La ultima palabra de Dios, «el amor y el perdón»

Juan Pablo II dedicó la intervención de su audiencia general de este miércoles a meditar sobre el Salmo 80, la solemne renovación de la alianza entre Dios y su pueblo.


Antes de rezar el «Regina Caeli». Ciudad del Vaticano, 24 abril 2002.

Dios es liberador de los oprimidos

        1. «Tocad la trompeta por la luna nueva, por la luna llena, que es nuestra fiesta» (Salmo 80, 4). Estas palabras del Salmo 80, que acabamos de proclamar, recuerdan una celebración litúrgica según el calendario lunar del antiguo pueblo de Israel. Es difícil definir con precisión la festividad a la que se refiere el Salmo; lo cierto es que el calendario litúrgico bíblico, si bien parte del ciclo de las estaciones, y por tanto de la naturaleza, se presenta profundamente anclado en la historia de la salvación, y en particular, en el acontecimiento capital del éxodo de la esclavitud egipcia, ligado a la luna llena del primer mes (Cf. Éxodo 12, 2.6; Levítico 23, 5). Allí, de hecho, se reveló el Dios liberador y salvador.

        Como dice poéticamente el versículo 7 de nuestro Salmo, Dios mismo quitó de las espaldas del judío esclavo en Egipto el cestaño lleno de ladrillos necesarios para la construcción de las ciudades de Pitom y Ramsés (Cf. Éxodo 1, 11.14). Dios mismo se había puesto del lado del pueblo oprimido y con su potencia había quitado y cancelado el signo amargo de la esclavitud, la cesta de los ladrillos cocidos al sol, expresión de los trabajos forzados a los que habían sido obligados los hijos de Israel.

La historia del mundo confirma que Dios no abandona a su pueblo

        2. Veamos ahora la manera en que se desarrolla este canto de la liturgia de Israel. Comienza con una invitación a la fiesta, al canto, a la música: es la convocación oficial de la asamblea litúrgica según el antiguo precepto del culto, establecido ya al salir de Egipto con la celebración de la Pascua (Cf. Salmo 80, 2-6a). Después de este llamamiento, se eleva la misma voz del Señor a través del oráculo del sacerdote en el templo de Sión y sus palabras divinas conformarán el resto del Salmo (Cf. versículos 6b-17).

        El discurso es sencillo y gira en torno a dos polos. Por un lado, aparece el don divino de la libertad, que se ofrece a Israel, oprimido e infeliz: «Clamaste en la aflicción, y te libré» (v. 8). Se hace referencia también al apoyo que el Señor ofreció a Israel, cuando caminaba por el desierto, es decir, el don del agua de Meribá, en un contexto de dificultad y de prueba.

Escuchar a Dios manifiesta la fidelidad humana

        3. Por otro lado, junto al don divino, el salmista introduce otro elemento significativo. La religión bíblica no es un monólogo solitario de Dios, una acción inerte. Es, más bien, un diálogo, una palabra seguida por una respuesta, un gesto de amor que pide adhesión. Por eso se reserva amplio espacio a las invitaciones dirigidas por Dios a Israel.

        El Señor le invita, ante todo, a observar fielmente el primer mandamiento, apoyo de todo el Decálogo, es decir, la fe en el único Señor y Salvador, y el rechazo de los ídolos (Cf. Éxodo 20, 3-5). El ritmo del discurso del sacerdote, en nombre de Dios, está marcado por el verbo «escuchar», muy querido por el libro del Deuteronomio, que expresa la adhesión obediente a la Ley del Sinaí y es signo de la respuesta de Israel al don de la libertad. De hecho, en nuestro Salmo se repite: «Escucha, pueblo mío... ¡Ojalá me escuchases Israel!... Pero mi pueblo no escuchó mi voz, Israel no quiso obedecer... ¡Ojalá me escuchase mi pueblo!...» (Salmo 80, 9.12.14).

        El pueblo sólo puede recibir plenamente los dones del Señor a través de la fidelidad a la escucha y a la obediencia. Por desgracia, Dios tiene que constatar con amargura las numerosas infidelidades de Israel. El camino en el desierto, al que alude el Salmo, está lleno de estos actos de rebelión y de idolatría, que alcanzan su culmen en la representación del becerro de oro (Cf. Éxodo 32, 1-14).

Dios alienta la fidelidad de su pueblo

        4. La última parte del Salmo (Cf. Salmo 80, 14-17) tiene un tono melancólico. Dios, de hecho, expresa un deseo que hasta ahora no ha sido satisfecho: «¡Ojalá me escuchase mi pueblo y caminase Israel por mi camino!» (v. 14).

        Esta melancolía, sin embargo, está inspirada en el amor y ligada a un vivo deseo de colmar de bienes al pueblo elegido. Si Israel caminara por los caminos del Señor, Él podría darle inmediatamente la victoria sobre sus enemigos (Cf. v. 15), y alimentarlo «con flor de harina» y saciarlo «con miel silvestre» (v. 17). Sería un banquete gozoso de pan fresquísimo, acompañado por miel que parece manar de las rocas de la tierra prometida, representando así la prosperidad y el bienestar pleno, como con frecuencia se repite en la Biblia (Cf. Deuteronomio 6, 3; 11, 9; 26, 9.15; 27, 3; 31, 20). Al ofrecer esta perspectiva maravillosa, el Señor trata evidentemente de obtener la conversión de su pueblo, una respuesta de amor sincero y efectivo a su amor generoso.

        En la relectura cristiana, la ofrenda divina revela su amplitud. Orígenes nos ofrece esta interpretación: el Señor «les ha hecho entrar en la tierra prometida, no les ha alimentado con el maná del desierto, sino con el trigo caído en tierra (Cf. Juan 12, 24-25), que ha resucitado… Cristo es el trigo; es también la roca que en el desierto ha saciado con agua la sed del pueblo de Israel. En sentido espiritual, le ha saciado con miel y con agua para que todos los que crean y reciban este alimento sientan miel en su boca» (Homilía sobre el Salmo 80, n. 17: Orígenes-Jerónimo, 74 «Homilías sobre el Libro de los Salmos» --«Omelie sul Libro dei Salmi»--, Milán 1993, pp. 204-205).

Siempre pretende Dios la salvación y felicidad humanas         5. Como siempre sucede en la historia de la salvación, la última palabra en el contraste entre Dios y el pueblo pecador no es nunca el juicio y el castigo, sino el amor y el perdón. Dios no desea juzgar y condenar, sino salvar y liberar a la humanidad del mal. Sigue repitiéndonos las palabras que leemos en el libro del profeta Ezequiel: «¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado y no más bien en que se convierta de su conducta y viva?... ¿Por qué queréis morir, casa de Israel? Yo no me complazco en la muerte de nadie, sea quien fuere, palabra del Señor. Convertíos y viviréis» (Ezequiel 18, 23.31-32).

        La liturgia se convierte en el lugar privilegiado en el que se puede escuchar el llamamiento divino a la conversión y a regresar al abrazo de Dios «misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad» (Éxodo, 34, 6).