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La
elección de Dios: Benedicto
XVI y el futuro de la Iglesia
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Leyendas
negras de la Iglesia
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La
búsqueda de Dios
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Paul
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La
ciudad de Dios
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San
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El
mito del papa de Hitler
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San
Francisco de Asís - Santo Tomás de Aquino
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G.K.
Chesterton: El apostol del sentido común
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Dale
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Fabrizio
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El
hombre que hacía milagros (DVD)
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Stanislav
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Una
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Hipótesis
sobre María
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Vittorio
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La
anunciación a María
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Dicen
que ha resucitado
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Vittorio
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Dentro
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Romano
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El
torrente oculto
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Ronald
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Vencer
el miedo
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Magdi
Allam
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Señor Presidente
Señoras y Señores
Al comenzar mi
intervención en esta Asamblea, deseo ante todo expresarle a usted,
Señor Presidente, mi sincera gratitud por sus amables palabras.
Quiero agradecer también al Secretario General, el Señor
Ban Ki-moon, por su invitación a visitar la Sede central de la
Organización y por su cordial bienvenida. Saludo a los Embajadores
y a los Diplomáticos de los Estados Miembros, así como
a todos los presentes: a través de ustedes, saludo a los pueblos
que representan aquí. Ellos esperan de esta Institución
que lleve adelante la inspiración que condujo a su fundación,
la de ser un «centro que armonice los esfuerzos de las Naciones
por alcanzar los fines comunes», de la paz y el desarrollo (cf.
Carta de las Naciones Unidas, art. 1.2-1.4). Como dijo el Papa Juan
Pablo II en 1995, la Organización debería ser "centro
moral, en el que todas las naciones del mundo se sientan como en su
casa, desarrollando la conciencia común de ser, por así
decir, una familia de naciones" (Discurso ante la Asamblea
General de las Naciones Unidas, Nueva York, 5 de octubre de 1995, 14).
A través
de las Naciones Unidas, los Estados han establecido objetivos universales
que, aunque no coincidan con el bien común total de la familia
humana, representan sin duda una parte fundamental de este mismo bien.
Los principios fundacionales de la Organización el deseo
de la paz, la búsqueda de la justicia, el respeto de la dignidad
de la persona, la cooperación y la asistencia humanitaria
expresan las justas aspiraciones del espíritu humano y constituyen
los ideales que deberían estar subyacentes en las relaciones
internacionales. Como mis predecesores Pablo VI y Juan Pablo II han
hecho notar desde esta misma tribuna, se trata de cuestiones que la
Iglesia Católica y la Santa Sede siguen con atención e
interés, pues ven en vuestra actividad un ejemplo de cómo
los problemas y conflictos relativos a la comunidad mundial pueden estar
sujetos a una reglamentación común. Las Naciones Unidas
encarnan la aspiración a "un grado superior de ordenamiento
internacional" Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis, 43), inspirado
y gobernado por el principio de subsidiaridad y, por tanto, capaz de
responder a las demandas de la familia humana mediante reglas internacionales
vinculantes y estructuras capaces de armonizar el desarrollo cotidiano
de la vida de los pueblos. Esto es más necesario aún en
un tiempo en el que experimentamos la manifiesta paradoja de un consenso
multilateral que sigue padeciendo una crisis a causa de su subordinación
a las decisiones de unos pocos, mientras que los problemas del mundo
exigen intervenciones conjuntas por parte de la comunidad internacional.
Ciertamente, cuestiones
de seguridad, los objetivos del desarrollo, la reducción de las
desigualdades locales y globales, la protección del entorno,
de los recursos y del clima, requieren que todos los responsables internacionales
actúen conjuntamente y demuestren una disponibilidad para actuar
de buena fe, respetando la ley y promoviendo la solidaridad con las
regiones más débiles del planeta. Pienso particularmente
en aquellos Países de África y de otras partes del mundo
que permanecen al margen de un auténtico desarrollo integral,
y corren por tanto el riesgo de experimentar sólo los efectos
negativos de la globalización. En el contexto de las relaciones
internacionales, es necesario reconocer el papel superior que desempeñan
las reglas y las estructuras intrínsecamente ordenadas a promover
el bien común y, por tanto, a defender la libertad humana. Dichas
reglas no limitan la libertad. Por el contrario, la promueven cuando
prohíben comportamientos y actos que van contra el bien común,
obstaculizan su realización efectiva y, por tanto, comprometen
la dignidad de toda persona humana. En nombre de la libertad debe haber
una correlación entre derechos y deberes, por la cual cada persona
está llamada a asumir la responsabilidad de sus opciones, tomadas
al entrar en relación con los otros. Aquí, nuestro pensamiento
se dirige al modo en que a veces se han aplicado los resultados de los
descubrimientos de la investigación científica y tecnológica.
No obstante los enormes beneficios que la humanidad puede recabar de
ellos, algunos aspectos de dicha aplicación representan una clara
violación del orden de la creación, hasta el punto en
que no solamente se contradice el carácter sagrado de la vida,
sino que la persona humana misma y la familia se ven despojadas de su
identidad natural. Del mismo modo, la acción internacional dirigida
a preservar el entorno y a proteger las diversas formas de vida sobre
la tierra no ha de garantizar solamente un empleo racional de la tecnología
y de la ciencia, sino que debe redescubrir también la auténtica
imagen de la creación. Esto nunca requiere optar entre ciencia
y ética: se trata más bien de adoptar un método
científico que respete realmente los imperativos éticos.
El reconocimiento
de la unidad de la familia humana y la atención a la dignidad
innata de cada hombre y mujer adquiere hoy un nuevo énfasis con
el principio de la responsabilidad de proteger. Este principio ha sido
definido sólo recientemente, pero ya estaba implícitamente
presente en los orígenes de las Naciones Unidas y ahora se ha
convertido cada vez más en una característica de la actividad
de la Organización. Todo Estado tiene el deber primario de proteger
a la propia población de violaciones graves y continuas de los
derechos humanos, como también de las consecuencias de las crisis
humanitarias, ya sean provocadas por la naturaleza o por el hombre.
Si los Estados no son capaces de garantizar esta protección,
la comunidad internacional ha de intervenir con los medios jurídicos
previstos por la Carta de las Naciones Unidas y por otros instrumentos
internacionales. La acción de la comunidad internacional y de
sus instituciones, dando por sentado el respeto de los principios que
están a la base del orden internacional, no tiene por qué
ser interpretada nunca como una imposición injustificada y una
limitación de soberanía. Al contrario, es la indiferencia
o la falta de intervención lo que causa un daño real.
Lo que se necesita es una búsqueda más profunda de los
medios para prevenir y controlar los conflictos, explorando cualquier
vía diplomática posible y prestando atención y
estímulo también a las más tenues señales
de diálogo o deseo de reconciliación.
El principio de
la "responsabilidad de proteger" fue considerado por el antiguo
ius gentium como el fundamento de toda actuación de los gobernadores
hacia los gobernados: en tiempos en que se estaba desarrollando el concepto
de Estados nacionales soberanos, el fraile dominico Francisco de Vitoria,
calificado con razón como precursor de la idea de las Naciones
Unidas, describió dicha responsabilidad como un aspecto de la
razón natural compartida por todas las Naciones, y como el resultado
de un orden internacional cuya tarea era regular las relaciones entre
los pueblos. Hoy como entonces, este principio ha de hacer referencia
a la idea de la persona como imagen del Creador, al deseo de una absoluta
y esencial libertad. Como sabemos, la fundación de las Naciones
Unidas coincidió con la profunda conmoción experimentada
por la humanidad cuando se abandonó la referencia al sentido
de la trascendencia y de la razón natural y, en consecuencia,
se violaron gravemente la libertad y la dignidad del hombre. Cuando
eso ocurre, los fundamentos objetivos de los valores que inspiran y
gobiernan el orden internacional se ven amenazados, y minados en su
base los principios inderogables e inviolables formulados y consolidados
por las Naciones Unidas. Cuando se está ante nuevos e insistentes
desafíos, es un error retroceder hacia un planteamiento pragmático,
limitado a determinar "un terreno común", minimalista
en los contenidos y débil en su efectividad.
La referencia a
la dignidad humana, que es el fundamento y el objetivo de la responsabilidad
de proteger, nos lleva al tema sobre el cual hemos sido invitados a
centrarnos este año, en el que se cumple el 60° aniversario
de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. El documento
fue el resultado de una convergencia de tradiciones religiosas y culturales,
todas ellas motivadas por el deseo común de poner a la persona
humana en el corazón de las instituciones, leyes y actuaciones
de la sociedad, y de considerar a la persona humana esencial para el
mundo de la cultura, de la religión y de la ciencia. Los derechos
humanos son presentados cada vez más como el lenguaje común
y el sustrato ético de las relaciones internacionales. Al mismo
tiempo, la universalidad, la indivisibilidad y la interdependencia de
los derechos humanos sirven como garantía para la salvaguardia
de la dignidad humana. Sin embargo, es evidente que los derechos reconocidos
y enunciados en la Declaración se aplican a cada uno en virtud
del origen común de la persona, la cual sigue siendo el punto
más alto del designio creador de Dios para el mundo y la historia.
Estos derechos se basan en la ley natural inscrita en el corazón
del hombre y presente en las diferentes culturas y civilizaciones.
Arrancar los derechos
humanos de este contexto significaría restringir su ámbito
y ceder a una concepción relativista, según la cual el
sentido y la interpretación de los derechos podrían variar,
negando su universalidad en nombre de los diferentes contextos culturales,
políticos, sociales e incluso religiosos. Así pues, no
se debe permitir que esta vasta variedad de puntos de vista oscurezca
no sólo el hecho de que los derechos son universales, sino que
también lo es la persona humana, sujeto de estos derechos.
La vida de la comunidad,
tanto en el ámbito interior como en el internacional, muestra
claramente cómo el respeto de los derechos y las garantías
que se derivan de ellos son las medidas del bien común que sirven
para valorar la relación entre justicia e injusticia, desarrollo
y pobreza, seguridad y conflicto. La promoción de los derechos
humanos sigue siendo la estrategia más eficaz para extirpar las
desigualdades entre Países y grupos sociales, así como
para aumentar la seguridad. Es cierto que las víctimas de la
opresión y la desesperación, cuya dignidad humana se ve
impunemente violada, pueden ceder fácilmente al impulso de la
violencia y convertirse ellas mismas en transgresoras de la paz. Sin
embargo, el bien común que los derechos humanos permiten conseguir
no puede lograrse simplemente con la aplicación de procedimientos
correctos ni tampoco a través de un simple equilibrio entre derechos
contrapuestos. La Declaración Universal tiene el mérito
de haber permitido confluir en un núcleo fundamental de valores
y, por lo tanto, de derechos, a diferentes culturas, expresiones jurídicas
y modelos institucionales. No obstante, hoy es preciso redoblar los
esfuerzos ante las presiones para reinterpretar los fundamentos de la
Declaración y comprometer con ello su íntima unidad, facilitando
así su alejamiento de la protección de la dignidad humana
para satisfacer meros intereses, con frecuencia particulares. La Declaración
fue adoptada como un "ideal común" (preámbulo)
y no puede ser aplicada por partes separadas, según tendencias
u opciones selectivas que corren simplemente el riesgo de contradecir
la unidad de la persona humana y por tanto la indivisibilidad de los
derechos humanos.
La experiencia
nos enseña que a menudo la legalidad prevalece sobre la justicia
cuando la insistencia sobre los derechos humanos los hace aparecer como
resultado exclusivo de medidas legislativas o decisiones normativas
tomadas por las diversas agencias de los que están en el poder.
Cuando se presentan simplemente en términos de legalidad, los
derechos corren el riesgo de convertirse en proposiciones frágiles,
separadas de la dimensión ética y racional, que es su
fundamento y su fin. Por el contrario, la Declaración Universal
ha reforzado la convicción de que el respeto de los derechos
humanos está enraizado principalmente en la justicia que no cambia,
sobre la cual se basa también la fuerza vinculante de las proclamaciones
internacionales. Este aspecto se ve frecuentemente desatendido cuando
se intenta privar a los derechos de su verdadera función en nombre
de una mísera perspectiva utilitarista. Puesto que los derechos
y los consiguientes deberes provienen naturalmente de la interacción
humana, es fácil olvidar que son el fruto de un sentido común
de la justicia, basado principalmente sobre la solidaridad entre los
miembros de la sociedad y, por tanto, válidos para todos los
tiempos y todos los pueblos. Esta intuición fue expresada ya
muy pronto, en el siglo V, por Agustín de Hipona, uno de los
maestros de nuestra herencia intelectual. Decía que la máxima
no hagas a otros lo que no quieres que te hagan a ti "en modo alguno
puede variar, por mucha que sea la diversidad de las naciones"
(De doctrina christiana, III, 14). Por tanto, los derechos humanos han
de ser respetados como expresión de justicia, y no simplemente
porque pueden hacerse respetar mediante la voluntad de los legisladores.
Señoras
y Señores, con el transcurrir de la historia surgen situaciones
nuevas y se intenta conectarlas a nuevos derechos. El discernimiento,
es decir, la capacidad de distinguir el bien del mal, se hace más
esencial en el contexto de exigencias que conciernen a la vida misma
y al comportamiento de las personas, de las comunidades y de los pueblos.
Al afrontar el tema de los derechos, puesto que en él están
implicadas situaciones importantes y realidades profundas, el discernimiento
es al mismo tiempo una virtud indispensable y fructuosa.
Así,
el discernimiento muestra cómo el confiar de manera exclusiva
a cada Estado, con sus leyes e instituciones, la responsabilidad última
de conjugar las aspiraciones de personas, comunidades y pueblos enteros
puede tener a veces consecuencias que excluyen la posibilidad de un
orden social respetuoso de la dignidad y los derechos de la persona.
Por otra parte, una visión de la vida enraizada firmemente en
la dimensión religiosa puede ayudar a conseguir dichos fines,
puesto que el reconocimiento del valor trascendente de todo hombre y
toda mujer favorece la conversión del corazón, que lleva
al compromiso de resistir a la violencia, al terrorismo y a la guerra,
y de promover la justicia y la paz. Además, esto proporciona
el contexto apropiado para ese diálogo interreligioso que las
Naciones Unidas están llamadas a apoyar, del mismo modo que apoyan
el diálogo en otros campos de la actividad humana. El diálogo
debería ser reconocido como el medio a través del cual
los diversos sectores de la sociedad pueden articular su propio punto
de vista y construir el consenso sobre la verdad en relación
a los valores u objetivos particulares. Pertenece a la naturaleza de
las religiones, libremente practicadas, el que puedan entablar autónomamente
un diálogo de pensamiento y de vida. Si también a este
nivel la esfera religiosa se mantiene separada de la acción política,
se producirán grandes beneficios para las personas y las comunidades.
Por otra parte, las Naciones Unidas pueden contar con los resultados
del diálogo entre las religiones y beneficiarse de la disponibilidad
de los creyentes para poner sus propias experiencias al servicio del
bien común. Su cometido es proponer una visión de la fe,
no en términos de intolerancia, discriminación y conflicto,
sino de total respeto de la verdad, la coexistencia, los derechos y
la reconciliación.
Obviamente, los
derechos humanos deben incluir el derecho a la libertad religiosa, entendido
como expresión de una dimensión que es al mismo tiempo
individual y comunitaria, una visión que manifiesta la unidad
de la persona, aun distinguiendo claramente entre la dimensión
de ciudadano y la de creyente. La actividad de las Naciones Unidas en
los años recientes ha asegurado que el debate público
ofrezca espacio a puntos de vista inspirados en una visión religiosa
en todas sus dimensiones, incluyendo la de rito, culto, educación,
difusión de informaciones, así como la libertad de profesar
o elegir una religión. Es inconcebible, por tanto, que los creyentes
tengan que suprimir una parte de sí mismos su fe
para ser ciudadanos activos. Nunca debería ser necesario renegar
de Dios para poder gozar de los propios derechos. Los derechos asociados
con la religión necesitan protección sobre todo si se
los considera en conflicto con la ideología secular predominante
o con posiciones de una mayoría religiosa de naturaleza exclusiva.
No se puede limitar la plena garantía de la libertad religiosa
al libre ejercicio del culto, sino que se ha de tener en la debida consideración
la dimensión pública de la religión y, por tanto,
la posibilidad de que los creyentes contribuyan la construcción
del orden social. A decir verdad, ya lo están haciendo, por ejemplo,
a través de su implicación influyente y generosa en una
amplia red de iniciativas, que van desde las universidades a las instituciones
científicas, escuelas, centros de atención médica
y a organizaciones caritativas al servicio de los más pobres
y marginados. El rechazo a reconocer la contribución a la sociedad
que está enraizada en la dimensión religiosa y en la búsqueda
del Absoluto expresión por su propia naturaleza de la comunión
entre personas privilegiaría efectivamente un planteamiento
individualista y fragmentaría la unidad de la persona.
Mi presencia en
esta Asamblea es una muestra de estima por las Naciones Unidas y es
considerada como expresión de la esperanza en que la Organización
sirva cada vez más como signo de unidad entre los Estados y como
instrumento al servicio de toda la familia humana. Manifiesta también
la voluntad de la Iglesia Católica de ofrecer su propia aportación
a la construcción de relaciones internacionales en un modo en
que se permita a cada persona y a cada pueblo percibir que son un elemento
capaz de marcar la diferencia. Además, la Iglesia trabaja para
obtener dichos objetivos a través de la actividad internacional
de la Santa Sede, de manera coherente con la propia contribución
en la esfera ética y moral y con la libre actividad de los propios
fieles. Ciertamente, la Santa Sede ha tenido siempre un puesto en las
asambleas de las Naciones, manifestando así el propio carácter
específico en cuanto sujeto en el ámbito internacional.
Como han confirmado recientemente las Naciones Unidas, la Santa Sede
ofrece así su propia contribución según las disposiciones
de la ley internacional, ayuda a definirla y a ella se remite.
Las Naciones Unidas
siguen siendo un lugar privilegiado en el que la Iglesia está
comprometida a llevar su propia experiencia "en humanidad",
desarrollada a lo largo de los siglos entre pueblos de toda raza y cultura,
y a ponerla a disposición de todos los miembros de la comunidad
internacional. Esta experiencia y actividad, orientadas a obtener la
libertad para todo creyente, intentan aumentar también la protección
que se ofrece a los derechos de la persona. Dichos derechos están
basados y plasmados en la naturaleza trascendente de la persona, que
permite a hombres y mujeres recorrer su camino de fe y su búsqueda
de Dios en este mundo. El reconocimiento de esta dimensión debe
ser reforzado si queremos fomentar la esperanza de la humanidad en un
mundo mejor, y crear condiciones propicias para la paz, el desarrollo,
la cooperación y la garantía de los derechos de las generaciones
futuras.
En mi reciente
Encíclica Spe salvi, he subrayado "que la búsqueda,
siempre nueva y fatigosa, de rectos ordenamientos para las realidades
humanas es una tarea de cada generación" (n. 25). Para los
cristianos, esta tarea está motivada por la esperanza que proviene
de la obra salvadora de Jesucristo.
Precisamente por
eso la Iglesia se alegra de estar asociada con la actividad de esta
ilustre Organización, a la cual está confiada la responsabilidad
de promover la paz y la buena voluntad en todo el mundo. Queridos amigos,
os doy las gracias por la oportunidad de dirigirme hoy a vosotros y
prometo la ayuda de mis oraciones para el desarrollo de vuestra noble
tarea.
Antes de despedirme de esta asamblea, deseo saludar a todas las naciones
aquí representadas en las lenguas oficiales.
¡Paz y prosperidad
con la ayuda de Dios!
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