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La
elección de Dios: Benedicto
XVI y el futuro de la Iglesia
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El
sentido de Dios y el hombre moderno
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Luigi
Giussani
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Barioná,
el hijo del trueno: misterio de Navidad
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Jean-Paul
Sartre
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Teresa
de Calcuta (DVD)
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Fabrizio
Costa
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El
hombre que hacía milagros (DVD)
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Stanislav
Sokolov y Derek Hayes
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Una
mirada ciega hacia la luz
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Gustave
Thibon
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El
dolor. El final de los tiempos
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José
Javier Esparza
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La
Muerte
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José
Javier Esparza
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Cuentos
y leyendas cristianos
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Rossana
Guarnieri
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El
Evangelio en imágenes
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Jean-François
Kieffer, Christine Ponsard
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Hipótesis
sobre María
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Vittorio
Messori
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¡Vueltos
hacia el Señor!
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Klaus
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La
anunciación a María
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Paul
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Dicen
que ha resucitado
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Vittorio
Messori
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El
último cruzado
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Louis
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Dentro
de cinco horas veré a Jesús
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Jacques
Fesch
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La
esencia del cristianismo
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Romano
Guardini
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El
torrente oculto
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Ronald
A. Knox
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Vencer
el miedo
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Magdi
Allam
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Señores
cardenales,
queridos hermanos en el episcopado:
Ésta
es la primera vez desde el comienzo de mi Pontificado que tengo la alegría
de encontraros a todos juntos. Saludo cordialmente a vuestro Presidente,
Cardenal André Vingt-Trois, y le agradezco las palabras amables
y profundas que me ha dirigido en vuestro nombre. También saludo
con mucho gusto a los Vicepresidentes y al Secretario General y sus
colaboradores. Saludo cordialmente a cada uno de vosotros, Hermanos
en el Episcopado, venidos desde todos los rincones de Francia y de ultramar
(incluyendo a Monseñor François Garnier, Arzobispo de
Cambrai, que celebra hoy en Valenciennes el milenio de Notre-Dame du
Saint-Cordón).
Me
alegra estar aquí esta tarde con vosotros en el hemiciclo «Santa
Bernadette», lugar ordinario de vuestras plegarias y reuniones,
donde exponéis vuestras preocupaciones y esperanzas, lugar de
vuestros debates y reflexiones. La sala está situada en un lugar
privilegiado, cerca de la gruta y las basílicas marianas. Por
supuesto, las visitas ad limina permiten reuniros periódicamente
con el Sucesor de Pedro en Roma, pero en este momento que estamos viviendo,
se nos da la gracia de reafirmar los estrechos vínculos que nos
unen al compartir el mismo sacerdocio procedente directamente del de
Cristo redentor. Os animo a seguir trabajando en unidad y confianza,
en plena comunión con Pedro, que ha venido a confirmar vuestra
fe. Como ha dicho Su Eminencia, ahora tenéis, y tenemos, muchas
preocupaciones. Me consta que os tomáis a pecho trabajar en el
nuevo marco definido por la reorganización del mapa de las provincias
eclesiásticas, y me alegra profundamente. Quisiera aprovechar
esta oportunidad para reflexionar con vosotros sobre algunos temas que
sé que son centro de vuestra atención.
La
Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica
os ha hecho nacer por el Bautismo. Os ha llamado a su servicio; a él
habéis dedicado la vida, primero como diáconos y sacerdotes,
después como obispos. Os manifiesto toda mi estima por esta entrega
personal: a pesar de la magnitud de la tarea, que subraya el honor que
comporta honor, onus, cumplís con fidelidad y humildad
la triple función que os es propia con respecto a la grey que
se os ha encomendado: enseñar, gobernar, santificar, a la luz
de la Constitución Lumen gentium (nn. 25-28) y del Decreto
Christus Dominus. Sucesores de los Apóstoles, representáis
a Cristo al frente de las diócesis que se os han confiado, y
os esforzáis por plasmar la imagen de Obispo dibujada por san
Pablo; habéis de crecer continuamente en este sentido, para ser
siempre «hospitalarios, amigos de lo bueno, de sanos principios,
justos, fieles, dueños de sí, apegados a la doctrina cierta
y a la enseñanza sana» (cf. Tt 1,8-9). El pueblo cristiano
debe teneros afecto y respeto. La tradición cristiana ha hecho
hincapié desde el principio en este punto: «Los que son
de Dios y de Jesucristo, están con el Obispo», decía
san Ignacio de Antioquía (Ad Phil., 3,2), que añadía
también: «A quien el dueño de la casa haya mandado
para la administración de la casa, hay que recibirlo como al
que lo ha mandado (Ad Ef. 6, 1). Vuestra misión, espiritual sobre
todo, consiste, pues, en crear las condiciones necesarias para que los
fieles, citando de nuevo a san Ignacio, puedan «cantar al unísono
por Jesucristo un himno al Padre» (ibíd., 4, 2) y hacer
así de su vida una ofrenda a Dios.
Estáis
convencidos con razón de que la catequesis es de fundamental
importancia para acrecentar en cada bautizado el gusto de Dios y la
comprensión del sentido de la vida. Los dos principales instrumentos
que tenéis a disposición, el Catecismo de la Iglesia Católica
y el Catecismo de los Obispos de Francia son valiosas bazas. Dan una
síntesis armoniosa de la fe católica y permiten anunciar
el Evangelio con una fidelidad correspondiente a su riqueza. La catequesis
no es tanto una cuestión de método, sino de contenido,
como indica su propio nombre: se trata de una comprensión orgánica
(kat-echein) del conjunto de la revelación cristiana, capaz de
poner a disposición de la inteligencia y el corazón la
Palabra de Aquel que dio su vida por nosotros. Así, la catequesis
hace resonar en el corazón de todo ser humano una sola llamada
siempre renovada: «Sígueme» (Mt 9,9). Una esmerada
preparación de los catequistas permitirá la transmisión
íntegra de la fe, a ejemplo de san Pablo, el más grande
catequista de todos los tiempos, al que miramos con admiración
particularmente en este segundo milenio de su nacimiento. En medio de
sus preocupaciones apostólicas, exhortaba de este modo: «Vendrá
un tiempo en que la gente no soportará la doctrina sana, sino
que, para halagarse el oído, se rodearán de maestros a
la medida de sus deseos; y, apartado el oído de la verdad, se
volverán a las fábulas» (2 Tm 4, 3-4). Conscientes
del gran realismo de sus previsiones, os esforzáis con humildad
y perseverancia en hacer caso a sus recomendaciones: «Proclama
la Palabra, insiste a tiempo y destiempo [...] con toda paciencia y
deseo de instruir» (ibíd., 4, 2).
Para
llevar a cabo eficazmente esta tarea, necesitáis colaboradores.
Por eso se han de alentar más que nunca las vocaciones sacerdotales
y religiosas. He sido informado sobre las iniciativas emprendidas animosamente
en este campo, y quisiera dar todo mi apoyo a quienes, como Cristo,
no tienen miedo de invitar a los jóvenes o menos jóvenes
a ponerse al servicio del Maestro que está ahí y llama
(cf. Jn 11, 28). Quisiera agradecer cordialmente y alentar a todas las
familias, parroquias, comunidades cristianas y movimientos de la Iglesia
que son la tierra fértil que da el buen fruto de las vocaciones
(cf. Mt 13, 8). En este contexto, no deseo omitir mi agradecimiento
por las innumerables oraciones de los verdaderos discípulos de
Cristo y de su Iglesia, entre los que se hallan: sacerdotes, religiosos
y religiosas, ancianos o enfermos, también reclusos, que durante
décadas han elevado sus plegarias a Dios para cumplir el mandato
de Jesús: «Rogad, pues, al Señor de la mies que
mande trabajadores a su mies» (Mt 9,38). El Obispo y las comunidades
de fieles deben, por lo que les concierne, favorecer y acoger las vocaciones
sacerdotales y religiosas, apoyándose en la gracia otorgada por
el Espíritu Santo para el necesario discernimiento. Sí,
queridos Hermanos en el Episcopado, seguid llamando al sacerdocio y
a la vida religiosa, como Pedro echó las redes por orden del
Maestro, tras pasar una noche de pesca sin obtener nada (cf. Lc 5,5).
Nunca
se repetirá bastante que el sacerdocio es esencial para la Iglesia,
por el bien mismo del laicado. Los sacerdotes son un don de Dios para
la Iglesia. No pueden delegar sus funciones a los fieles en lo que se
refiere a las misiones que les son propias. Queridos Hermanos en el
Episcopado, os invito a seguir solícitos para ayudar a vuestros
sacerdotes a vivir en íntima unión con Cristo. Su vida
espiritual es el fundamento de su vida apostólica. Exhortadles
con dulzura a la oración cotidiana y a la celebración
digna de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía y la
Reconciliación, como lo hacía San Francisco de Sales con
sus sacerdotes. Todo sacerdote debe poder sentirse dichoso de servir
a la Iglesia. A ejemplo del cura de Ars, hijo de vuestra tierra y patrono
de todos los párrocos del mundo, no dejéis de reiterar
que un hombre no puede hacer nada más grande que dar a los fieles
el cuerpo y la sangre de Cristo, y perdonar los pecados. Tratad de estar
atentos a su formación humana, intelectual y espiritual, y a
sus recursos para vivir. Pese a la carga de vuestras gravosas ocupaciones,
intentad encontraros con ellos regularmente, sabiéndolos acoger
como hermanos y amigos (cf. Lumen gentium, 28; Christus Dominus, 16).
Los sacerdotes necesitan vuestro afecto, vuestro aliento y solicitud.
Estad a su lado y tened una atención especial con los que están
en dificultad, los enfermos o de edad avanzada (cf. Christus Dominus,
16). No olvidéis que, como dice el Concilio Vaticano II usando
una espléndida expresión de san Ignacio de Antioquía
a los Magnesios, son «la corona espiritual del Obispo» (Lumen
gentium, 41).
El
culto litúrgico es la expresión suprema de la vida sacerdotal
y episcopal, como también de la enseñanza catequética.
Queridos Hermanos, vuestro oficio de santificar a los fieles es esencial
para el crecimiento de la Iglesia. Me he sentido impulsado a precisar
en el Motu proprio Summorum Pontificum las condiciones para
ejercer esta responsabilidad por lo que respecta a la posibilidad de
utilizar tanto el misal del Beato Juan XXIII (1962) como el del Papa
Pablo VI (1970). Ya se han dejado ver los frutos de estas nuevas disposiciones,
y espero el necesario apaciguamiento de los espíritus que, gracias
a Dios, se está produciendo. Tengo en cuenta las dificultades
que encontráis, pero no me cabe la menor duda de que podéis
llegar, en un tiempo razonable, a soluciones satisfactorias para todos,
para que la túnica inconsútil de Cristo no se desgarre
todavía más. Nadie está de más en la Iglesia.
Todos, sin excepción, han de poder sentirse en ella como
en su casa, y nunca rechazados. Dios, que ama a todos los hombres
y no quiere que ninguno se pierda, nos confía esta misión
haciéndonos Pastores de su grey. Sólo nos queda darle
gracias por el honor y la confianza que Él nos otorga. Por tanto,
esforcémonos por ser siempre servidores de la unidad.
¿Qué
otros temas requieren mayor atención? Las respuestas pueden variar
de una diócesis a otra, pero hay sin duda un problema particularmente
urgente que aparece en todas partes: la situación de la familia.
Sabemos que el matrimonio y la familia se enfrentan ahora a verdaderas
borrascas. Las palabras del evangelista sobre la barca en la tempestad
en medio del lago se pueden aplicar a la familia: «Las olas rompían
contra la barca hasta casi llenarla de agua» (Mc 4,37). Los factores
que han llevado a esta crisis son bien conocidos y, por tanto, no me
demoraré en enumerarlos. Desde hace algunas décadas, las
leyes han relativizado en diferentes países su naturaleza de
célula primordial de la sociedad. A menudo, las leyes buscan
acomodarse más a las costumbres y a las reivindicaciones de personas
o de grupos particulares que a promover el bien común de la sociedad.
La unión estable entre un hombre y una mujer, ordenada a construir
una felicidad terrenal, con el nacimiento de los hijos dados por Dios,
ya no es, en la mente de algunos, el modelo al que se refiere el compromiso
conyugal. Sin embargo, la experiencia enseña que la familia es
el pedestal sobre el que descansa toda la sociedad. Además, el
cristiano sabe que la familia es también la célula viva
de la Iglesia. Cuanto más impregnada esté la familia del
espíritu y de los valores del Evangelio, tanto más la
Iglesia misma se enriquecerá y responderá mejor a su vocación.
Por otra parte, conozco y aliento ardientemente los esfuerzos que hacéis
para dar vuestro apoyo a las diferentes asociaciones dedicadas a ayudar
a las familias. Tenéis razón en mantener, incluso a costa
de ir contracorriente, los principios que son la fuerza y la grandeza
del Sacramento del Matrimonio. La Iglesia quiere seguir siendo indefectiblemente
fiel al mandato que le confió su Fundador, nuestro Maestro y
Señor Jesucristo. Nunca deja de repetir con Él: Lo
que Dios ha unido, que no lo separe el hombre (Mt 19,6). La Iglesia
no se ha inventado esta misión, sino que la ha recibido. Ciertamente,
nadie puede negar que ciertos hogares atraviesan pruebas, a veces muy
dolorosas. Habrá que acompañar a los hogares en dificultad,
ayudarles a comprender la grandeza del matrimonio y animarlos a no relativizar
la voluntad de Dios y las leyes de vida que Él nos ha dado. Una
cuestión particularmente dolorosa, lo sabemos bien, es la de
los divorciados y vueltos a casar. La Iglesia, que no puede oponerse
a la voluntad de Cristo, mantiene con firmeza el principio de la indisolubilidad
del matrimonio, rodeando siempre del mayor afecto a quienes, por los
más variados motivos, no llegan a respetarla. No se pueden aceptar,
pues, las iniciativas que tienden a bendecir las uniones ilegítimas.
La Exhortación Apostólica Familiaris consortio ha indicado
el camino abierto por una concepción respetuosa de la verdad
y de la caridad.
Queridos
Hermanos, sé bien que los jóvenes están en el centro
de vuestras preocupaciones. Les dedicáis mucho tiempo, y hacéis
bien. Como bien sabéis, acabo de encontrarme con una multitud
de ellos en Sidney, durante la Jornada Mundial de la Juventud. He apreciado
su entusiasmo y su capacidad para dedicarse a la oración. Incluso
viviendo en un mundo que les halaga y estimula sus bajos instintos,
cargando ellos también el lastre bien pesado de herencias difíciles
de asumir, los jóvenes conservan una lozanía de espíritu
que me ha admirado. He hecho un llamamiento a su sentido de responsabilidad,
invitándoles a apoyarse siempre en la vocación que Dios
les concedió el día de su Bautismo. Nuestra fuerza
es lo que Cristo quiere de nosotros, decía el Cardenal
Jean-Marie Lustiger. Durante su primer viaje a Francia, mi venerado
Predecesor transmitió a los jóvenes de vuestro País
un mensaje que no ha perdido nada de su actualidad, y que fue acogido
entonces con un fervor inolvidable. La permisividad moral no hace
feliz al hombre, proclamó en el Parque de los Príncipes
entre aplausos atronadores. El buen sentido que inspiró esa sana
reacción de su auditorio, no ha muerto. Ruego al Espíritu
Santo que hable al corazón de todos los fieles y, en general,
al de todos vuestros compatriotas, para darles -o hacerles ver- el gusto
de llevar una vida según los criterios de una felicidad verdadera.
En
el Elíseo, mencioné el otro día la originalidad
de la situación francesa, que la Santa Sede desea respetar. En
efecto, estoy convencido de que las Naciones nunca deben aceptar que
desaparezcan lo que forma su identidad propia. En una familia, sus miembros,
aun teniendo el mismo padre y la misma madre, no son sujetos indiferenciados,
sino personas con su propia individualidad. Esto vale también
para los Países, que han de estar atentos a salvaguardar y desarrollar
su propia cultura, sin dejarse absorber nunca por otras o ahogarse en
una insulsa uniformidad. La nación es, en efecto -retomando
las palabras del Papa Juan Pablo II- la gran comunidad de los hombres
qué están unidos por diversos vínculos, pero sobre
todo, precisamente, por la cultura. La nación existe por
la cultura y para la cultura, y así es ella la gran
educadora de los hombres para que puedan ser más
en la comunidad (Discurso a la UNESCO, 2 de junio de 1980, n.
14). En esta perspectiva, resaltar las raíces cristianas de Francia
permitirá a cada uno de los habitantes de este País comprender
mejor de dónde viene y adónde va. Por tanto, en el marco
institucional vigente y con el máximo respeto por las leyes en
vigor, habrá que encontrar una nueva manera de interpretar y
vivir en lo cotidiano los valores fundamentales sobre los que se ha
edificado la identidad de la Nación. Vuestro Presidente ha hecho
alusión a esta posibilidad. Los presupuestos sociopolíticos
de la antigua desconfianza o incluso de hostilidad se desvanecen paulatinamente.
La Iglesia no reivindica el puesto del Estado. No quiere sustituirle.
La Iglesia es una sociedad basada en convicciones, que se sabe responsable
de todos y no puede limitarse a sí misma. Habla con libertad
y dialoga con la misma libertad con el deseo de alcanzar la libertad
común. Gracias a una sana colaboración entre la comunidad
política y la Iglesia, realizada con la conciencia y el respeto
de la independencia y de la autonomía de cada una en su propio
campo, se lleva a cabo un servicio al ser humano con miras a su pleno
desarrollo personal y social. Diversos puntos, primicias de otros que
podrán añadirse según sea necesario, han sido ya
examinados y resueltos en el ámbito de la Comisión
de Diálogo entre la Iglesia y el Estado. De ésta
forma parte naturalmente, en virtud de la misión que le es propia
y en nombre de la Santa Sede, el Nuncio Apostólico, que está
llamado a seguir activamente la vida de la Iglesia y su situación
en la sociedad.
Como
sabéis, mis Predecesores, el Beato Juan XXIII, que fue Nuncio
en París, y el Papa Pablo VI, instituyeron Secretariados que,
en 1988, se convirtieron en el Consejo Pontificio para la Promoción
de la Unidad de los Cristianos y en el Consejo Pontificio para el Diálogo
Interreligioso. Pronto se añadieron la Comisión para las
Relaciones con el Hebraísmo y la Comisión para las Relaciones
Religiosas con los Musulmanes. Estas estructuras son una especie de
reconocimiento institucional y conciliar de un sinnúmero de iniciativas
y actividades anteriores. Comisiones o consejos similares existen ya
en vuestra Conferencia Episcopal y en vuestras diócesis. Su existencia
y su funcionamiento demuestran la voluntad de la Iglesia de continuar
desarrollando el diálogo bilateral. La reciente Asamblea plenaria
del Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso ha puesto
de relieve que el verdadero diálogo requiere, como condición
fundamental, una buena formación en quienes lo promueven y un
discernimiento clarificador para avanzar poco a poco en el descubrimiento
de la Verdad. El objetivo del diálogo ecuménico e interreligioso,
diferentes obviamente por su naturaleza y finalidad respectivas, es
la búsqueda y la profundización de la Verdad. Se trata
de una tarea noble y obligatoria para todo hombre de fe, pues Cristo
mismo es la Verdad. Construir puentes entre las grandes tradiciones
eclesiales cristianas y el diálogo con otras tradiciones religiosas,
exige un esfuerzo real de conocimiento recíproco, porque la ignorancia
destruye más que construye. Además, no es más que
la Verdad la que permite vivir auténticamente el doble mandamiento
del amor que nos dejó nuestro Salvador. Ciertamente, hemos de
seguir con atención las diversas iniciativas emprendidas y discernir
las que favorecen el conocimiento y el respeto recíproco, así
como la promoción del diálogo, y evitar las que llevan
a callejones sin salida. No basta la buena voluntad. Creo que es bueno
comenzar por escuchar, pasar después a la discusión teológica,
para llegar finalmente al testimonio y al anuncio de la misma fe (Cf.
Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización,
3 de diciembre de 2007. n. 12). Que el Espíritu Santo os conceda
el discernimiento que debe caracterizar a todo Pastor. San Pablo recomienda:
Examinadlo todo, quedándoos con lo bueno (1 Ts 5,21).
La sociedad globalizada, multicultural y multirreligiosa en que vivimos,
es una oportunidad que el Señor nos da para proclamar la Verdad
y llevar a la práctica el Amor, con el fin de llegar a todo ser
humano sin distinción, más allá incluso de los
límites de la Iglesia visible.
El
año anterior a mi elección a la Sede de Pedro tuve la
alegría de venir a vuestro País para presidir las ceremonias
conmemorativas del sexagésimo aniversario del desembarco en Normandía.
Pocas veces como entonces, sentí el apego de los hijos e hijas
de Francia por la tierra de sus antepasados. Francia celebraba entonces
su liberación temporal, tras una guerra cruel que se cobró
muchas víctimas. Lo que conviene ahora es lograr una auténtica
liberación espiritual. El hombre necesita siempre verse libre
de sus temores y de sus pecados. El hombre debe aprender o reaprender
constantemente que Dios no es su enemigo, sino su Creador lleno de bondad.
Necesita saber que su vida tiene un sentido y que, al final de su recorrido
sobre la tierra, le espera participar por siempre en la gloria de Cristo
en el cielo. Vuestra misión es llevar a la porción del
Pueblo de Dios confiada a vuestro cuidado al reconocimiento de este
final glorioso. Quisiera que vierais aquí mi admiración
y gratitud por todo lo que hacéis por avanzar en esta dirección.
Estad seguros de mi oración cotidiana por cada uno de vosotros.
Y creedme si os digo que nunca dejo de pedir al Señor y a su
Madre que os guíen en vuestro camino.
Queridos
Hermanos en el Episcopado, con alegría y emoción os encomiendo
a Nuestra Señora de Lourdes y a Santa Bernadette. El poder de
Dios se ha manifestado siempre en la debilidad. El Espíritu Santo
ha lavado siempre la suciedad, regado lo árido, enderezado lo
torcido. Cristo Salvador, que ha tenido a bien convertirnos en instrumentos
para transmitir su amor a los hombres, nunca dejará de haceros
crecer en la fe, la esperanza y la caridad, para daros el gozo de llevar
a Él un número creciente de hombres y mujeres de nuestro
tiempo. A la vez que os confío a su fuerza de Redentor, os imparto
a todos y de corazón una afectuosa Bendición Apostólica.
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