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La
búsqueda de Dios
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Paul
Johnson
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El
Señor: mediaciones sobre la persona y la vida de
Jesucristo (2 ed)
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Teresa
de Calcuta (DVD)
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Fabrizio
Costa
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El
hombre que hacía milagros (DVD)
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Stanislav
Sokolov y Derek Hayes
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Hipótesis
sobre María
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Vittorio
Messori
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La
anunciación a María
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Paul
Claudel
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Dicen
que ha resucitado
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Vittorio
Messori
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Vía
Crucis para niños (y no tan niños)
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Guillermo
Urbizu
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Queridos hermanos
y hermanas:
En
su discurso de despedida, Jesús anunció a los discípulos
su inminente muerte y resurrección con una frase misteriosa:
"Me voy y vuelvo a vuestro lado" (Jn 14, 28). Morir es partir.
Aunque el cuerpo del difunto aún permanece, él personalmente
se marchó hacia lo desconocido y nosotros no podemos seguirlo
(cf. Jn 13, 36). Pero en el caso de Jesús existe una novedad
única que cambia el mundo. En nuestra muerte el partir es una
cosa definitiva, no hay retorno. Jesús, en cambio, dice de su
muerte: "Me voy y vuelvo a vuestro lado". Justamente en su
irse, él regresa. Su marcha inaugura un modo totalmente nuevo
y más grande de su presencia. Con su muerte entra en el amor
del Padre. Su muerte es un acto de amor. Ahora bien, el amor es inmortal.
Por este motivo su partida se transforma en un retorno, en una forma
de presencia que llega hasta lo más profundo y no acaba nunca.
En su vida terrena Jesús, como todos nosotros, estaba sujeto
a las condiciones externas de la existencia corpórea: a un determinado
lugar y a un determinado tiempo. La corporeidad pone límites
a nuestra existencia. No podemos estar a la vez en dos lugares diferentes.
Nuestro tiempo está destinado a acabarse. Entre el yo y el tú
está el muro de la alteridad. Ciertamente, amando podemos entrar,
de algún modo, en la existencia del otro. Queda, sin embargo,
la barrera infranqueable del ser diversos. Jesús, en cambio,
que a través del amor ha sido transformado totalmente, está
libre de tales barreras y límites. Es capaz de atravesar no sólo
las puertas exteriores cerradas, como nos narran los Evangelios (cf.
Jn 20, 19). Puede atravesar la puerta interior entre el yo y el tú,
la puerta cerrada entre el ayer y el hoy, entre el pasado y el porvenir.
Cuando, en el día de su entrada solemne en Jerusalén,
un grupo de griegos pidió verlo, Jesús contestó
con la parábola del grano de trigo que, para dar mucho fruto,
tiene que morir. Con eso predijo su propio destino: no se limitó
simplemente a hablar unos minutos con este o aquel griego. A través
de su Cruz, de su partida, de su muerte como el grano de trigo, llegaría
realmente a los griegos, de modo que ellos pudieran verlo y tocarlo
en la fe. Su partida se convierte en un venir en el modo universal de
la presencia del Resucitado, en el cual Él está presente
ayer, hoy y siempre; en el cual abraza todos los tiempos y todos los
lugares. Ahora puede superar también el muro de la alteridad
que separa el yo del tú. Esto sucedió con Pablo, quien
describe el proceso de su conversión y Bautismo con las palabras:
"vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí"
(Ga 2, 20). Mediante la llegada del Resucitado, Pablo ha obtenido una
identidad nueva. Su yo cerrado se ha abierto. Ahora vive en comunión
con Jesucristo, en el gran yo de los creyentes que se han convertido
como él define en "uno en Cristo" (Ga 3,
28).
Queridos
amigos, se pone así de manifiesto, que las palabras misteriosas
de Jesús en el Cenáculo ahora mediante el Bautismo
se hacen de nuevo presentes para vosotros. Por el Bautismo el Señor
entra en vuestra vida por la puerta de vuestro corazón. Nosotros
no estamos ya uno junto al otro o uno contra el otro. Él atraviesa
todas estas puertas. Ésta es la realidad del Bautismo: Él,
el Resucitado, viene, viene a vosotros y une su vida a la vuestra, introduciéndoos
en el fuego vivo de su amor. Formáis una unidad, sí, una
sola cosa con Él, y de este modo una sola cosa entre vosotros.
En un primer momento esto puede parecer muy teórico y poco realista.
Pero cuanto más viváis la vida de bautizados, tanto más
podréis experimentar la verdad de esta palabra. Las personas
bautizadas y creyentes no son nunca realmente ajenas las unas para las
otras. Pueden separarnos continentes, culturas, estructuras sociales
o también acontecimientos históricos. Pero cuando nos
encontramos nos conocemos en el mismo Señor, en la misma fe,
en la misma esperanza, en el mismo amor, que nos conforman. Entonces
experimentamos que el fundamento de nuestras vidas es el mismo. Experimentamos
que en lo más profundo de nosotros mismos estamos enraizados
en la misma identidad, a partir de la cual todas las diversidades exteriores,
por más grandes que sean, resultan secundarias. Los creyentes
no son nunca totalmente extraños el uno para el otro. Estamos
en comunión a causa de nuestra identidad más profunda:
Cristo en nosotros. Así la fe es una fuerza de paz y reconciliación
en el mundo: la lejanía ha sido superada, estamos unidos en el
Señor (cf. Ef 2, 13).
Esta
naturaleza íntima del Bautismo, como don de una nueva identidad,
está representada por la Iglesia en el Sacramento a través
de elementos sensibles. El elemento fundamental del Bautismo es el agua;
junto a ella está, en segundo lugar, la luz que, en la Liturgia
de la Vigilia Pascual, destaca con gran eficacia. Echemos solamente
una mirada a estos dos elementos. En el último cap&iacu!
te;tulo de la Carta a los Hebreos se encuentra una afirmación
sobre Cristo, en la que el agua no aparece directamente, pero que, por
su relación con el Antiguo Testamento, deja sin embargo traslucir
el misterio del agua y su sentido simbólico. Allí se lee:
"El Dios de la paz, hizo subir de entre los muertos al gran pastor
de las ovejas, nuestro Señor Jesús, en virtud de la sangre
de la alianza eterna" (cf. 13, 20). En esta frase resuena una palabra
del Libro de Isaías, en la que Moisés es calificado como
el pastor que el Señor ha hecho salir del agua, del mar (cf.
63, 11). Jesús aparece como el nuevo y definitivo Pastor que
lleva a cabo lo que Moisés hizo: nos saca de las aguas letales
del mar, de las aguas de la muerte. En este contexto podemos recordar
que Moisés fue colocado por su madre en una cesta en el Nilo.
Luego, por providencia divina, fue sacado de las aguas,! llevado de
la muerte a la vida, y así -salvado él mismo de las aguas
de la muerte- pudo conducir a los demás haciéndolos pasar
a través del mar de la muerte. Jesús ha descendido por
nosotros a las aguas oscuras de la muerte. Pero en virtud de su sangre,
nos dice la Carta a los Hebreos, ha sido arrancado de la muerte: su
amor se ha unido al del Padre y así desde la profundidad de la
muerte ha podido subir a la vida. Ahora nos eleva de la muerte a la
vida verdadera. Sí, esto es lo que ocurre en el Bautismo: Él
nos atrae hacía sí, nos atrae a la vida verdadera. Nos
conduce por el mar de la historia a menudo tan oscuro, en cuyas confusiones
y peligros corremos el riesgo de hundirnos frecuentemente. En el Bautismo
nos toma como de la mano, nos conduce por el camino que atraviesa el
Mar Rojo de este tiempo y nos introduce en la vida eterna, en aquella
verdadera y justa. ¡Apretemos su mano! Pas! e lo que pase, ¡no
soltemos su mano! De este modo caminamos sobre la senda que conduce
a la vida.
En
segundo lugar está el símbolo de la luz y del fuego. Gregorio
de Tours narra la costumbre, que se ha mantenido durante mucho tiempo
en ciertas partes, de encender el fuego para la celebración de
la Vigilia Pascual directamente con el sol a través de un cristal:
se recibía, por así decir, la luz y el fuego nuevamente
del cielo para encender luego todas las luces y fuegos del año.
Esto es un símbolo de lo que celebramos en la Vigilia Pascual.
Con la radicalidad de su amor, en el que el corazón de Dios y
el corazón del hombre se han entrelazado, Jesucristo ha tomado
verdaderamente la luz del cielo y la ha traído a la tierra -la
luz de la verdad y el fuego del amor que transforma el ser del hombre.
Él ha traído la luz, y ahora sabemos quién es Dios
y cómo es Dios. As&i! acute; también sabemos cómo
están las cosas respecto al hombre; qué somos y para qué
existimos. Ser bautizados significa que el fuego de esta luz ha penetrado
hasta lo más íntimo de nosotros mismos. Por esto, en la
Iglesia antigua se llamaba también al Bautismo el Sacramento
de la iluminación: la luz de Dios entra en nosotros; así
nos convertimos nosotros mismos en hijos de la luz. No queremos dejar
que se apague esta luz de la verdad que nos indica el camino. Queremos
preservarla de todas las fuerzas que pretenden extinguirla para arrojarnos
en la oscuridad sobre Dios y sobre nosotros mismos. La oscuridad, de
vez en cuando, puede parecer cómoda. Puedo esconderme y pasar
mi vida durmiendo. Pero nosotros no hemos sido llamados a las tinieblas,
sino a la luz. En las promesas bautismales encendemos, por así
decir, nuevamente, año tras año esta luz: sí, creo
que el mundo y mi vida ! no provienen del azar, sino de la Razón
eterna y del Amor eterno; han sido creados por Dios omnipotente. Sí,
creo que en Jesucristo, en su encarnación, en su cruz y resurrección
se ha manifestado el Rostro de Dios; que en Él Dios está
presente entre nosotros, nos une y nos conduce hacia nuestra meta, hacia
el Amor eterno. Sí, creo que el Espíritu Santo nos da
la Palabra verdadera e ilumina nuestro corazón; creo que en la
comunión de la Iglesia nos convertimos todos en un solo Cuerpo
con el Señor y así caminamos hacia la resurrección
y la vida eterna. El Señor nos ha dado la luz de la verdad. Esta
luz es también al mismo tiempo fuego, fuerza de Dios, una fuerza
que no destruye, sino que quiere transformar nuestros corazones, para
que nosotros seamos realmente hombres de Dios y para que su paz actúe
en este mundo.
En
la Iglesia antigua existía la costumbre de que el Obispo o el
sacerdote después de la homilía exhortara a los creyentes
exclamando: "Conversi ad Dominum" volveos ahora
hacia el Señor. Eso significaba ante todo que ellos se volvían
hacia el Este en la dirección del sol naciente como señal
del retorno de Cristo, a cuyo encuentro vamos en la celebración
de la Eucaristía. Donde, por alguna razón, eso no era
posible, dirigían su mirada a la imagen de Cristo en el ábside
o a la Cruz, para orientarse interiormente hacia el Señor. Porque,
en definitiva, se trataba de este hecho interior: de la conversio,
de dirigir nuestra alma hacia Jesucristo y, de ese modo, hacia el Dios
viviente, hacia la luz verdadera. A esto se unía también
otra exclamación que aún hoy, antes del Canon, se dirige
a la comunidad creyente: "Sursum corda" levantemos
el corazón, fuera de la marana de todas nuestras preocupaciones,
de nuestros deseos, de nuestras angustias, de nuestra distracción
levantad vuestros corazones, vuestra interioridad. Con ambas exclamaciones
se nos exhorta de alguna manera a renovar nuestro Bautismo: Conversi
ad Dominum siempre debemos apartarnos de los caminos equivocados,
en los que tan a menudo nos movemos con nuestro pensamiento y obras.
Siempre tenemos que dirigirnos a Él, que es el Camino, la Verdad
y la Vida. Siempre hemos de ser "convertidos", dirigir toda
la vida a Dios. Y siempre tenemos que dejar que nuestro corazón
sea sustraído de la fuerza de gravedad, que lo atrae hacia abajo,
y levantarlo interiormente hacia lo alto: en la verdad y el amor. En
esta hora damos gracias al Señor, porque en virtud de la fuerza
de su palabra y de los santos Sacramentos nos indica el itinerario justo
y atrae hacia lo alto nuestro corazón. Y lo pedimos así:
Sí, Señor, haz que nos convirtamos en personas pascuales,
hombres y mujeres de la luz, colmados del fuego de tu amor. Amén.
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