(Noviembre 2008)
Carta de Monseñor Javier Echevarría a los fieles del Opus Dei
Que se centra esta vez en el tesoro que es la Iglesia. El Prelado sugiere algunas acciones concretas para amarla y servirla.
01 de noviembre de 2008 www.opusdei.org
Jesús de Nazaret
Itinerarios de vida cristiana

Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

        Hace pocos días concluyó la Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos, en la que he podido palpar con alegría, una vez más, la unidad y la universalidad de la Iglesia. Me ha conmovido también la confianza en la labor del Opus Dei que muchos Padres de muy diversos países me manifestaban: bastantes daban gracias por el servicio apostólico que los fieles y Cooperadores de la Obra llevan a cabo en sus diócesis, y otros me urgían a dar comienzo, cuanto antes, al trabajo apostólico estable en sus países o regiones. He pensado muchas veces en aquellos sueños de nuestro Padre, cuando nos recordaba que nos esperan en muchos lugares, mientras rezaba por la futura tarea.

        Ante esas manifestaciones de interés y de afecto, ante tantas llamadas urgentes, me venían con más insistencia a la cabeza aquellas palabras: «¡Jesús, almas!... ¡Almas de apóstol!: son para ti, para tu gloria»[1]. Hagamos eco a diario a ese clamor que nuestro Padre desea que resuene en nuestros corazones, mientras nos ayuda desde el Cielo.

        Vibrar con las necesidades de la Iglesia, en todos los continentes, es y será siempre algo muy propio de los cristianos. Esta profunda actitud del corazón se pone especialmente de manifiesto en el día de hoy, solemnidad de Todos los Santos. La solemnidad que celebramos, no sólo nos invita a recordar a la inmensa muchedumbre de almas bienaventuradas; nos transmite también una invitación a profundizar en el misterio de la Iglesia, de la que formamos parte los que peregrinamos aún en la tierra, los que se purifican en el Purgatorio y los que gozan ya de Dios en el Cielo.

        No se me borra el júbilo con que San Josemaría expresaba esta verdad. «En la Santa Iglesia —escribía en una ocasión— los católicos encontramos nuestra fe, nuestras normas de conducta, nuestra oración, el sentido de la fraternidad, la comunión con todos los hermanos que ya desaparecieron y que se purifican en el Purgatorio —Iglesia purgante—, o con los que gozan ya —Iglesia triunfante— de la visión beatífica, amando eternamente al Dios tres veces Santo. Es la Iglesia que permanece aquí y, al mismo tiempo, trasciende la historia. La Iglesia, que nació bajo el manto de Santa María, y continúa —en la tierra y en el cielo— alabándola como Madre»[2].

        Una de las enseñanzas capitales de San Pablo versa precisamente sobre la naturaleza de la Iglesia: nos habla de los discípulos del Señor, convocados por Dios Padre y reunidos por el Espíritu Santo para constituir el Cuerpo místico de Cristo. Benedicto XVI lo ha subrayado varias veces, a lo largo de este año dedicado al Apóstol de los gentiles. Al compás de algunas de sus enseñanzas, os invito a meditar en estas verdades durante las próximas semanas. Como fruto de esa consideración, espero de Dios que se acreciente en cada uno de nosotros el amor a nuestra Madre la Iglesia y el deseo de servirla como la Iglesia quiere ser servida, en cualquier situación en la que nos encontremos.

        El Papa nos anima a considerar, ante todo, que el «primer contacto [del Apóstol] con la persona de Jesús tuvo lugar a través del testimonio de la comunidad cristiana de Jerusalén (...). La historia nos demuestra que normalmente se llega a Jesús pasando por la Iglesia»[3]. El Santo Padre comenta que, en ocasiones —como le sucedió a Saulo—, ese primer contacto con la Iglesia (realidad espiritual y visible al mismo tiempo) puede resultar «un contacto turbulento. Al conocer al nuevo grupo de creyentes, se transformó inmediatamente en su fiero perseguidor. Lo reconoce él mismo tres veces en diferentes cartas»[4]. Normalmente no tiene por qué suceder así; sobre todo, si los cristianos procuramos reflejar fielmente la figura de Jesús en nuestras palabras y en nuestra conducta. En la vía de Damasco, San Pablo comprendió que «al perseguir a la Iglesia, perseguía a Cristo. Entonces, Pablo se convirtió, al mismo tiempo, a Cristo y a la Iglesia. Así se comprende —concluye Benedicto XVI— por qué la Iglesia estuvo tan presente en el pensamiento, en el corazón y en la actividad de San Pablo»[5].

        Meditemos de nuevo las palabras de Jesucristo resucitado. A la pregunta de Saulo —¿quién eres tú, Señor?—, el Señor responde: Yo soy Jesús, a quien tú persigues[6]. «En el fondo, en esta exclamación del Resucitado, que transformó la vida de Saulo, se halla contenida toda la doctrina sobre la Iglesia como Cuerpo de Cristo. Cristo no se retiró al cielo, dejando en la tierra una multitud de seguidores que llevan adelante "su causa". La Iglesia no es una asociación que quiere promover cierta causa. En ella no se trata de una causa. Se trata de la persona de Jesucristo, que, también como Resucitado, sigue siendo "carne". Tiene "carne y huesos" (Lc 24, 39), como afirma en el evangelio de San Lucas el Resucitado, ante los discípulos que creían que era un espíritu. Tiene un cuerpo. Está presente personalmente en su Iglesia»[7].

        A la luz de estas consideraciones, ahondamos más en la realidad de que cualquier ofensa a la Iglesia —a su doctrina, a sus sacramentos e instituciones, a sus Pastores, especialmente a su Cabeza visible, el Romano Pontífice— constituye un menosprecio a Jesucristo mismo. Porque la Iglesia que contemplamos en la tierra, a pesar de las flaquezas y errores que arrastremos sus miembros, es siempre la Iglesia de Dios, como repite Pablo innumerables veces: el Pueblo que Dios Padre ha convocado en su presencia; el Cuerpo de Cristo, que Jesucristo ha fundado al precio de su sangre, para prolongar su presencia en la historia hasta el final de los tiempos; el Templo del Espíritu Santo, que se levanta como la verdadera morada de Dios entre los hombres. Con palabras de un Padre de la Iglesia, que asumió el Concilio Vaticano II, «toda la Iglesia aparece como "un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo"»[8].

        La Unidad y Trinidad de Dios define, pues, el fundamento último de la realidad y naturaleza íntima de la Iglesia. Por eso, «se equivocarían gravemente los que intentaran separar una Iglesia carismática —que sería la verdaderamente fundada por Cristo—, de otra jurídica o institucional, que sería obra de los hombres y simple efecto de contingencias históricas. Sólo hay una Iglesia. Cristo fundó una sola Iglesia: visible e invisible, con un cuerpo jerárquico y organizado, con una estructura fundamental de derecho divino, y una íntima vida sobrenatural que la anima, sostiene y vivifica»[9].

        La sublime visión de la Iglesia, que San Pablo expone en sus epístolas, da razón de la fortaleza con que actúa cuando se pone en juego su unidad o su universalidad. A los cristianos de Corinto, propensos a dividirse en facciones contrapuestas, les amonesta: me han llegado noticias sobre vosotros, hermanos míos, de que hay discordias entre vosotros. Me refiero a que cada uno de vosotros va diciendo: "Yo soy de Pablo", "Yo, de Apolo", "Yo, de Cefas", "Yo, de Cristo". ¿Está dividido Cristo? ¿Es que Pablo fue crucificado por vosotros o fuisteis bautizados en el nombre de Pablo?[10].

        La defensa de la unidad de esta Madre santa se muestra como una pasión dominante en la vida del Apóstol, como lo fue también la defensa de su universalidad. «Desde el primer momento —enseña el Papa— había comprendido que esta realidad no estaba destinada sólo a los judíos, a un grupo determinado de hombres, sino que tenía un valor universal y afectaba a todos, porque Dios es el Dios de todos»[11]. Y así, ante el peligro de que la primitiva comunidad cristiana quedase encerrada en los límites de la Sinagoga, el llamado Concilio de Jerusalén declara que todos los hombres y mujeres, de cualquier raza, lengua y nación, están llamados a una plena incorporación a la Iglesia de Cristo[12], en la que ya no hay diferencia entre judío y griego, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer, porque todos vosotros sois uno solo en Cristo Jesús[13].

        De esta pertenencia de la Iglesia a Cristo, procede «nuestro deber de vivir realmente en conformidad con Cristo. De aquí derivan también las exhortaciones de San Pablo a propósito de los diferentes carismas que animan y estructuran a la comunidad cristiana. Todos se remontan a un único manantial, que es el Espíritu del Padre y del Hijo, sabiendo que en la Iglesia nadie carece de un carisma, pues, como escribe el Apóstol, "a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común" (1 Cor 12, 7)»[14]. ¿Es sinceramente piadosa tu petición pro unitate apostolatus? ¿Cómo rezas por todos los que gastan su existencia por la Iglesia? ¿Sabes llegarte con la oración hasta el último lugar donde se trabaja por Cristo?

        ¡Cuántas gracias hemos de dar a Dios por haber querido que la Iglesia sea, al mismo tiempo, única y tan variada! ¡Y qué respeto hemos de mostrar a todas las manifestaciones con las que el Espíritu Santo quiere adornar a la Esposa de Cristo! «En la Iglesia hay diversidad de ministerios, pero uno sólo es el fin: la santificación de los hombres. Y en esta tarea participan de algún modo todos los cristianos, por el carácter recibido con los Sacramentos del Bautismo y de la Confirmación. Todos hemos de sentirnos responsables de esa misión de la Iglesia, que es la misión de Cristo»[15]. Nadie sobra en la Iglesia: todos somos necesarios. El punto importante se centra en la comunión con su Cabeza visible, con los Pastores y con el entero Pueblo de Dios, cada uno según la llamada y la gracia que ha recibido.

        En el marco de las enseñanzas eclesiológicas de San Pablo, la realidad teológica y jurídica de la Obra —que es una pequeña parte de la Iglesia— adquiere todo su relieve. Me gusta considerarlo cuando está a punto de finalizar el especial año mariano que convoqué para conmemorar las bodas de plata de la erección pontificia de la prelatura. La labor apostólica del Opus Dei —de sus fieles laicos y de sus sacerdotes— es necesariamente una colaboración a la vitalidad pastoral de las Iglesias particulares en las que la Prelatura vive y actúa.

        Así lo recordaba con inmenso cariño el Siervo de Dios Juan Pablo II, cuando, hablando de la «naturaleza jerárquica del Opus Dei», añadía: «La pertenencia de los fieles laicos tanto a su Iglesia particular como a la Prelatura, a la que están incorporados, hace que la misión peculiar de la Prelatura confluya en el compromiso evangelizador de toda Iglesia particular, tal como previó el Concilio Vaticano II al plantear la figura de las prelaturas personales»[16].

        Es una señal más de algo que Benedicto XVI subrayaba recientemente: «”La Iglesia de Dios” no es sólo la suma de distintas Iglesias locales, sino que las diversas Iglesias locales son a su vez realización de la única Iglesia de Dios. Todas juntas son la "Iglesia de Dios", que precede a las Iglesias locales, y que se expresa, se realiza, en ellas»[17]. Y el Opus Dei, al servicio de la Iglesia, del Romano Pontífice y de todas las almas, cumple ese fin como una de las instituciones que el Romano Pontífice puede erigir para realizar peculiares tareas pastorales, que, «en cuanto tales, pertenecen a la Iglesia universal, aunque sus miembros son también miembros de las Iglesias particulares donde viven y trabajan (...). Esto no sólo no lesiona la unidad de la Iglesia particular fundada en el Obispo, sino que por el contrario contribuye a dar a esta unidad la interior diversificación propia de la comunión»[18].

        En este sentido, me da alegría comunicaros que ya se ha comenzado el trabajo apostólico estable en Indonesia; y que está muy próximo, si Dios quiere, el momento en que se abrirá el primer Centro en Bucarest. También se prepara el comienzo de la labor estable en Bulgaria y en Corea: a vuestra oración y a la de quienes participan de la labor de la Obra encomiendo la expansión apostólica a esos lugares y a tantos otros.

        Siguiendo las huellas de nuestro Padre, he ido a rezar ante la imagen de la Medalla Milagrosa de la Rue du Bac, en París. Allí he presentado vuestra oración a Santa María, para que Ella nos ayude a realizar el gran milagro de convertir la vida ordinaria en santidad heroica. Recorramos estos últimos días del año mariano, y todo el tiempo de nuestra vida, bien asidos a la mano de la Virgen, dando cumplimiento a la indicación que dirigió a los sirvientes en Caná: haced lo que Él os diga[19]. Intentemos imitar a aquellos criados, con la voluntad —todas y todos— de responder usque ad summum, totalmente, con oración y trabajo.

        No termino sin pediros, una vez más, que os unáis a mis intenciones, especialmente en la Santa Misa. En estos días, rezad por los hermanos vuestros a quienes administraré el diaconado, en Roma, el próximo 22 de noviembre, víspera de la solemnidad de Cristo Rey.

        Con todo cariño, os bendice

                                        vuestro Padre

                                         + Javier

        Roma, 1 de noviembre de 2008.



[1] San Josemaría, Camino, n. 804.

[2] San Josemaría, Homilía El fin sobrenatural de la Iglesia, 28-V-1972.

[3] Benedicto XVI, Discurso en la audiencia general, 22-XI-2006.

[4] Ibid.

[5] Ibid.

[6] Hch 9, 5.

[7] Benedicto XVI, Homilía en la inauguración del año paulino, 28-VI-2008.

[8] Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 4; cfr. San Cipriano, Tratado sobre el Padrenuestro, 23.

[9] San Josemaría, Homilía El fin sobrenatural de la Iglesia, 28-V-1972.

[10] 1 Cor 1, 11-13.

[11] Benedicto XVI, Discurso en la audiencia general, 25-X-2006.

[12] Cfr. Hch 15, 23-29.

[13] Gal 3, 28.

[14] Benedicto XVI, Discurso en la audiencia general, 22-XI-2006.

[15] San Josemaría, Homilía Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972.

[16] Juan Pablo II, Discurso a los participantes en unas Jornadas de estudio sobre la Carta apostólica "Novo millennio ineunte", 17-III-2001.

[17] Benedicto XVI, Discurso en la audiencia general, 15-X-2008.

[18] Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 28-V-1992, n. 16.

[19] Jn 2, 5.