«Y vi triunfar al Señor...»

Por Antonio Orozco-Delclós 30.III.2002
La resurrección de Cristo medida de la humana resurrección

"Es evidente que Cristo puede ser llamado Primogénito de los que resucitan de entre muertos, no sólo en cuanto al tiempo, porque fue el primero que resucitó,
sino también en el orden de la causa,
porque su resurrección es la causa de la resurrección de los demás;
y, además, en el orden de la dignidad, porque resucitó mucho más glorioso que los demás. Este es el dogma de la resurrección de Cristo, que el símbolo de la fe formula en estos términos: al tercer día resucitó de entre los muertos".

Santo Tomás de Aquino, Compendio de Teología, 515

Aparece la vida eternamente gloriosa para el hombre         SURREXIT sicut dixit!, ¡resucitó como había anunciado! Lo había dicho y nadie lo entendió: «al tercer día, resucitaré». Se han desvanecido las tinieblas del Gólgota. «Ha nacido la luz para el justo, y para los rectos de corazón la alegría» (Sal 96, 11). Este es el gran día que hizo el Señor, para consolación, alegría y esperanza cierta de todos sus hijos. La Iglesia entera nos invita a la exultación y a la alabanza del Dios tres veces Santo. ¡Aleluya, aleluya! La Cruz santa aparece en su propio lugar y contexto en la Historia de la entera humanidad, bajo el resplandor de la Resurrección gloriosa: ¡ahora se entiende! Ahora el Viernes Santo descubre su maravilloso secreto, su grandioso sentido: fue día de gran dolor, porque los hombres habíamos crucificado al Autor de la vida (Cfr. Act 2, 23. 3, 15); pero la Vida –el Dios-Hijo, «en quien estaba la Vida»– sólo asumió la muerte para vencerla. Dios-Hijo murió para convertir esa extrema consecuencia del pecado que es la muerte, en «acceso» a la Vida. Para que todo el mundo pueda cantar como hoy hace la Iglesia: «O félix culpa!» Bendita culpa, bendita monstruosidad, bendita hecatombre, que nos ha merecido la Encarnación de Dios-Hijo, su Vida, su Pasión, su Muerte y su Resurrección, en la cual se encuentra el fundamento inconmovible de nuestra fe y de nuestra esperanza en nuestra futura resurrección gloriosa.
Comparte Dios su Gloria por con el hombre         Cuando la luz entra hasta el fondo de las tinieblas, las tinieblas se retiran, dejan paso a la luz, se acabó la oscuridad. Cuando Quien es la Vida desciende hasta lo más profundo de la muerte, necesariamente la muerte ya no es lo que era; ha sufrido una transformación radical. Ahora ha sido invadida por la Vida en plenitud. Y ciertamente: «el pueblo que yacía en tinieblas ha visto una gran luz; para los que yacían en región y sombra de muerte una luz ha amanecido» (Mt 4, 16). «Goce la tierra, inundada de tanta claridad, y que, radiante con el fulgor del Rey eterno, se sienta libre de la tiniebla que cubría el orbe entero» (Pregón pascual). «Estuve muerto "pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos" y tengo las llaves de la Muerte y del Hades» (Apoc 1, 18). «¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?» (1 Cor 15, 55)
        Estando en la isla de Patmos, el apóstol Juan oyó «una fuerte voz» del Cielo que le decía: «"Esta es la morada de Dios con los hombres. Él pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él –Dios con ellos– será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos y no habrá ya muerte ni habrá llanto ni gritos ni fatigas porque el mundo viejo habrá pasado. Entonces dijo el que está sentado en el trono: "Mira que hago un mundo nuevo." Y añadió: "Escribe: Estas son palabras ciertas y verdaderas."» (Apoc 21, 3-5) .
Parece demasiado         Si todas estas palabras no fueran de la Escritura Santa, garantizadas por el Espíritu Santo, que actúa en el Magisterio de la Iglesia, cabría pensar en una broma pesada, en una vana ilusión, en un piadoso consuelo para los que van a desembocar en la nada. Pero no, nada hay más verdadero que estas palabras de verdad.

        Nos cuesta hacernos a la idea de la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo y aún más de nuestra propia resurrección. Tendemos a pensar que es demasiado hermoso para ser cierto:
Así puedes ser         ––Yo, muriendo no en el vacío, sino en Cristo y con Cristo.
        ––Yo, muriendo unido a la muerte de Cristo, unido, pues, para siempre a la Vida de Dios Hijo y, por tanto, como son un solo Dios, a la Vida de Dios Padre y de Dios Espíritu Santo, esto es, en comunión con la Trinidad.
        ––Yo, viviendo para siempre inmerso en la Luz, en la Vida, en la Sabiduría, en la Belleza, en la Libertad, en el Amor infinito de Dios.
        ––Yo, conviviendo eternamente con las tres Personas divinas, con la Madre Dios, con todos los Ángeles y todos los Santos.
Todopoderoso         ¡Es demasiado! Sí, es demasiado para nuestra imaginación, que siente vértigo ante tanta belleza. Demasiado para la razón humana, tan limitada que no llega a comprender la magnitud de la misericordia y del amor de Dios, pero tampoco llega comprender por qué es el Ser y no más bien la nada, ni por qué no se desploma el universo en cualquier momento. ¡Demasiado para la criatura!, pero no para el Creador de cielos y tierra.

        ¡Dios es grande!¡Dios es inmenso! ¡Dios es Trinidad!
Lo de siempre         Estamos habituados –con terquedad digna de mejor causa– en explicar lo que sucede después, por lo acontecido antes. Como ha sucedido «esto», sucederá «esto otro». Y ya está. Es la ya vieja mentalidad cientifista, determinista, inmanentista, intrascendente... Estamos hechos a razonar desde el comienzo hasta el final. Como si todo dependiera de la eficiencia de las causas físicas. Y no consideramos que todo depende del «fin», que –como sabían los antiguos sabios– es «la primera de las causas».
Por el final         Para un ser inteligente, lo primero es el final. Todo comienza por el final. Siembro la semilla no porque me gusta o me divierte, sino para obtener «después» la cosecha, los frutos que me gustan y satisfacen. No siembro por sembrar, sino por los frutos. Los frutos es lo que explica la sementera.

        Es por la mañana de Resurrección, que sucede la tarde del Viernes Santo, no al revés. Sólo desde su «después» se entienden la Encarnación del Verbo, su Pasión y su Muerte. Sólo desde el futuro eterno se comprenderá la vida temporal de los fieles cristianos, que andan cada día con su cruz pisando las huellas de su Señor.
Teorías de Darwin         La función crea el órgano dicen los darwinistas. No saben cuánta razón y cuánta sinrazón tienen. Tienen razón porque el ver la luz es la razón de que haya ojo. Pero no tienen razón, porque el ojo no nace porque haya luz, sino que hay luz porque ha de haber ojos. Por mucha luz que haya no puede crear un ojo, y menos aún, dos. En cambio, puede haber una Inteligencia de saber infinito con omnipotencia creadora que diga: «¡Hágase la luz!», y se haga la luz, para que a la vuelta de siglos haya ojos. El fin es la primera de las causas; y todo ser inteligente obra por un fin; y Dios es todo el poder y toda la sabiduría; y no dice «hágase el big-bang», si se quiere hablar así, que luego ya veremos. Sino que dice: quiero hijos de carne y hueso, eternamente felices; por eso quiero big-bang, para que a la vuelta de milenios mis hijos puedan nacer y conocer las maravillas de un universo en orden asombroso, con un equilibrio de fuerzas que asombrará a los científicos más inteligentes; y podrán descubrirme, conocerme y amarme... No hay seres humanos porque haya simios, sino, seguramente, hay simios porque ha debido haber seres humanos.
El empeño divino         Si hay Cruz –Calvario–, es porque ha de haber Resurrección. Ciertamente hay una razón «anterior»: hay Cruz porque ha habido pecado; pero el pecado ha sido permitido para que Dios-Hijo se humane y redima y sea Cabeza de la nueva humanidad por Él redimida, y la dignidad original no sólo sea recuperada, sino superada por la Encarnación del Verbo. El pecado, la gran abominación, ha sido permitido para que la Iglesia pueda cantar durante el triduo Pascual, y para siempre, la extraordinaria y grandísima paradoja «o, félix culpa», «¡oh, culpa feliz!», ¡oh, maravillosa hecatombre, que ha desencadenado el amor y la misericordia del Dios-Padre, que nos ha enviado a su Hijo-Dios para redimirnos y divinizarnos! ¡Valía la pena!
Los que huyen         Muchos, ciegos al futuro, se aferran al presente huidizo y no entienden el sentido de la Cruz, su finalización salvífica; menos aún entienden su propia cruz: ¡huyen de la Cruz!, como aquellos primeros que –relictis omnibus (Lc 5, 11)–, dejando todas las cosas, siguieron a Cristo; pero a la hora de la Cruz –relicto eo (Mt 26, 56)–, le dejaron solo.

        Nos sometemos a mil torturas para conservar la vida del cuerpo mortal, o quizá tan sólo su belleza aparente; y nos aterra el encuentro con la pequeña cruz –suave y ligera (Cfr. Mt 11, 30)– de cada jornada, ésa que nos adentra más y más en la plenitud del Amor.
        Y al ritmo de la huída se arrasan los más preciosos valores: la amistad, el amor, la familia, la paz entre los pueblos y países, hasta llegar a crímenes horrendos, como la esclavitud y el asesinato de inocentes... Todo lo devasta quien huye de la Cruz. Bastaría fastidiarse un poco para hacer la vida más amable a los demás y ser felices.
Paradojas de la vida ¿Quién es el fugitivo?
        Lo curioso es que en un mundo de fugitivos, el que va en dirección contraria parece que huye. Incluso puede ser tachado de cobarde y traidor, de necio o loco. La Cruz es escándalo para unos; necedad, para otros (Cfr. 1 Cor 1, 18); cuando no puede haber paz, ni amor, ni libertad, sin Cruz. Sólo ella vence la raíz de todo mal y a su primer fautor, el demonio; y su consecuencia inevitable, la muerte. Sólo sobre el signo de la Cruz puede edificarse el orden, la armonía, el sosiego interior y la belleza del mundo de los hombres, porque es en la Cruz donde Dios-Hijo ha reconciliado al mundo con Dios-Padre y transfigura aun las más pequeñas de las cosas buenas, en tesoros eternos.
Así somos los humanos Pensar según Dios
        Jesús anuncia su Pasión y Pedro palidece; no entiende. Toma aparte al Maestro y «se pone a reprenderle diciendo: Lejos de ti, Señor; de ningún modo ocurrirá eso» (Mt 16, 22). La reacción es fulminante: «¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí, pues no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres» (Mt 16, 23). Estás pensando al modo de Satanás: pretendes apartarme de la Redención.
        ¿Cuántas veces habré yo discurrido con la lógica de Satanás? ¿Cuántas habré representado el papel del príncipe de las tinieblas, impidiendo algún encuentro saludable con la Cruz? ¿Habré incluso apartado a alguno definitivamente de ella? ¿No lo hacen a veces amigos, padres, hermanos, maestros, incluso pastores? «¡Sálvate a ti mismo bajando de la cruz!» (Mc 15, 30). Este ha sido el grito infame –hinchada, a punto de reventar la vena del cuello– de Satanás, entre las densas tinieblas del Viernes Santo.
María         ¡Qué distinto el sentir de la Madre Virgen! ¡Madre verdadera! Su palabra es el silencio y su grito callado el del amor más hondo, lleno de la fe más recia, que prefiere el bien real al aparente del Hijo amado, aunque cueste la vida. Ceder a lo fácil puede parecer muy «humano» pero es satánico. «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame; pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará. Porque ¿de qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?, o ¿qué podrá dar el hombre a cambio de su alma?» (Mt 16, 24-26)
Satanás         Satanás, histrión consumado, intenta, y consigue a menudo persuadir –de mil modos, estilos y máscaras– que lo único importante es el momento presente, colmar de placer este instante, sin mirar al siguiente, como en el Club de los poetas muertos. Así el «después», cercano, el futuro presente eterno, será suyo.

        Asegurar el futuro que no acaba, la Vida mayúscula, es lo sensato. Abrazarse a la cruz de cada día en el fiel cumplimiento del pequeño deber de cada momento, completando lo que falta a la Pasión de Jesús... (Col 1, 24), que «mi yugo es suave y ligera mi carga» (Mt 9, 30) es lo santo.
El sistema infalible En la cumbre de las actividades humanas
        Es preciso que los cristianos sean muros de contención en este mundo de fugitivos de la Cruz hacia la tristeza. Con la fuerza de la Cruz –aunque pequeña, de ordinario – se conseguirá realizar lo visto por aquel sacerdote santo en la Misa: «Llegó –escribe– la hora de la consagración: en el momento de alzar la Sagrada Hostia (...) vino a mi pensamiento, con fuerza y claridad extraordinarias, aquello de la Escritura: “et si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum” (Joann, XII, 32). Ordinariamente, ante lo sobrenatural, tengo miedo. Después viene el “ne timeas”, soy Yo. Y comprendí que serán los hombres y mujeres de Dios quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana... Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas...» (1).
Sólo puede ser así         Era el 7 de agosto de 1931. A la vuelta de los años, aquella luz cierta no menguó. En la solemnidad de Cristo Rey de 1970, afirmaba de nuevo con vigor: «Cristo en la cumbre de las actividades humanas. Esto es realizable, no es un sueño inútil. ¡Si los hombres nos decidiéramos a albergar en nuestros corazones el amor de Dios! Cristo, Señor Nuestro, fue crucificado y, desde la altura de la Cruz, redimió al mundo, restableciendo la paz entre Dios y los hombres. Jesucristo recuerda a todos: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Ioh XII, 32), si vosotros me colocáis en la cumbre de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño, omnia traham ad meipsum, todo lo atraeré hacia mi. ¡Mi reino entre vosotros será una realidad!» (2)
La fuerza de lo débil con Dios         No es un sueño vano. Él quiere implantar su Reino entre nosotros, pues así nos ha enseñado a rezar: «Venga a nosotros tu Reino». Que tal Reino no sea «de este mundo», no significa que no sea «para este mundo». Significa que no puede surgir de las fuerzas de este mundo, que sólo puede «venir de arriba» como un estricto «don»; que no esgrime armas de guerra, de violencia, sino de amor, oración y sacrificio. No se sostiene sobre lo «políticamente correcto», sino sobre la locura y la debilidad de la Cruz, más sabia y fuerte que los hombres. Y no alcazará su plenitud hasta su consumación en «los nuevos cielos y la nueva tierra».
        ¿No vale la pena superar el egoísmo, abrir la ventana a la mañana de Resurrección, mirar al futuro y –activamente– aproximarlo al presente? «¡Oh Cruz buena –rezamos con Andrés apóstol–, que fuiste embellecida por los miembros del Señor; tanto tiempo deseada, amada con solicitud, buscada sin descanso y ardientemente preparada con el deseo: recíbeme de entre los hombres y llévame junto a mi Maestro, para que a través de ti me reciba quien por ti me ha redimido».
Nosotros como Cristo         Ya no huiremos más. Ya la Luz ha disipado las tinieblas del miedo a la muerte, al dolor, al sacrificio. Ya estamos inmersos en la lógica divina. Se ha obrado un gran prodigio y...

        ¡Que contenta va el alma
        porque torna a quemarse,
        a hacerse esencia única,
        a transmutarse en cielo alto! (3)
La Santa Cruz diviniza, introduce en la intimidad del Misterio Pascual. Con la Cruz gloriosa, «Cristo resucitado domina la escena de la historia y da una fuerza generadora de eterna esperanza a la vida cristiana ... la esperanza que necesita la humanidad de nuestro tiempo» (4)

        ¡Cristo ha resucitado!
        ¡Resucitemos con Él!
         Cristo es nuestra esperanza,
         nuestra paz y nuestra vida.
Triunfar sólo con Cristo En consecuencia:
        Vivir la «vida nueva» de que nos habla Pablo, dejando atrás los viejos temores egoístas de gentes irredentas... Razonar desde el futuro. Vivir el presente con vistas al después eterno. Vivir el instante presente con toda la intensidad posible, con «vibración de eternidad». No contemplar nunca el frío rostro de la muerte sin ver el cálido y luminoso Rostro de Cristo Vida nuestra. No mirar nunca el dolor, el sufrimiento, la angustia o la limitación de la humana existencia como una tragedia definitiva, sino como el anuncio de la resurrección gloriosa, el acceso a la Vida. Permitir a Cristo que triunfe. Creer en la vida eterna. Ver ya, con los ojos de la fe, cumplido el gran compromiso divino: su Triunfo en la tierra y en el Cielo. Este es el programa que nos abre a la Vida de Cristo resucitado.

         ¡Aleluya, Aleluya! Amén.

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(1) J. ESCRIVA DE BALAGUER, citado por François GONDRAND, Al paso de Dios, Madrid 1984. p. 71
(2) J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, n. 183.
(3) JUAN RAMON JIMENEZ, Diario de poeta y mar, CLXXXII.
(4) JUAN PABLO II, Aloc., 6-IV-1983, n. 2