormes recursos humanos y materiales a los proyectos de desarrollo,
especialmente de los países más pobres.
Siguiendo el Mensaje
para la Jornada mundial de la Paz, que he dedicado este año al
tema "combatir la pobreza, construir la paz", quisiera hoy
dirigir mi atención hacia los pobres, los muy numerosos pobres
de nuestro planeta. Las palabras con las que el Papa Pablo VI comenzaba
su reflexión en la Encíclica Populorum progressio no han
perdido su actualidad: "Verse libres de la miseria, hallar con
más seguridad la propia subsistencia, la salud, una ocupación
estable; participar todavía más en las responsabilidades,
fuera de toda opresión y al abrigo de situaciones que ofenden
su dignidad de hombres; ser más instruidos; en una palabra, hacer,
conocer y tener más para ser más: tal es la aspiración
de los hombres de hoy, mientras que un gran número de ellos se
ven condenados a vivir en condiciones, que hacen ilusorio este legítimo
deseo" (n. 6). Para construir la paz, conviene dar nuevamente esperanza
a los pobres. ¿Cómo no pensar en tantas personas y familias
afectadas por las dificultades y las incertidumbres que la actual crisis
financiera y económica ha provocado a escala mundial? ¿Cómo
no evocar la crisis alimenticia y el calentamiento climático,
que dificultan todavía más el acceso a los alimentos y
al agua a los habitantes de las regiones más pobres del planeta?
Desde ahora, es urgente adoptar una estrategia eficaz para combatir
el hambre y favorecer el desarrollo agrícola local, más
aún cuando el porcentaje de pobres aumenta incluso en los países
ricos. En esta perspectiva, me alegro que, desde la reciente Conferencia
de Doha sobre la financiación para el desarrollo, hayan sido
establecidos criterios útiles para orientar la dirección
del sistema económico y poder ayudar a los más débiles.
Yendo más al fondo de la cuestión, para resanar la economía,
es necesario crear una nueva confianza. Este objetivo sólo se
podrá alcanzar a través de una ética fundada en
la dignidad innata de la persona humana. Sé bien que esto es
exigente, pero no es una utopía. Hoy más que nunca, nuestro
porvenir está en juego, al igual que el destino de nuestro planeta
y sus habitantes, en primer lugar de las generaciones jóvenes
que heredan un sistema económico y un tejido social duramente
cuestionado.
Señoras
y Señores, si queremos combatir la pobreza, debemos invertir
ante todo en la juventud, educándola en un ideal de auténtica
fraternidad. En mis viajes apostólicos del año pasado,
tuve la ocasión de encontrar a muchos jóvenes, sobre todo
en el marco extraordinario de la celebración de la XXIII Jornada
Mundial de la Juventud, en Sydney, Australia. Mis viajes apostólicos,
comenzando por la visita a los Estados Unidos, me permitieron percibir
las expectativas de muchos sectores de la sociedad con respecto a la
Iglesia católica. En esta fase delicada de la historia de la
humanidad, marcada por incertidumbres e interrogantes, muchos esperan
que la Iglesia ejerza con decisión y claridad su misión
evangelizadora y su obra de promoción humana. Mi discurso en
la Sede de la Organización de las Naciones Unidas se sitúa
en este contexto: sesenta años después de la adopción
de la Declaración universal de los derechos humanos, quise poner
de relieve que este documento se basa en la dignidad de la persona humana,
y ésta a su vez en la naturaleza común a todos que trasciende
las diversas culturas. Algunos meses más tarde, en mi peregrinación
a Lourdes con ocasión del ciento cincuenta aniversario de las
apariciones de la Virgen María a Santa Bernadette, quise subrayar
que el mensaje de conversión y de amor que se irradia desde la
gruta de Massabielle sigue teniendo gran actualidad, como una invitación
constante a construir nuestra existencia y las relaciones entre los
pueblos sobre unas bases de respeto y de fraternidad auténticas,
conscientes de que esta fraternidad presupone un Padre común
a todos los hombres, el Dios Creador. Por otra parte, una sociedad sanamente
laica no ignora la dimensión espiritual y sus valores, porque
la religión, y me pareció útil repetirlo durante
mi viaje pastoral a Francia, no es un obstáculo, sino más
bien al contrario un fundamento sólido para la construcción
de una sociedad más justa y libre.
Las discriminaciones
y los graves ataques de los que han sido víctimas, el año
pasado, millares de cristianos, muestran cómo la que socava la
paz no es sólo la pobreza material, sino también la pobreza
moral. De hecho, es en la pobreza moral, donde dichas atrocidades hunden
sus raíces. Al reafirmar la valiosa contribución que las
religiones pueden dar a la lucha contra la pobreza y a la construcción
de la paz, quisiera repetir ante esta asamblea que representa idealmente
a todas las naciones del mundo: el cristianismo es una religión
de libertad y de paz y está al servicio del auténtico
bien de la humanidad. Renuevo el testimonio de mi afecto paternal a
nuestros hermanos y hermanas víctimas de la violencia, especialmente
en Iraq y en la India; pido incesantemente a las autoridades civiles
y políticas que se dediquen con energía a poner fin a
la intolerancia y a las vejaciones contra los cristianos, que intervengan
para reparar los daños causados, en particular en los lugares
de culto y en las propiedades; que alienten por todos los medios el
justo respeto hacia todas las religiones, proscribiendo todas las formas
de odio y de desprecio. Deseo también que en el mundo occidental
no se cultiven prejuicios u hostilidades contra los cristianos, simplemente
porque, en ciertas cuestiones, su voz perturba. Por su parte, que los
discípulos de Cristo, ante tales pruebas, no pierdan el ánimo:
el testimonio del Evangelio es siempre un "signo de contradicción"
con respecto al "espíritu del mundo". Si las tribulaciones
son duras, la constante presencia de Cristo es un consuelo eficaz. Su
Evangelio es un mensaje de salvación para todos y por esto no
puede ser confinado en la esfera privada, sino que debe ser proclamado
desde las azoteas, hasta los confines de la tierra.
El nacimiento de
Cristo en la pobre gruta de Belén nos lleva naturalmente a evocar
la situación del Medio Oriente y, en primer lugar, de Tierra
Santa, donde, en estos días, asistimos a un recrudecimiento de
la violencia que ha provocado daños y sufrimientos inmensos entre
las poblaciones civiles. Esta situación complica aún más
la búsqueda de una salida vivamente anhelada por muchos de ellos
y por el mundo entero al conflicto entre Israelíes y Palestinos.
Una vez más, quisiera señalar que la opción militar
no es una solución y la violencia, venga de donde venga y bajo
cualquier forma que adopte, ha de ser firmemente condenada. Deseo que,
con el compromiso determinante de la comunidad internacional, la tregua
en la franja de Gaza vuelva a estar vigente, ya que es indispensable
para volver aceptables las condiciones de vida de la población,
y que sean relanzadas las negociaciones de paz renunciando al odio,
a la provocación y al uso de las armas. Es muy importante que,
con ocasión de las cruciales citas electorales que implicarán
a muchos habitantes de la región en los próximos meses,
surjan dirigentes capaces de hacer progresar con determinación
este proceso para guiar a sus pueblos hacia la ardua pero indispensable
reconciliación. A ella no se podrá llegar sin adoptar
un acercamiento global a los problemas de estos países, en el
respecto de las aspiraciones y de los legítimos intereses de
todas las poblaciones involucradas. Además de los renovados esfuerzos
para la solución del conflicto israelopalestino, que acabo de
mencionar, es preciso dar un respaldo convencido al diálogo entre
Israel y Siria y, en el Líbano, apoyar la consolidación
en curso de las instituciones, que será tanto más eficaz
si se lleva a cabo en un espíritu de unidad. A los iraquíes,
que se preparan para retomar totalmente en su mano su propio destino,
dirijo una particular palabra de ánimo para pasar página
y mirar al futuro con el fin de construirlo sin discriminaciones de
raza, de etnia o religión. Por lo que concierne a Irán,
no debe dejarse de buscar una solución negociada a la controversia
sobre el programa nuclear, a través de un mecanismo que permita
satisfacer las exigencias legítimas del país y de la comunidad
internacional. Dicho resultado favorecerá en gran medida la distensión
regional y mundial.
Dirigiendo la mirada
al gran continente asiático, constato con preocupación
que en ciertos países perdura la violencia y que en otros la
situación política permanece tensa, pero existen progresos
que permiten mirar al futuro con una confianza mayor. Pienso, por ejemplo,
en la reanudación de nuevas negociaciones de paz en Mindanao,
en Filipinas, y en el nuevo curso que están tomando las relaciones
entre Pekín y Taipei. En este mismo contexto de búsqueda
de la paz, una solución definitiva del conflicto en Sri Lanka
debe ser también política, mientras que las necesidades
humanitarias de las poblaciones afectadas deben continuar siendo objeto
de continua atención. Las comunidades cristianas que viven en
Asia a menudo son pequeñas desde el punto de vista numérico,
pero desean ofrecer una contribución convencida y eficaz al bien
común, a la estabilidad y al progreso de sus países, dando
un testimonio de la primacía de Dios, que establece una sana
jerarquía de valores y otorga una libertad más fuerte
que las injusticias. La reciente beatificación en Japón
de ciento ochenta y ocho mártires lo ha puesto de relieve de
forma elocuente. La Iglesia, como se ha dicho muchas veces, no pide
privilegios, sino la aplicación del principio de libertad religiosa
en toda su extensión. En este contexto, es importante que, en
Asia central, las legislaciones sobre las comunidades religiosas garanticen
el pleno ejercicio de este derecho fundamental, en el respeto de las
normas internacionales.
Dentro de algunos
meses, tendré la alegría de encontrar a muchos hermanos
en la fe y en la existencia humana que viven en África. En la
espera de esta visita que tanto he deseado, pido al Señor que
sus corazones estén dispuestos a acoger el Evangelio y a vivirlo
con coherencia, construyendo la paz a través de la lucha contra
la pobreza moral y material. La infancia ha de ser objeto de una atención
del todo particular: veinte años después de la adopción
de la Convención sobre los derechos de los niños, éstos
siguen siendo muy vulnerables. Muchos niños viven el drama de
los refugiados y los desplazados en Somalia, en Darfur y en la República
democrática del Congo. Se trata de flujos migratorios que afectan
a millones de personas que tienen necesidad de ayuda humanitaria y que
ante todo están privadas de sus derechos elementales y heridas
en su dignidad. Pido a los responsables políticos, a nivel nacional
e internacional, que tomen todas las medidas necesarias para resolver
los conflictos abiertos y pongan fin a las injusticias que los han provocado.
Deseo que en Somalia, la restauración del Estado pueda finalmente
progresar, para que cesen los interminables sufrimientos de los habitantes
de ese país. Asimismo, en Zimbabwe la situación es crítica
y es necesaria gran cantidad de ayuda humanitaria. Los acuerdos de paz
de Burundi han proporcionado un rayo de esperanza a la región.
Expreso mis deseos para que sean plenamente aplicados y se conviertan
en fuente de inspiración para otros países, que no han
encontrado todavía la vía de la reconciliación.
La Santa Sede, como ustedes saben, sigue con una atención especial
el continente africano y está feliz de haber establecido el año
pasado las relaciones diplomáticas con Botswana.
En ese vasto panorama,
que abraza el mundo entero, deseo asimismo detenerme un momento en América
Latina. Allí también, los pueblos aspiran a vivir en paz,
libres de la pobreza y ejerciendo libremente sus derechos fundamentales.
En este contexto, hay que desear que las legislaciones tengan en cuenta
las necesidades de los que emigran facilitando el reagrupamiento familiar
y conciliando las legítimas exigencias de seguridad con las del
respeto inviolable de la persona. Quisiera alabar también el
compromiso prioritario de ciertos gobiernos para restablecer la legalidad
y emprender una lucha sin cuartel contra el tráfico de estupefacientes
y la corrupción. Me alegro que, treinta años después
del comienzo de la mediación pontificia sobre el diferendo entre
Argentina y Chile, relativo a la zona austral, los dos países
hayan sellado de alguna manera su voluntad de paz erigiendo un monumento
a mi venerado predecesor el Papa Juan Pablo II. Deseo, por otra parte,
que la reciente firma del acuerdo entre la Santa Sede y Brasil facilite
el libre ejercicio de la misión evangelizadora de la Iglesia
y refuerce todavía más su colaboración con las
instituciones civiles para el desarrollo integral de la persona. La
Iglesia acompaña desde hace cinco siglos a los pueblos de América
Latina, compartiendo sus esperanzas y sus preocupaciones. Sus Pastores
saben que, para promover el progreso auténtico de la sociedad,
su quehacer propio es iluminar las conciencias y formar laicos capaces
de intervenir con ardor en las realidades temporales, poniéndose
al servicio del bien común.
Fijándome
por último en las naciones que están más cerca,
quisiera saludar a la comunidad cristiana de Turquía, recordando
que, en este año jubilar especial con ocasión del bimilenario
del nacimiento del Apóstol San Pablo, numerosos peregrinos llegan
a Tarso, su pueblo natal, lo que señala una vez más el
estrecho vínculo de esta tierra con los orígenes del cristianismo.
Las aspiraciones a la paz están vivas en Chipre, donde se han
retomado las negociaciones con vistas a la justa solución de
los problemas vinculados a la división de la Isla. En lo que
concierne al Cáucaso, quisiera recordar una vez más que
los conflictos que atañen a los Estados de la región no
pueden resolverse por la vía de las armas y, pensando en Georgia,
expreso el deseo de que sean respetados todos los compromisos suscritos
en el Acuerdo de cese el fuego del pasado mes de agosto, concluido gracias
a los esfuerzos diplomáticos de la Unión Europea, y que
el regreso de los desplazados de sus hogares sea posible cuanto antes.
Por lo que respecta, finalmente, al sudeste europeo, la Santa Sede sigue
adelante con su compromiso a favor de la estabilidad de la región,
y espera que seguirán creándose las condiciones para un
futuro de reconciliación y de paz entre las poblaciones de Serbia
y Kosovo, en el respeto de las minorías y sin olvidar la preservación
del preciado patrimonio artístico y cultural cristiano, que constituye
una riqueza para toda la humanidad.
Señoras
y Señores Embajadores, al término de este recorrido que,
en su brevedad, no puede mencionar todas las situaciones de sufrimiento
y pobreza que están presentes en mi corazón, vuelvo al
Mensaje para la celebración de la Jornada Mundial de la paz de
este año. En ese documento, he recordado que los seres humanos
más pobres son los niños no nacidos (n. 3). No puedo dejar
de mencionar, al concluir, a otros pobres, como los enfermos y las personas
ancianas abandonadas, las familias divididas y sin puntos de referencia.
La pobreza se combate si la humanidad se vuelve más fraterna
compartiendo los valores y las ideas, fundados en la dignidad de la
persona, en la libertad vinculada a la responsabilidad, en el reconocimiento
efectivo del puesto de Dios en la vida del hombre. En esta perspectiva,
dirijamos nuestra mirada a Jesús, el Niño humilde recostado
en el pesebre. Porque Él es el Hijo de Dios, Él nos indica
que la solidaridad fraterna entre todos los hombres es la vía
maestra para combatir la pobreza y construir la paz. Que la luz de su
amor ilumine a todos los gobernantes de la humanidad. Que Ella nos guíe
a lo largo del año que acaba de comenzar. Feliz año a
todos.
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