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La
elección de Dios: Benedicto
XVI y el futuro de la Iglesia
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Una
mirada ciega hacia la luz
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Gustave
Thibon
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El
dolor. El final de los tiempos
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José
Javier Esparza
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La
Muerte
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José
Javier Esparza
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Cuentos
y leyendas cristianos
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Rossana
Guarnieri
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El
Evangelio en imágenes
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Jean-François
Kieffer, Christine Ponsard
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Hipótesis
sobre María
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Vittorio
Messori
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¡Vueltos
hacia el Señor!
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Klaus
Gamber
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La
anunciación a María
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Paul
Claudel
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Dicen
que ha resucitado
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Vittorio
Messori
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El
último cruzado
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Louis
de Wohl
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Dentro
de cinco horas veré a Jesús
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Jacques
Fesch
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La
esencia del cristianismo
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Romano
Guardini
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El
torrente oculto
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Ronald
A. Knox
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Vencer
el miedo
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Magdi
Allam
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Señor Cardenal,
Señora Ministra de la Cultura,
Señor Alcalde,
Señor Canciller del Instituto de Francia,
Queridos amigos:
Gracias,
Señor Cardenal, por sus amables palabras. Nos encontramos en
un lugar histórico, edificado por los hijos de san Bernardo de
Claraval y que su gran predecesor, el recordado Cardenal Jean-Marie
Lustiger, quiso como centro de diálogo entre la sabiduría
cristiana y las corrientes culturales, intelectuales y artísticas
de la sociedad actual. Saludo en particular a la Señora Ministra
de la Cultura, que representa al Gobierno, así como al Señor
Giscard DEstaing y al Señor Chirac. Asimismo, saludo a
los Señores Ministros que nos acompañan, a los representantes
de la UNESCO, al Señor Alcalde de París y a las demás
Autoridades. No puedo olvidar a mis colegas del Instituto de Francia,
que bien conocen la consideración que les profeso. Doy las gracias
al Príncipe de Broglie por sus cordiales palabras. Nos veremos
mañana por la mañana. Agradezco a la Delegación
de la comunidad musulmana francesa que haya aceptado participar en este
encuentro: les dirijo mis mejores deseos en este tiempo de Ramadán.
Dirijo ahora un cordial saludo al conjunto del variado mundo de la cultura,
que vosotros, queridos invitados, representáis tan dignamente.
Quisiera
hablaros esta tarde del origen de la teología occidental y de
las raíces de la cultura europea. He recordado al comienzo que
el lugar donde nos encontramos es emblemático. Está ligado
a la cultura monástica, porque aquí vivieron monjes jóvenes,
para aprender a comprender más profundamente su llamada y vivir
mejor su misión. ¿Es ésta una experiencia que representa
todavía algo para nosotros, o nos encontramos sólo con
un mundo ya pasado? Para responder, conviene que reflexionemos un momento
sobre la naturaleza del monaquismo occidental. ¿De qué
se trataba entonces? A tenor de la historia de las consecuencias del
monaquismo cabe decir que, en la gran fractura cultural provocada por
las migraciones de los pueblos y el nuevo orden de los Estados que se
estaban formando, los monasterios eran los lugares en los que sobrevivían
los tesoros de la vieja cultura y en los que, a partir de ellos, se
iba formando poco a poco una nueva cultura. ¿Cómo sucedía
esto? ¿Qué les movía a aquellas personas a reunirse
en lugares así? ¿Qué intenciones tenían?
¿Cómo vivieron?
Primeramente
y como cosa importante hay que decir con gran realismo que no estaba
en su intención crear una cultura y ni siquiera conservar una
cultura del pasado. Su motivación era mucho más elemental.
Su objetivo era: quaerere Deum, buscar a Dios. En la confusión
de un tiempo en que nada parecía quedar en pie, los monjes querían
dedicarse a lo esencial: trabajar con tesón por dar con lo que
vale y permanece siempre, encontrar la misma Vida. Buscaban a Dios.
Querían pasar de lo secundario a lo esencial, a lo que es sólo
y verdaderamente importante y fiable. Se dice que su orientación
era «escatológica». Que no hay que entenderlo en
el sentido cronológico del término, como si mirasen al
fin del mundo o a la propia muerte, sino existencialmente: detrás
de lo provisional buscaban lo definitivo. Quaerere Deum: como
eran cristianos, no se trataba de una expedición por un desierto
sin caminos, una búsqueda hacia el vacío absoluto. Dios
mismo había puesto señales de pista, incluso había
allanado un camino, y de lo que se trataba era de encontrarlo y seguirlo.
El camino era su Palabra que, en los libros de las Sagradas Escrituras,
estaba abierta ante los hombres. La búsqueda de Dios requiere,
pues, por intrínseca exigencia una cultura de la palabra o, como
dice Jean Leclercq: en el monaquismo occidental, escatología
y gramática están interiormente vinculadas una con la
otra (cf. Lamour des lettres et le desir de Dieu, p. 14). El deseo
de Dios, le desir de Dieu, incluye lamour des lettres,
el amor por la palabra, ahondar en todas sus dimensiones. Porque en
la Palabra bíblica Dios está en camino hacia nosotros
y nosotros hacia Él, hace falta aprender a penetrar en el secreto
de la lengua, comprenderla en su estructura y en el modo de expresarse.
Así, precisamente por la búsqueda de Dios, resultan importantes
las ciencias profanas que nos señalan el camino hacia la lengua.
Puesto que la búsqueda de Dios exigía la cultura de la
palabra, forma parte del monasterio la biblioteca que indica el camino
hacia la palabra. Por el mismo motivo forma parte también de
él la escuela, en la que concretamente se abre el camino. San
Benito llama al monasterio una dominici servitii schola. El monasterio
sirve a la eruditio, a la formación y a la erudición
del hombre una formación con el objetivo último
de que el hombre aprenda a servir a Dios. Pero esto comporta evidentemente
también la formación de la razón, la erudición,
por la que el hombre aprende a percibir entre las palabras la Palabra.
Para
captar plenamente la cultura de la palabra, que pertenece a la esencia
de la búsqueda de Dios, hemos de dar otro paso. La Palabra que
abre el camino de la búsqueda de Dios y es ella misma el camino,
es una Palabra que mira a la comunidad. En efecto, llega hasta el fondo
del corazón de cada uno (cf. Hch 2, 37). Gregorio Magno lo describe
como una punzada imprevista que desgarra el alma adormecida y la despierta
haciendo que estemos atentos a la realidad esencial, a Dios (cf. Leclercq,
ibid., p. 35). Pero también hace que estemos atentos unos a otros.
La Palabra no lleva a un camino sólo individual de una inmersión
mística, sino que introduce en la comunión con cuantos
caminan en la fe. Y por eso hace falta no sólo reflexionar en
la Palabra, sino leerla debidamente. Como en la escuela rabínica,
también entre los monjes el mismo leer del individuo es simultáneamente
un acto corporal. «Sin embargo, si legere y lectio se usan sin
un adjetivo calificativo, indican comúnmente una actividad que,
como cantar o escribir, afectan a todo el cuerpo y a toda el alma»,
dice a este respecto Jean Leclercq (ibid., p. 21).
Y
aún hay que dar otro paso. La Palabra de Dios nos introduce en
el coloquio con Dios. El Dios que habla en la Biblia nos enseña
cómo podemos hablar con Él. Especialmente en el Libro
de los Salmos nos ofrece las palabras con que podemos dirigirnos a Él,
presentarle nuestra vida con sus altibajos en coloquio ante Él,
transformando así la misma vida en un movimiento hacia Él.
Los Salmos contienen frecuentes instrucciones incluso sobre cómo
deben cantarse y acompañarse de instrumentos musicales. Para
orar con la Palabra de Dios el sólo pronunciar no es suficiente,
se requiere la música. Dos cantos de la liturgia cristiana provienen
de textos bíblicos, que los ponen en los labios de los Ángeles:
el Gloria, que fue cantado por los Ángeles al nacer Jesús,
y el Sanctus, que según Isaías 6 es la aclamación
de los Serafines que están junto a Dios. A esta luz, la Liturgia
cristiana es invitación a cantar con los Ángeles y dirigir
así la palabra a su destino más alto. Escuchemos en ese
contexto una vez más a Jean Leclercq: «Los monjes tenían
que encontrar melodías que tradujeran en sonidos la adhesión
del hombre redimido a los misterios que celebra. Los pocos capiteles
de Cluny, que se conservan hasta nuestros días, muestran los
símbolos cristológicos de cada uno de los tonos»
(cf. Ibid., p. 229).
En
San Benito, para la plegaria y para el canto de los monjes, la regla
determinante es lo que dice el Salmo: Coram angelis psallam Tibi, Domine
delante de los ángeles tañeré para ti, Señor
(cf. 138, 1). Aquí se expresa la conciencia de cantar en la oración
comunitaria en presencia de toda la corte celestial y por tanto de estar
expuestos al criterio supremo: orar y cantar de modo que se pueda estar
unidos con la música de los Espíritus sublimes que eran
tenidos como autores de la armonía del cosmos, de la música
de las esferas. De ahí se puede entender la seriedad de una meditación
de san Bernardo de Claraval, que usa un dicho de tradición platónica
transmitido por Agustín para juzgar el canto feo de los monjes,
que obviamente para él no era de hecho un pequeño matiz,
sin importancia. Califica la confusión de un canto mal hecho
como un precipitarse en la «zona de la desemejanza en la
regio dissimilitudinis. Agustín había echado mano de esa
expresión de la filosofía platónica para calificar
su estado interior antes de la conversión (cf. Confesiones VII,
10.16): el hombre, creado a semejanza de Dios, al abandonarlo se hunde
en la «zona de la desemejanza» en un alejamiento
de Dios en el que ya no lo refleja y así se hace desemejante
no sólo de Dios, sino también de sí mismo, del
verdadero ser hombre. Es ciertamente drástico que Bernardo, para
calificar los cantos mal hechos de los monjes, emplee esta expresión,
que indica la caída del hombre alejado de sí mismo. Pero
demuestra también cómo se toma en serio este asunto. Demuestra
que la cultura del canto es también cultura del ser y que los
monjes con su plegaria y su canto han de estar a la altura de la Palabra
que se les ha confiado, a su exigencia de verdadera belleza. De esa
exigencia intrínseca de hablar y cantar a Dios con las palabras
dadas por Él mismo nació la gran música occidental.
No se trataba de una «creatividad» privada, en la que el
individuo se erige un monumento a sí mismo, tomando como criterio
esencialmente la representación del propio yo. Se trataba más
bien de reconocer atentamente con los «oídos del corazón»
las leyes intrínsecas de la música de la creación
misma, las formas esenciales de la música puestas por el Creador
en su mundo y en el hombre, y encontrar así la música
digna de Dios, que al mismo tiempo es verdaderamente digna del hombre
e indica de manera pura su dignidad.
Para
captar de alguna manera la cultura de la palabra, que en el monaquismo
occidental se desarrolló por la búsqueda de Dios, partiendo
de dentro, es preciso referirse también, aunque sea brevemente,
a la particularidad del Libro o de los Libros en los que esta Palabra
ha salido al encuentro de los monjes. La Biblia, vista bajo el aspecto
puramente histórico o literario, no es simplemente un libro,
sino una colección de textos literarios, cuya redacción
duró más de un milenio y en la que cada uno de los libros
no es fácilmente reconocible como perteneciente a una unidad
interior; en cambio se dan tensiones visibles entre ellos. Esto es verdad
ya dentro de la Biblia de Israel, que los cristianos llamamos el Antiguo
Testamento. Es más verdad aún cuando nosotros, como cristianos,
unimos el Nuevo Testamento y sus escritos, casi como clave hermenéutica,
con la Biblia de Israel, interpretándola así como camino
hacia Cristo. En el Nuevo Testamento, con razón, la Biblia normalmente
no se la califica como la Escritura, sino como las
Escrituras, que sin embargo en su conjunto luego se consideran
como la única Palabra de Dios dirigida a nosotros. Pero ya este
plural evidencia que aquí la Palabra de Dios nos alcanza sólo
a través de la palabra humana, a través de las palabras
humanas, es decir que Dios nos habla sólo a través de
los hombres, mediante sus palabras y su historia. Esto, a su vez, significa
que el aspecto divino de la Palabra y de las palabras no es naturalmente
obvio. Dicho con lenguaje moderno: la unidad de los libros bíblicos
y el carácter divino de sus palabras no son, desde un punto de
vista puramente histórico, asibles. El elemento histórico
es la multiplicidad y la humanidad. De ahí se comprende la formulación
de un dístico medieval que, a primera vista, parece desconcertante:
Littera gesta docet quid credas allegoria
(cf. Augustinus
de Dacia, Rotulus pugillaris, 1). La letra muestra los hechos; lo que
tienes que creer lo dice la alegoría, es decir la interpretación
cristológica y pneumática.
Todo
esto podemos decirlo de manera más sencilla: la Escritura precisa
de la interpretación, y precisa de la comunidad en la que se
ha formado y en la que es vivida. En ella tiene su unidad y en ella
se despliega el sentido que aúna el todo. Dicho todavía
de otro modo: existen dimensiones del significado de la Palabra y de
las palabras, que se desvelan sólo en la comunión vivida
de esta Palabra que crea la historia. Mediante la creciente percepción
de las diversas dimensiones del sentido, la Palabra no queda devaluada,
sino que aparece incluso con toda su grandeza y dignidad. Por eso el
«Catecismo de la Iglesia Católica» con toda razón
puede decir que el cristianismo no es simplemente una religión
del libro en el sentido clásico (cf. n. 108). El cristianismo
capta en las palabras la Palabra, el Logos mismo, que despliega su misterio
a través de tal multiplicidad y de la realidad de una historia
humana. Esta estructura especial de la Biblia es un desafío siempre
nuevo para cada generación. Por su misma naturaleza excluye todo
lo que hoy se llama fundamentalismo. La misma Palabra de Dios, de hecho,
nunca está presente ya en la simple literalidad del texto. Para
alcanzarla se requiere un trascender y un proceso de comprensión,
que se deja guiar por el movimiento interior del conjunto y por ello
debe convertirse también en un proceso vital. Siempre y sólo
en la unidad dinámica del conjunto los muchos libros forman un
Libro, la Palabra de Dios y la acción de Dios en el mundo se
revelan solamente en la palabra y en la historia humana.
Todo
el dramatismo de este tema está iluminado en los escritos de
san Pablo. Qué significado tenga el trascender de la letra y
su comprensión únicamente a partir del conjunto, lo ha
expresado de manera drástica en la frase: «La pura letra
mata y, en cambio, el Espíritu da vida» (2 Cor 3, 6). Y
también: Donde hay el Espíritu
hay libertad
(2 Cor 3, 17). La grandeza y la amplitud de tal visión de la
Palabra bíblica, sin embargo, sólo se puede comprender
si se escucha a Pablo profundamente y se comprende entonces que ese
Espíritu liberador tiene un nombre y que la libertad tiene por
tanto una medida interior: «El Señor es el Espíritu,
y donde hay el Espíritu del Señor hay libertad»
(2 Cor 3,17). El Espíritu liberador no es simplemente la propia
idea, la visión personal de quien interpreta. El Espíritu
es Cristo, y Cristo es el Señor que nos indica el camino. Con
la palabra sobre el Espíritu y sobre la libertad se abre un vasto
horizonte, pero al mismo tiempo se pone una clara limitación
a la arbitrariedad y a la subjetividad, un límite que obliga
de manera inequívoca al individuo y a la comunidad y crea un
vínculo superior al de la letra: el vínculo del entendimiento
y del amor. Esa tensión entre vínculo y libertad, que
sobrepasa el problema literario de la interpretación de la Escritura,
ha determinado también el pensamiento y la actuación del
monaquismo y ha plasmado profundamente la cultura occidental. Esa tensión
se presenta de nuevo también a nuestra generación como
un reto frente a los extremos de la arbitrariedad subjetiva, por una
parte, y del fanatismo fundamentalista, por otra. Sería fatal,
si la cultura europea de hoy llegase a entender la libertad sólo
como la falta total de vínculos y con esto favoreciese inevitablemente
el fanatismo y la arbitrariedad. Falta de vínculos y arbitrariedad
no son la libertad, sino su destrucción.
En
la consideración sobre la «escuela del servicio divino»
como san Benito llamaba al monaquismo hemos fijado hasta
ahora la atención sólo en su orientación hacia
la palabra, en el «ora». Y de hecho de ahí es de
donde se determina la dirección del conjunto de la vida monástica.
Pero nuestra reflexión quedaría incompleta si no miráramos
aunque sea brevemente el segundo componente del monaquismo, el descrito
con el «labora». En el mundo griego el trabajo físico
se consideraba tarea de siervos. El sabio, el hombre verdaderamente
libre se dedicaba únicamente a las cosas espirituales; dejaba
el trabajo físico como algo inferior a los hombres incapaces
de la existencia superior en el mundo del espíritu. Absolutamente
diversa era la tradición judaica: todos los grandes rabinos ejercían
al mismo tiempo una profesión artesanal. Pablo que, como rabino
y luego como anunciador del Evangelio a los gentiles, era también
tejedor de tiendas y se ganaba la vida con el trabajo de sus manos,
no constituye una excepción, sino que sigue la común tradición
del rabinismo. El monaquismo ha acogido esa tradición; el trabajo
manual es parte constitutiva del monaquismo cristiano. San Benito habla
en su Regla no propiamente de la escuela, aunque la enseñanza
y el aprendizaje como hemos visto en ella se daban por descontados.
En cambio, en un capítulo de su Regla habla explícitamente
del trabajo (cf. cap. 48). Lo mismo hace Agustín que dedicó
al trabajo de los monjes todo un libro. Los cristianos, que con esto
continuaban la tradición ampliamente practicada por el judaísmo,
tenían que sentirse sin embargo cuestionados por la palabra de
Jesús en el Evangelio de Juan, con la que defendía su
actuar en sábado: «Mi Padre sigue actuando y yo también
actúo» (5, 17). El mundo greco-romano no conocía
ningún Dios Creador; la divinidad suprema, según su manera
de pensar, no podía, por decirlo así, ensuciarse las manos
con la creación de la materia. «Construir» el mundo
quedaba reservado al demiurgo, una deidad subordinada. Muy distinto
el Dios cristiano: Él, el Uno, el verdadero y único Dios,
es también el Creador. Dios trabaja; continúa trabajando
en y sobre la historia de los hombres. En Cristo entra como Persona
en el trabajo fatigoso de la historia. «Mi Padre sigue actuando
y yo también actúo». Dios mismo es el Creador del
mundo, y la creación todavía no ha concluido. Dios trabaja,
ergázetai! Así el trabajo de los hombres tenía
que aparecer como una expresión especial de su semejanza con
Dios y el hombre, de esta manera, tiene capacidad y puede participar
en la obra de Dios en la creación del mundo. Del monaquismo forma
parte, junto con la cultura de la palabra, una cultura del trabajo,
sin la cual el desarrollo de Europa, su ethos y su formación
del mundo son impensables. Ese ethos, sin embargo, tendría que
comportar la voluntad de obrar de tal manera que el trabajo y la determinación
de la historia por parte del hombre sean un colaborar con el Creador,
tomándolo como modelo. Donde ese modelo falta y el hombre se
convierte a sí mismo en creador deiforme, la formación
del mundo puede fácilmente transformarse en su destrucción.
Comenzamos
indicando que, en el resquebrajamiento de las estructuras y seguridades
antiguas, la actitud de fondo de los monjes era el quaerere Deum la
búsqueda de Dios. Podríamos decir que ésta es la
actitud verdaderamente filosófica: mirar más allá
de las cosas penúltimas y lanzarse a la búsqueda de las
últimas, las verdaderas. Quien se hacía monje, avanzaba
por un camino largo y profundo, pero había encontrado ya la dirección:
la Palabra de la Biblia en la que oía que hablaba el mismo Dios.
Entonces debía tratar de comprenderle, para poder caminar hacia
Él. Así el camino de los monjes, pese a seguir no medible
en su extensión, se desarrolla ya dentro de la Palabra acogida.
La búsqueda de los monjes, en algunos aspectos, comporta ya en
sí mismo un hallazgo. Sucede pues, para que esa búsqueda
sea posible, que previamente se da ya un primer movimiento que no sólo
suscita la voluntad de buscar, sino que hace incluso creíble
que en esa Palabra está escondido el camino o mejor: que
en esa Palabra Dios mismo se hace encontradizo con los hombres y por
eso los hombres a través de ella pueden alcanzar a Dios. Con
otras palabras: debe darse el anuncio dirigido al hombre creando así
en él una convicción que puede transformarse en vida.
Para que se abra un camino hacia el corazón de la Palabra bíblica
como Palabra de Dios, esa misma Palabra debe antes ser anunciada desde
el exterior. La expresión clásica de esa necesidad de
la fe cristiana de hacerse comunicable a los otros es una frase de la
Primera Carta de Pedro, que en la teología medieval era considerada
la razón bíblica para el trabajo de los teólogos:
«Estad siempre prontos para dar razón (logos) de vuestra
esperanza a todo el que os la pidiere» (3,15). (El Logos, la razón
de la esperanza, debe hacerse apo-logia, debe llegar a ser respuesta).
De hecho, los cristianos de la Iglesia naciente no consideraron su anuncio
misionero como una propaganda, que debiera servir para que el propio
grupo creciera, sino como una necesidad intrínseca derivada de
la naturaleza de su fe: el Dios en el que creían era el Dios
de todos, el Dios uno y verdadero que se había mostrado en la
historia de Israel y finalmente en su Hijo, dando así la respuesta
que tenía en cuenta a todos y que, en su intimidad, todos los
hombres esperan. La universalidad de Dios y la universalidad de la razón
abierta hacia Él constituían para ellos la motivación
y también el deber del anuncio. Para ellos la fe no pertenecía
a las costumbres culturales, diversas según los pueblos, sino
al ámbito de la verdad que igualmente tiene en cuenta a todos.
El
esquema fundamental del anuncio cristiano «ad extra» a
los hombres que, con sus preguntas, buscan se halla en el discurso
de san Pablo en el Areópago. Tengamos presente, en ese contexto,
que el Areópago no era una especie de academia donde las mentes
más ilustradas se reunían para discutir sobre cosas sublimes,
sino un tribunal competente en materia de religión y que debía
oponerse a la importación de religiones extranjeras. Y precisamente
ésta es la acusación contra Pablo: «Parece ser un
predicador de divinidades extranjeras» (Hch 17,18). A lo que Pablo
replica: «He encontrado entre vosotros un altar en el que está
escrito: Al Dios desconocido. Pues eso que veneráis
sin conocerlo, os lo anuncio yo» (cf. 17, 23). Pablo no anuncia
dioses desconocidos. Anuncia a Aquel, que los hombres ignoran y, sin
embargo, conocen: el Ignoto-Conocido; Aquel que buscan, al que, en lo
profundo, conocen y que, sin embargo, es el Ignoto y el Incognoscible.
Lo más profundo del pensamiento y del sentimiento humano sabe
en cierto modo que Él tiene que existir. Que en el origen de
todas las cosas debe estar no la irracionalidad, sino la Razón
creativa; no el ciego destino, sino la libertad. Sin embargo, pese a
que todos los hombres en cierto modo sabemos esto como Pablo subraya
en la Carta a los Romanos (1, 21) ese saber permanece irreal:
Un Dios sólo pensado e inventado no es un Dios. Si Él
no se revela, nosotros no llegamos hasta Él. La novedad del anuncio
cristiano es la posibilidad de decir ahora a todos los pueblos: Él
se ha revelado. Él personalmente. Y ahora está abierto
el camino hacia Él. La novedad del anuncio cristiano no consiste
en un pensamiento sino en un hecho: Él se ha mostrado. Pero esto
no es un hecho ciego, sino un hecho que, en sí mismo, es Logos
presencia de la Razón eterna en nuestra carne. Verbum caro
factum est (Jn 1,14): precisamente así en el hecho ahora está
el Logos, el Logos presente en medio de nosotros. El hecho es razonable.
Ciertamente hay que contar siempre con la humildad de la razón
para poder acogerlo; hay que contar con la humildad del hombre que responde
a la humildad de Dios.
Nuestra
situación actual, bajo muchos aspectos, es distinta de la que
Pablo encontró en Atenas, pero, pese a la diferencia, sin embargo,
en muchas cosas es también bastante análoga. Nuestras
ciudades ya no están llenas de altares e imágenes de múltiples
divinidades. Para muchos, Dios se ha convertido realmente en el gran
Desconocido. Pero como entonces tras las numerosas imágenes de
los dioses estaba escondida y presente la pregunta acerca del Dios desconocido,
también hoy la actual ausencia de Dios está tácitamente
inquieta por la pregunta sobre Él. Quaerere Deum buscar
a Dios y dejarse encontrar por Él: esto hoy no es menos necesario
que en tiempos pasados. Una cultura meramente positivista que circunscribiera
al campo subjetivo como no científica la pregunta sobre Dios,
sería la capitulación de la razón, la renuncia
a sus posibilidades más elevadas y consiguientemente una ruina
del humanismo, cuyas consecuencias no podrían ser más
graves. Lo que es la base de la cultura de Europa, la búsqueda
de Dios y la disponibilidad para escucharle, sigue siendo aún
hoy el fundamento de toda verdadera cultura.
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