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Itinerarios
de vida cristiana
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Queridísimos: ¡que
Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Estamos a las puertas
de la Cuaresma: tiempo en el que la Iglesia, como Madre buena, recuerda
insistentemente a sus hijos la necesidad de convertirse una y otra vez
a Dios, rectificando lo que haya que cambiar en nuestra existencia personal.
Ciertamente, como recordaba el Papa en una circunstancia análoga, este
itinerario de conversión evangélica no puede limitarse a un período
particular del año: es un camino de cada día, que debe abrazar toda
la existencia, todos los días de nuestra vida[1].
Durante el rito litúrgico
del Miércoles de Ceniza, el sacerdote, al imponernos las cenizas, pronuncia
unas palabras que constituyen una llamada urgente a examinarnos: acuérdate
de que eres polvo y al polvo has de volver[2].
Así reza una de las fórmulas previstas. Es un recuerdo muy expresivo
de nuestra condición de criaturas mortales: llegará el momento en el
que el Señor nos llamará a su presencia, juzgará nuestros pensamientos,
palabras y acciones, y nos dará la recompensa —de gloria, de purificación
o de condena— que haya merecido nuestra existencia.
La consideración de
esta realidad no ha de asustarnos, sino movernos a dolor por nuestras
faltas, a propósitos de mejora y a la alegría del encuentro definitivo
con la Trinidad. Lo recuerda el Santo Padre en su última carta encíclica:
ya desde los primeros tiempos, la perspectiva del Juicio ha influido
en los cristianos, también en su vida diaria, como criterio para ordenar
la vida presente, como llamada a su conciencia y, al mismo tiempo, como
esperanza en la justicia de Dios[3].
Es lo que pone de manifiesto
la otra fórmula que puede emplearse en ese rito: convertíos y creed
en el Evangelio[4].
Somos pecadores, necesitados del perdón de Dios; por eso, se nos invita
a un cambio profundo, a enderezar el rumbo de nuestra peregrinación
terrena hacia la meta definitiva: la felicidad eterna con Dios. Deseo
que, con un sentido de optimismo, veamos en estas palabras la exigencia
de mejorar día tras día: si mantenemos esa pelea, para nosotros el Juez
divino no será Juez —en el sentido austero de la palabra— sino simplemente
Jesús[5], "nuestro"
Jesús: un Dios que perdona.
Meditemos, por tanto,
lo que escribió San Josemaría: considerad esta maravilla del cuidado
de Dios con nosotros, dispuesto siempre a oírnos, pendiente en cada
momento de la palabra del hombre. En todo tiempo —pero de un modo especial
ahora, porque nuestro corazón está bien dispuesto, decidido a purificarse—,
Él nos oye, y no desatenderá lo que pide un corazón contrito y humillado
(Sal 50, 19)[6].
La Iglesia Santa nos
pone delante, una y otra vez, con una pedagogía muy acertada, las ideas
fundamentales, para que se nos queden bien grabadas y no las olvidemos.
Al comenzar la Cuaresma, mientras el sacerdote actúa en esa ceremonia
del Miércoles de Ceniza, nos invita a entonar un cántico lleno de esperanza:
renovemos nuestra vida con un espíritu de humildad y penitencia; ayunemos
y lloremos delante del Señor, porque la misericordia de nuestro Dios
está siempre dispuesta a perdonar nuestros pecados[7].
Cada año consideramos
que el espíritu de la Cuaresma se resume en tres prácticas tradicionales
de este período: la oración, la penitencia, las obras de misericordia.
Os he invitado a deteneros en estos puntos, precisamente con ocasión
de este tiempo litúrgico. Ahora querría fijarme especialmente en el
espíritu de penitencia, que nos ha de mover —con dolor y refugiándonos
en la misericordia divina— a reparar por nuestros pecados y por los
de todas las criaturas.
Glosando la llamada
del profeta Joel al arrepentimiento —convertíos a mí de todo corazón—,
que la liturgia propone al comienzo de la Cuaresma[8],
San Jerónimo se expresaba de la siguiente manera: «Que vuestra penitencia
interior se manifieste por medio del ayuno, del llanto y de las lágrimas.
Así, ayunando ahora, seréis luego saciados; llorando ahora, podréis
luego reír; lamentándoos ahora, seréis luego consolados (...). No dudéis
del perdón, pues, por grandes que sean vuestras culpas, la magnitud
de su misericordia remitirá, sin duda, la abundancia de vuestros muchos
pecados»[9].
En primer lugar, reparemos
por nuestras faltas personales. Todos nosotros hemos recibido el Bautismo,
que nos ha convertido en hijos de Dios y miembros del Cuerpo Místico
de Cristo, que es la Iglesia. ¿No es lógico que correspondamos a tanto
amor con toda nuestra alma? Sin embargo, debemos reconocer que con frecuencia,
por nuestra debilidad, no cumplimos la Voluntad de Dios o, por lo menos,
no correspondemos a su Amor con la prontitud y la generosidad que tiene
derecho a esperar de nosotros.
¡Cómo le dolía a nuestro
Padre que tantos cristianos olvidasen la grandeza y dignidad de su filiación
divina! Podemos aplicarnos sus palabras. Reacciona. —Oye lo que te
dice el Espíritu Santo: "Si inimicus meus maledixisset mihi, sustinuissem
utique" —si mi enemigo me ofende, no es extraño, y es más tolerable.
Pero, tú... "tu vero homo unanimis, dux meus, et notus meus, qui simul
mecum dulces capiebas cibos" —¡tú, mi amigo, mi apóstol, que te asientas
a mi mesa y comes conmigo dulces manjares![10].
Hijas e hijos míos,
sin perder nunca la paz, reconozcamos sin ambages nuestros pecados y
nuestras faltas: Padre y muy Padre nuestro es el Señor, siempre dispuesto
a acogernos en sus brazos. Cuidemos diariamente los minutos de examen
—sin escrúpulos pero con delicadeza de conciencia—, para descubrir con
la luz del Espíritu Santo lo que ha salido bien, lo que ha ido mal,
lo que podríamos cumplir mejor. Ante lo bueno, reaccionemos con sincera
gratitud; ante las faltas, imploremos filialmente el perdón; y acabemos
siempre con un acto de contrición —dolor de amor— y con algún propósito
bien concreto de lucha; pequeño quizá, pero con serio afán de crecimiento
interior.
De este modo, cuando
acudamos al sacramento de la Penitencia, lo haremos bien preparados
y obtendremos más provecho espiritual. ¿Somos conscientes de que, al
practicar el examen de conciencia, de antigua raigambre cristiana, ponemos
nuestra alma al descubierto delante del Señor? ¿Nos damos cuenta de
que Dios está dispuesto a concedernos su gracia para que le amemos más?
La Iglesia ha recomendado
y sigue recomendando la práctica de la confesión frecuente. Sin este
medio de santificación personal, resulta muy difícil —por no decir imposible—
mantener un alto nivel de vida cristiana; más aún cuando, en el ambiente
que nos rodea, abundan las ocasiones de apartarse del Señor. No me canso,
por eso, de animaros a seguir realizando un intenso y extenso apostolado
de la Confesión No nos dejemos llevar por los respetos humanos, y alimentemos
en nuestros amigos, parientes, colegas, este afán de ayudar a las personas
con las que coinciden.
Decid a todos —también
porque nos vean convencidos de lo que manifestamos— que aprovechen la
abundante gracia de la Cuaresma, para purificar a fondo sus almas y
descubrir o intensificar un trato de intimidad con el Señor. Se llenarán
de paz y serán más felices, pues no hay gozo más grande que saberse
hijos de Dios. Orientémosles a que acudan periódicamente a este sacramento
de la alegría, como lo calificaba nuestro Padre.
Os mencionaba también
la necesidad de pedir perdón por los pecados de los demás. Para esto
no es preciso llevar a cabo tareas grandes. Eso ya lo ha hecho Nuestro
Señor, muriendo en la Cruz por nosotros. Pero Él desea que unamos a
su Sacrificio redentor las pequeñas mortificaciones y penitencias que
la misma existencia trae consigo: las molestias de una enfermedad, las
incomprensiones por parte de otros, las dificultades del trabajo, el
fracaso de un plan que nos habíamos trazado con gran ilusión... Para
aceptar con buen humor las contrariedades de este tipo, que constituyen
materia de nuestra santificación personal, conviene que —especialmente
durante estas semanas— añadamos con generosidad pequeñas mortificaciones
en la comida, en la bebida, en la comodidad, en los momentos de descanso
o distracción, que nos unan más a la Cruz de Jesucristo y nos vayan
preparando para obtener mucho fruto de la Pascua.
Recientemente, Benedicto
XVI ha recordado a todos la perenne validez de este modo de comportarse.
Escribe en su encíclica sobre la esperanza: la idea de poder "ofrecer"
las pequeñas dificultades cotidianas, que nos aquejan una y otra vez
como punzadas más o menos molestas, dándoles así un sentido, eran parte
de una forma de devoción todavía muy difundida hasta no hace mucho tiempo,
aunque hoy tal vez menos practicada[11].
Y añade el Papa, lamentándose del olvido en que parecen haber caído
esas muestras de amor a Dios, que las almas piadosas, mediante el ofrecimiento
de las contrariedades de la jornada, estaban convencidas de poder
incluir sus pequeñas dificultades en el gran com-padecer de Cristo,
que así entraban a formar parte de algún modo del tesoro de com-pasión
que necesita el género humano[12].
Y concluye: quizá debamos preguntarnos realmente si esto no podría
volver a ser una perspectiva sensata también para nosotros[13].
Es una pregunta que os traslado, para que la consideréis cada uno de
vosotros, redescubriendo el valor del sacrificio escondido y silencioso[14],
y para que la hagáis resonar al oído de las personas con las que coincidís.
Como todos los meses,
os pido que estéis muy unidos a mis intenciones. Encomendad ahora de
modo especial los comienzos de la labor apostólica estable en Rumanía
y en Indonesia; se están dando pasos concretos para ponerla en marcha,
si Dios quiere, dentro de este año. Y seguid rezando por el Papa y por
sus intenciones, entre las que ocupa un lugar importante la deseada
unión de todos los cristianos, comenzando por una unidad más honda y
sobrenatural entre los católicos.
También deseo que encomendemos
diariamente a las personas enfermas: el Señor nos concede con abundancia
el tesoro de poder atender a tantas y a tantos que sufren. Me interesa
que, así como el Señor iba tras los dolientes para sanarlos y consolarlos,
así vayamos todas y todos a enriquecernos con esta caridad, auténtico
cariño, atendiendo a quienes lo necesiten.
No quiero alargarme,
pero os pido que acudáis al queridísimo don Álvaro, que celebraba su
santo el 19 de febrero. Pidámosle que nos obtenga del Señor una superabundancia
de caridad fraterna, de modo que todos en la Obra —en cualquier momento,
y más aún si algunas o algunos pasan por un período de enfermedad—,
experimentemos vivamente que el Opus Dei es familia, familia de verdad,
en la que gustosamente nos desvivimos los unos por los otros.
Con todo cariño, os
bendice
vuestro
Padre
+
Javier
Roma, 1 de febrero
de 2008.
[1] Benedicto XVI, Discurso
en la audiencia general, 21-II-2007.
[2] Misal Romano, Miércoles
de Ceniza, Imposición de las cenizas (cfr. Gn 3, 19).
[3] Benedicto XVI, Carta
encíclica Spe salvi, 30-XI-2007, n. 41.
[4] Misal Romano, Miércoles
de Ceniza, Imposición de las cenizas (cfr. Mc 1, 15).
[5] San Josemaría, Camino,
n. 168.
[6] San Josemaría, Es
Cristo que pasa, n. 57.
[7] Misal Romano, Miércoles
de Ceniza, Antífona en la imposición de las cenizas (cfr. Jl 2, 13).
[8] Cfr. Misal Romano,
Miércoles de Ceniza, Primera lectura (Jl 2, 12).
[9] San Jerónimo, Comentario
sobre el libro del profeta Joel II, 12-13.
[10] San Josemaría,
Camino, n. 244.
[11] Benedicto XVI,
Carta encíclica Spe salvi, 30-XI-2007, n, 40.
[12] Ibid.
[13] Ibid.
[14] Cfr. San Josemaría,
Camino, nn. 185 y 509
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