La esperanza en Cristo, ancla para la vida
Intervención que pronunció Benedicto XVI el domingo al rezar la oración mariana del Regina Caeli junto a miles de peregrinos congregados en la plaza de San Pedro del Vaticano.
Ciudad del Vaticano, 4 mayo 2008.
El último cruzado
Louis de Wohl
El torrente oculto
Ronald A. Knox
Vencer el miedo
Magdi Allam

Queridos hermanos y hermanas:

        Hoy se celebra en varios países, entre ellos Italia, la solemnidad de la Ascensión de Cristo al cielo, misterio de la fe que el libro de los Hechos de los Apóstoles sitúa cuarenta días después de la resurrección (Cf. 1, 3-11), y por este motivo en el Vaticano y en algunas naciones del mundo ya se celebró el! jueves pasado. Después de la Ascensión, los primeros discípulos se quedaron reunidos en el Cenáculo, en torno a la Madre de Jesús, en fervorosa espera del don del Espíritu Santo, prometido por Jesús (Cf. Hechos 1,14). En este primer domingo de mayo, mes de María, también nosotros revivimos esta experiencia al experimentar más intensamente la presencia espiritual de María. Y la plaza de San Pedro se presenta hoy como un Cenáculo a cielo abierto, lleno de fieles, en buena parte socios de la Acción Católica Italiana, a quienes me dirigiré después de la oración mariana del Regina Caeli.

        En sus discursos de adiós a los discípulos, Jesús insistió mucho en la importancia de su «regreso al Padre», cumplimiento de toda su misión. De hecho, vino al mundo para devolver el hombre a Dios, pero no idealmente --! como haría un filósofo o un maestro de sabiduría--sino realmente, como pastor que quiere llevar todas las ovejas al redil. Jesús afrontó este «éxodo» hacia la patria celestial en primera persona por nosotros. Por nosotros descendió del Cielo y por nosotros ascendió, tras haberse hecho semejante en todo a los hombres, humillado hasta la muerte de cruz, y tras haber tocado el abismo de la máxima lejanía de Dios.

        Precisamente por este motivo el Padre se complació en Él y le «exaltó» (Filipenses 2,9), restituyéndole la plenitud de su gloria, pero ahora con nuestra humanidad. Dios en el hombre - el hombre en Dios: ya no se trata de una verdad teórica, sino real. Por este motivo, la esperanza cristiana, fundamentada en Cristo, no es ilusión; por el contrario --como dice la carta a los Hebreos--, en ella «tenemos como una segura y sólida ancla de nuestra alma» (6, 19), un ancla que penetra en el cielo, donde Cristo nos ha precedido.

        Y, ¿qué es lo que más necesita el hombre de todos los tiempos sino precisamente esto: un ancla firme para la propia existencia? Aparece así, nuevamente, el sentido estupendo de la presencia de María entre nosotros. Al dirigir hacia ella la mirada, como los primeros discípulos, se nos presenta la realidad de Jesús: la Madre orienta hacia el Hijo, que ya no se encuentra físicamente entre nosotros, sino que espera en la casa del Padre. Jesús nos invita a no quedarnos mirando hacia lo alto, sino a estar juntos, unidos en la oración, para invocar el don del Espíritu Santo. Sólo a quien «renace de lo alto», es decir, del Espíritu Santo, se le abre la entrada al Reino de los cielos (Cf. Juan 3, 3-5), y la primera «renacida de lo alto» es precisamente la Virgen María. A ella, por tanto, nos dirigimos en la plenitud de la alegría pascual.