Los santos, "maravilloso jardín” de Dios
Palabras que pronunció Benedicto XVI al rezar la oración mariana del Ángelus desde la plaza de San Pedro del Vaticano, con motivo de la Solemnidad de Todos los Santos.
Ciudad del Vaticano, 1 de noviembre de 2008.
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Queridos hermanos y hermanas

        Celebramos hoy con gran alegría la fiesta de Todos los Santos. Visitando un jardín botánico, uno se queda estupefacto ante la variedad de plantas y flores, y espontáneamente piensa en la fantasía del Creador que ha hecho de la tierra un jardín maravilloso. Un sentimiento análogo nos invade cuando consideramos el espectáculo de la santidad: el mundo nos parece como un "jardín", donde el Espíritu de Dios ha suscitado con fantasía admirable una multitud de santos y santas, de toda edad y condición social, de toda lengua, pueblo y cultura. Cada uno es distinto del otro, con la singularidad de la propia personalidad humana y del propio carisma espiritual. Todos llevan, sin embargo, impreso el "sello" de Jesús (cfr Ap 7,3), es decir, la impronta de su amor, testimoniado a través de la Cruz. Todos están en el gozo, en una fiesta sin fin, pero, como Jesús, esta meta la han conquistado pasando a través de la fatiga y la prueba (cfr Ap 7,14), afrontando cada uno la propia parte de sacrificio para participar en la gloria de la resurrección.

        La solemnidad de Todos los Santos se ha ido afirmando en el transcurso del primer milenio cristiano como celebración colectiva de los mártires. Ya en el 609, en Roma, el papa Bonifacio IV había consagrado el Panteón (de Agripa, n.d.t.) dedicándolo a la Virgen María y a todos los Mártires. Este martirio, por otro lado, podemos entenderlo en sentido amplio, es decir, como amor por Cristo sin reservas, amor que se expresa en el don total de sí mismo a Dios y a los hermanos. Esta meta espiritual, a la que todos los bautizados están llamados, se alcanza siguiendo el camino de las "bienaventuranzas" evangélicas, que la liturgia nos indica en la solemnidad de hoy (cfr Mt 5,1-12a). Es el mismo camino trazado por Jesús, y que los santos y las santas se han esforzado en recorrer, aun conscientes de sus límites humanos. En sus existencias terrenas, de hecho, han sido pobres de espíritu, doloridos por los pecados, humildes, hambrientos y sedientos de la justicia, misericordiosos, puros de corazón, trabajadores por la paz, perseguidos por la justicia. Y Dios les ha hecho partícipes de su misma felicidad: la han pregustado en este mundo y, en el más allá, la gozan en plenitud. Ahora son consolados, herederos de la tierra, saciados, perdonados ven a Dios de quien son hijos. En una palabra: "de ellos es el Reino de los Cielos" (cfr Mt 5,3.10).

        En este día sentimos reavivarse en nosotros la atracción hacia el Cielo, que nos empuja a apretar el paso de nuestra peregrinación terrena. Sentimos encenderse en nuestros corazones el deseo de unirnos para siempre a la familia de los santos, de la que ya ahora tenemos la gracia de formar parte. Como dice un célebre canto spiritual: "¡Cuando llegue la multitud de tus santos, oh cómo quisiera, Señor, estar entre ellos!". Que esta hermosa aspiración pueda arder en todos los cristianos, y les ayude a superar toda dificultad, todo temor, toda tribulación. Pongamos, queridos amigos, nuestra mano en la mano materna de María, Reina de todos los Santos, y dejémonos conducir por Ella hacia la patria celeste, en compañía de los espíritus bienaventurados "de toda nación, pueblo y lengua" (Ap 7,9). Y unamos en la oración ya el recuerdo de nuestros queridos difuntos, que mañana conmemoraremos.