(Octubre 2008)
Carta de Monseñor Javier Echevarría a los fieles del Opus Dei
La humildad es una virtud imprescindible para quien desea la santidad. En su carta de octubre, el Prelado del Opus Dei afirma que sólo con la ayuda de Dios podemos ser buenos instrumentos en sus manos.
01 de octubre de 2008 www.opusdei.org
Jesús de Nazaret
Itinerarios de vida cristiana

Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

        Los ochenta años de la fundación del Opus Dei que se cumplen mañana, fiesta de los Santos Ángeles Custodios, nos invitan a elevar al Cielo una acción de gracias vibrante y encendida. Nos hemos venido preparando para esta fecha, tratando más intensamente a la Virgen Santísima. Ahora le agradecemos especialmente su maternal presencia en cada uno de los pasos de esta familia de hijos suyos. Bien unidos a San Josemaría y a todos los fieles de la Obra que ya han recorrido esta senda —con un recuerdo especialísimo para don Álvaro—, va la gratitud de cada una, de cada uno, a nuestra Madre, por su ayuda constante y por el hecho de habernos acompañado siempre a lo largo de nuestro caminar. Le pedimos también que nos obtenga del Cielo el don de recorrer hasta el fin esta senda que Dios hizo ver a nuestro queridísimo Padre el 2 de octubre de 1928.

        Durante más de diez años, San Josemaría imploró luz para conocer lo que el Señor le pedía. Se sirvió de una jaculatoria tomada del Evangelio: Domine, ut videam![1]; Señor, que vea. Esa continua oración —también dirigida a la Virgen— le fue preparando para el momento decisivo, como señalaba expresamente el Cardenal Ratzinger en una homilía que pronunció con motivo de la beatificación de nuestro Padre.

        «Josemaría Escrivá —decía— se dio cuenta muy pronto de que Dios tenía un plan con él, de que quería algo de él. Pero no sabía qué era. ¿Cómo podría encontrar la respuesta, dónde debía buscarla? Se puso a buscar, sobre todo, escuchando la palabra de Dios, la Sagrada Escritura. Leía la Biblia no como un libro del pasado, ni como un libro de problemas sobre los que discutimos, sino como una palabra del presente, que nos habla hoy: una palabra en la que cada uno de nosotros somos protagonistas y debemos buscar nuestro sitio, para encontrar nuestro camino»[2].

        Cuando San Josemaría recibió la iluminación decisiva sobre lo que Dios esperaba de su vida, se aprestó inmediatamente a realizarlo. Bien podía afirmar: «Para mí —en pequeño— como a Pablo en Damasco, en Madrid se cayeron las escamas de mis ojos, y en Madrid he recibido mi misión»[3]. Ese encargo divino consistía en difundir la llamada universal a la santidad y, al mismo tiempo, en abrir en el seno de la Iglesia un camino concreto —el Opus Dei— para ayudar a muchas almas a corresponder a esa vocación a la santidad y al apostolado, con ocasión y por medio del trabajo profesional y de las demás circunstancias ordinarias.

        Nuestro Padre era muy consciente de su nulidad ante Dios. Con verdadero convencimiento decía y escribía que había sido «un instrumento inepto y sordo»[4], al que el Señor había confiado esa misión —tan absolutamente por encima de su capacidad— para que se tocara a manos llenas que "aquello" era de Dios, no invención de una criatura. «Tenía yo ventiséis años (...), la gracia de Dios y buen humor: nada más. Pero así como los hombres escribimos con la pluma, el Señor escribe con la pata de la mesa, para que se vea que es Él el que escribe: eso es lo increíble, eso es lo maravilloso»[5]. Ésta fue la más honda convicción suya hasta el final de su paso por la tierra: «Una vez más —exclamaba pocas semanas antes de su tránsito al Cielo— se ha cumplido lo que dice la Escritura: lo que es necio, lo que no vale nada, lo que —se puede decir— casi ni siquiera existe..., todo eso lo coge el Señor y lo pone a su servicio. Así tomó a aquella criatura, como instrumento suyo»[6].

        Comprendemos que se trata de una enseñanza fundamental, la que nos brinda esta fecha: la necesidad de ser humildes, para que Dios se sirva de nosotros como instrumentos de su designio salvífico. La soberbia, el estar pendiente del propio yo, se alza como el gran enemigo de la santidad y de la eficacia apostólica. En cambio, cuando la criatura se considera sinceramente como un cero a la izquierda, cuando reconoce que todas sus posibles cualidades provienen de Dios, y no de sí misma, entonces se encuentra en condiciones de convertirse en instrumento eficaz en las manos de Dios.

        Llegados a este punto, podemos formularnos algunas preguntas muy personales. ¿Cómo me veo en la presencia de Dios? ¿Pienso que tengo algo, que valgo algo por mí mismo, o reconozco que todo es don del Señor? ¿Le pido con sinceridad llegar a conocerme tal como soy delante de Él? Al mismo tiempo, el reconocimiento de nuestra nulidad no debe desembocar en pesimismo o en frustración, sino en una mayor confianza y abandono en el Señor. Meditemos aquella consideración de San Josemaría: «Echa lejos de ti esa desesperanza que te produce el conocimiento de tu miseria. —Es verdad: por tu prestigio económico, eres un cero..., por tu prestigio social, otro cero..., y otro por tus virtudes, y otro por tu talento...

        »Pero, a la izquierda de esas negaciones, está Cristo... Y ¡qué cifra inconmensurable resulta!»[7].

        Al tocar nuestra miseria, agarrémonos con más fuerza a la mano de Dios, con la certeza de que, como Él nos ha buscado, nos concede todos sus auxilios para salvar los obstáculos. Fundados en esta profunda humildad, estaremos en condiciones de afrontar los retos apostólicos a que nos llama la misma vocación cristiana, que es —por su propia naturaleza— vocación al apostolado. Lo afirma claramente el Evangelio, cuando el Señor convocó a los primeros Doce para que estuvieran con Él y enviarlos a predicar[8] En aquellos primeros, todos hemos sido convocados por Jesucristo para llevar su nombre a las gentes con quienes nos encontremos. «En definitiva, es el Señor el que constituye a uno en apóstol, no la propia presunción. El apóstol —insiste el Papa— no se hace a sí mismo; es el Señor quien lo hace; por tanto, necesita referirse constantemente al Señor»[9].

        El apóstol no habla en nombre propio, sino que comunica lo que ha recibido. Así se comportaron los primeros y del mismo modo hemos de actuar los cristianos hoy día. Comentando la vocación de San Pablo, Benedicto XVI decía recientemente: «Una vez más destaca inmediatamente la idea de una iniciativa ajena, la de Dios en Jesucristo, a la que se está plenamente obligado; pero sobre todo se subraya el hecho de que se ha recibido una misión que cumplir en su nombre, poniendo absolutamente en segundo plano cualquier interés personal»[10].

        No olvidemos jamás que el mismo Dios —sin quitarnos la libertad— quiere nuestra fidelidad más completa, a toda hora, en cualquier circunstancia. Por eso, hemos de ser bien conscientes de que en ningún momento estamos a solas: Él nos sigue, nos escucha y —sin tener necesidad de nada ni de nadie— desea necesitarnos continuamente. Ante esta realidad cotidiana, nuestro Padre nos invitaba a pensar más en el ecce ego, quia vocasti me[11], aquí me tienes, porque me has llamado. Sí, el Señor mantiene con nosotros un diálogo perseverante, y espera que respondamos con más hondura a su predilección por nosotros.

        Benedicto XVI enumera otro requisito que configura al discípulo del Maestro, además de haber sido llamado y enviado: ejercitar efectivamente la misión apostólica con el ejemplo y con la doctrina, con el testimonio de las obras y con las palabras. Lo ponía de relieve, fijándose en el ejemplo de San Pablo, cuando afirmaba que «el título de "apóstol" no es y no puede ser honorífico; compromete concreta y dramáticamente toda la existencia de la persona que lo lleva»[12].

        Caritas Christi urget nos[13], la caridad de Cristo nos apremia, escribía San Pablo a los Corintios. Le urgía el celo por la salvación de las almas, a ejemplo de Nuestro Señor, que murió por todos a fin de que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos De ahí sacaba la siguiente conclusión: por tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva criatura: lo viejo pasó, ya ha llegado lo nuevo[14].

        Esta novedad de vida, propia del Evangelio, es preciso contagiarla a otros corazones, hasta que se encienda cada uno en el mismo fuego de caridad. Hacer todo lo posible para que los demás conozcan a Jesucristo, le sigan y le amen, es la consecuencia necesaria de haber sido alcanzados por el amor de Dios. «En este mundo, pequeño y revuelto —predicaba San Josemaría—, con la confusión de ideas que hay, ¿cómo pueden pedir las pobres almas el Bautismo, si ninguno les explica la doctrina cristiana? Fides ex auditu, dice San Pablo. ¿Cómo creerán en Dios, sin haber oído de Él? ¿Y cómo oirán, si nadie les predica? (Rm 10, 14). Jesucristo no obró así; el Señor nos dio ejemplo, pero también enseñó: cœpit facere et docere (Hch 1, 1)»[15]. Y, ante las excusas con que a veces se disfraza la comodidad o el aburguesamiento, explicaba: «Yo, ¿por qué me voy a meter en la vida de los demás? ¡Porque tengo obligación, por cristiano! ¡Porque Cristo se ha metido en vuestra vida y en la mía!, como se adentró en la de Pedro y en la de Pablo, en la de Juan y en la de Andrés... Y los Apóstoles aprendieron a hacer lo mismo. Si no, después de recibir aquel mandato expreso del Maestro: id y predicad..., no se habrían movido, y se hubieran quedado solos los Doce: no habría Iglesia»[16].

        Dentro de unos días se inaugurará una Asamblea ordinaria del Sínodo de los Obispos, dedicada a la reflexión sobre la Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia. Ya sabéis que participaré como miembro de designación pontificia. Secundando las directrices del Papa, os ruego que recéis y hagáis rezar por los frutos de esta reunión con el Sucesor de San Pedro.

        Esforcémonos en conocer cada día mejor la Palabra de Dios, acercándonos con amor y reverencia a la Sagrada Escritura —con la luz de la Tradición de la Iglesia y la guía del Magisterio—, y especialmente a los Santos Evangelios, para aprender del Señor y poner en práctica sus enseñanzas. Difundamos su doctrina opportune et importune[17], con ocasión y sin ella, como hizo San Pablo. Así, tras habernos esforzado en la propagación del Evangelio, podremos exclamar con el Apóstol al final de nuestra vida: he peleado el noble combate, he alcanzado la meta, he guardado la fe. Por lo demás, me está reservada la merecida corona que el Señor, el Justo Juez, me entregará aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que han deseado con amor su venida[18].

        También en este mes hay otras fiestas de la Virgen. Recurramos más a la intercesión de nuestra Madre, con hambres de ser muy marianos. Pongamos más piedad en el rezo del Santo Rosario, «arma poderosa»[19] para la gran batalla de la santidad. El sábado 20 de septiembre estuve en Zaragoza, donde tenía una cita, y recé ante la Virgen del Pilar, uniéndome a las oraciones de San Josemaría en aquel templo mariano. También fui a Torreciudad, donde puse a los pies de Nuestra Señora tantas necesidades, muy unido a la plegaria de nuestro Padre. Regresé a Roma al día siguiente, domingo, con la pena de no haber podido arrodillarme ante Nuestra Señora de la Merced, en su basílica de Barcelona.

        Todos los días rezo para que la canonización de San Josemaría —el día 6 será el sexto aniversario— constituya para cada una y cada uno una fuerte sacudida, ya que si de veras deseamos considerarnos muy hijos de nuestro Padre, hemos de cultivar en el alma verdaderas ansias cotidianas de conversión, de santidad, viviendo con alegría el nunc cœpi[20]. Sin el esfuerzo por convertirse personalmente en cada jornada, no será eficaz el apostolado personal. Esta idea la repetí desde el 26 de febrero de 2002, al conocer la fecha de la canonización, mientras nos preparábamos para esa proclamación. No ha perdido fuerza esa sugerencia que ahora San Josemaría nos dirige a diario desde el Cielo, como ya hacía antes en la tierra.

        Con todo cariño, os bendice

                               vuestro Padre

                                  + Javier

Roma, 1 de octubre de 2008.



[1] Lc 18, 41.

[2] Cardenal J. Ratzinger, Homilía en la Misa de acción de gracias por la beatificación del Fundador del Opus Dei, 19-V-1992.

[3] San Josemaría, Carta, 2-X-1965.

[4] San Josemaría, Instrucción, 19-III-1934, n. 7.

[5] San Josemaría, Apuntes tomados de una meditación, 2-X-1962.

[6] San Josemaría, Apuntes tomados de una meditación, 19-III-1975.

[7] San Josemaría, Camino, n. 473.

[8] Cfr. Mc 3, 13-14.

[9] Benedicto XVI, Discurso en la audiencia general, 10-IX-2008.

[10] Ibid.

[11] 1 Sam 3, 6.

[12] Benedicto XVI, Discurso en la audiencia general, 10-IX-2008.

[13] 2 Cor 5, 14.

[14] 2 Cor 5, 15 y 17.

[15] San Josemaría, Apuntes tomados en una tertulia, 5-I-1968.

[16] San Josemaría, Apuntes tomados en una tertulia, 14-II-1960.

[17] Cfr. 2 Tm 4, 2.

[18] 2 Tm 4, 7-8.

[19] San Josemaría, Santo Rosario, Prólogo.

[20] Sal 76, 11 (Vg).