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Itinerarios
de vida cristiana
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Queridísimos: ¡que
Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Desde el pasado 25 de
diciembre, todo nos habla del nacimiento de Cristo, Verbo eterno del
Padre, encarnado y nacido de la Virgen María para salvarnos. En los
países de tradición cristiana, la piedad popular manifiesta de mil modos
la alegría ante este maravilloso Misterio. Muchos hombres y mujeres
de buena voluntad, también no cristianos, comparten con los católicos
los ideales de paz, justicia y solidaridad evocados por esta fiesta,
lo que constituye una prueba más de cómo el mensaje de Cristo responde
a las aspiraciones más profundas de las criaturas.
Sin embargo, más allá
del despertar de esos anhelos —que tienen su importancia, sobre todo
en momentos como los actuales, caracterizados por la falta de paz en
muchas naciones y en muchas conciencias—, lo decisivo de la Navidad
es el hecho mismo que celebramos. Lo recordaba el Santo Padre, pocos
días antes de esta fiesta: en Belén se manifestó al mundo la Luz
que ilumina nuestra vida; se nos reveló el Camino que nos lleva a la
plenitud de nuestra humanidad. Si no se reconoce que Dios se hizo hombre,
¿qué sentido tiene festejar la Navidad? La celebración se vacía. Ante
todo nosotros, los cristianos, debemos reafirmar con profunda y sentida
convicción la verdad del Nacimiento de Cristo para testimoniar delante
de todos la conciencia de un don inaudito que es riqueza no sólo para
nosotros, sino para todos[1].
La Navidad nos vuelve
a poner ante los ojos la urgencia de colaborar con Cristo en la aplicación
de los frutos de la Redención. Buen ejemplo nos dan los pastores de
Belén: después de acudir presurosos a la gruta, donde encontraron
a María y a José y al Niño reclinado en el pesebre, regresaron a
su trabajo habitual llenos de alegría. Volvieron cambiados por dentro,
glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto,
y deseosos de comunicar a sus parientes y vecinos la buena nueva; de
modo que todos los que lo oyeron, se maravillaron de cuanto los pastores
les habían dicho[2].
Y eso que muy probablemente eran, como sucede también ahora, personas
retraídas, poco dadas a la conversación.
Cuando alguien experimenta
un gozo grande, siente el impulso de comunicarlo a las personas con
las que se relaciona. Sucede con mayor motivo cuando se trata de la
vida sobrenatural, que Jesús ha traído a la tierra. Es ésta una dicha
que no se puede ocultar, porque la vocación cristiana lleva consigo,
por su misma naturaleza, vocación apostólica. La alegría de haber sido
salvados por Dios no cabe en un corazón solo. Dice San Agustín que
quien logra la conversión de un alma tiene la suya predestinada. ¡Pues
pensad lo que será traer al camino de Dios, a la entrega, a otras almas!
¡Algo maravilloso! (...). Porque el bien, de suyo, es difusivo. Si yo
gozo de un beneficio, necesariamente tendré deseos eficaces de que otros
vengan a participar de esa misma felicidad [3].
Sin embargo, en muchos
lugares se ha consolidado la falsa idea de que no resulta conveniente
hablar a otras personas de las propias convicciones religiosas. Equivale
—dicen— a entrometerse en la conducta privada de los demás, atentando
a la intimidad de cada uno. Debemos rechazar semejante actitud y estar
siempre dispuestos a dar razón de la esperanza de nuestra vocación cristiana[4],
con sinceros deseos de que resuene en los oídos de nuestros parientes,
amigos y conocidos la buena nueva de la salvación.
No hay que conformarse con el testimonio del ejemplo, porque el ejemplo
solo —siendo indispensable— no basta. Recordemos el reproche del Señor
a quienes no advertían al pueblo de los peligros de la idolatría: son
perros mudos, incapaces de ladrar, somnolientos, tumbados, amigos de
dormitar[5].
Hijas e hijos míos,
permanezcamos vigilantes para no hacernos acreedores a esa censura del
Señor; dejaríamos de ser sal de la tierra y luz del mundo[6].
Y eso no debe suceder. ¿Alimentas tu afán apostólico como si fuera un
instinto sobrenatural? ¿Cómo pides al Señor que ponga en tus labios
la palabra oportuna en tus conversaciones diarias, también en las de
carácter profesional y en los ratos de descanso? Hay que hablar a los
hombres y mujeres de la divina condescendencia que se ha manifestado
con la venida del Hijo de Dios al mundo, y de cómo el Señor espera nuestra
colaboración en el anuncio de su mensaje de amor, de vida y de paz.
Hace pocas semanas,
la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó una Nota
doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización,
que Benedicto XVI recomienda meditar a todos los fieles[7].
Entre otros puntos, ese documento recuerda que «estimular honestamente
la inteligencia y la libertad de una persona hacia el encuentro con
Cristo y su Evangelio no es una intromisión indebida, sino un ofrecimiento
legítimo y un servicio que puede hacer más fecunda la relación entre
los hombres»[8]. Más aún:
«La actividad por medio de la cual el hombre comunica a otros eventos
y verdades significativas desde el punto de vista religioso, favoreciendo
su recepción, no solamente está en profunda sintonía con la naturaleza
del proceso humano de diálogo, de anuncio y aprendizaje, sino que también
responde a otra importante realidad antropológica: es propio del hombre
el deseo de hacer que los demás participen de los propios bienes»[9].
Naturalmente, en esto
como en todo, no sólo respetamos la intimidad y la libertad de los demás,
sino que las defendemos; excluimos toda forma de violencia. Muy vivo
conservamos el ejemplo y la enseñanza de San Josemaría, que nos señalaba:
he defendido siempre la libertad de las conciencias. No comprendo
la violencia: no me parece apta ni para convencer ni para vencer[10].
Me ha venido a la memoria
la insistencia de nuestro Padre en este punto. Quizá se hizo más frecuente
cuando empezó a difundirse en algunos ambientes la idea de que no es
necesario tratar de nuestra fe con las demás personas; de que basta
el testimonio de la propia conducta. Frente a esa actitud, que podría
llegar a paralizar las ansias misioneras de la Iglesia, San Josemaría
reaccionaba con fortaleza apostólica. Puntualizaba: es necesario
que mis hijos busquen la ocasión de hablar, de comunicar estas maravillas
que el Señor nos ha confiado. No basta la presencia, para trabajar
cristianamente[11].
Cuando el Concilio Vaticano
II se acercaba a su conclusión, nuestro Fundador nos impulsó a poner
en práctica las grandes enseñanzas de esa magna Asamblea de la Iglesia;
sobre todo, nos invitaba a recordar a la gente, en público y en privado,
la llamada universal a la santidad y al apostolado proclamada con fuerza
en el Concilio. Nos instaba a mantener con todos —católicos y no católicos,
cristianos y no cristianos— una perseverante conversación apostólica
fundada en la verdad y en la caridad. Así vivió hasta el final. Me pasan
por la cabeza los recuerdos de cómo aprovechaba las ocasiones para servir
de este modo a las almas.
Corrían tiempos en los
que se aireaba mucho que era mejor no exponer la fe cristiana a las
demás personas; algunos incluso concebían el diálogo como un coloquio
en el que era preciso dejar de lado las verdades enseñadas por la Iglesia,
como si cualquier opinión referente a Dios o a las verdades reveladas
fuese igualmente válida y auténtica. En esas circunstancias, partiendo
del Evangelio, San Josemaría comentó los múltiples ejemplos de las charlas
o predicaciones que Jesucristo mantuvo con sus contemporáneos. Y gozaba
al comprobar que de la misma manera se han comportado los cristianos
a lo largo de los siglos, siguiendo el ejemplo del Maestro. Los primeros
Doce —para predicar el Evangelio— tuvieron una conversación maravillosa
con todas las personas a las que encontraron, a las que buscaron, en
sus viajes y peregrinaciones. No habría Iglesia, si los Apóstoles no
hubieran mantenido ese diálogo sobrenatural con todas aquellas almas.
Porque el apostolado cristiano no es más que eso: ergo fides ex auditu,
auditus autem per verbum Christi (Rm 10, 17); ya que la fe
proviene del oír, y el oír depende de la predicación de la palabra de
Jesucristo[12].
En su reciente carta
encíclica sobre la esperanza cristiana, el Papa expone con incisividad
estas enseñanzas. Partiendo de que el afán de santidad es algo intransferible
—nadie puede sustituirnos en la correspondencia personal a la gracia—,
Benedicto XVI explica: la relación con Jesús es una relación con
Aquel que se entregó a sí mismo en rescate por todos nosotros (cfr.
1 Tm 2, 6). Estar en comunión con Jesucristo nos hace participar
en su ser "para todos", hace que éste sea nuestro modo de ser. Nos compromete
en favor de los demás[13].
Ahí tiene su raíz la necesidad de comunicar la buena nueva de la salvación
a otras almas. Nuestra vocación de hijos de Dios, en medio del mundo,
nos exige que no busquemos solamente nuestra santidad personal, sino
que vayamos por los senderos de la tierra, para convertirlos en trochas
que, a través de los obstáculos, lleven las almas al Señor[14].
Nos consta con entera seguridad, pues es algo inherente a la llamada
recibida, que el Señor desea que incrementemos el apostolado personal
de amistad y confidencia, tan característico de los fieles que viven
por vocación divina en medio del mundo, y concretamente de quienes se
alimentan del espíritu del Opus Dei.
En este mes se cumplen
setenta y cinco años del momento en que San Josemaría dio un impulso
decisivo a la labor apostólica con la juventud, que venía realizando
desde la fundación del Opus Dei. Fue, en efecto, el sábado 21 de enero
de 1933, cuando nuestro Padre reunió por vez primera a un pequeño grupo
de jóvenes, para dirigirles una charla de formación cristiana.
¡Con qué sentido sobrenatural,
con qué ilusión y cariño comenzó nuestro Fundador esa actividad! Sin
embargo, como tantas veces rememoró, a aquel primer Círculo acudieron
sólo tres muchachos, a pesar de que se había hablado previamente con
nueve o diez. San Josemaría no se desanimó. Lleno de fe, confiando en
la intercesión de la Virgen y de San José, y encomendando nuevamente
esa labor al Arcángel San Rafael y al Apóstol San Juan, impartió a aquellos
primeros la bendición con el Santísimo Sacramento. Meditemos despacio
sus palabras: al terminar la clase, fui a la capilla con aquellos
muchachos, tomé al Señor Sacramentado en la custodia, lo alcé, bendije
a aquellos tres..., y yo veía trescientos, trescientos mil, treinta
millones, tres mil millones..., blancos, negros, amarillos, de todos
los colores, de todas las combinaciones que el amor humano puede hacer.
Y me he quedado corto, porque es una realidad (...). Me he quedado corto,
porque el Señor ha sido mucho más generoso[15].
Al día siguiente, domingo
22 de enero, tuvo lugar la primera catequesis -medio imprescindible
en la labor apostólica con la juventud, y también con otras personas-,
a la que concurrieron algunos de los muchachos que trataba
nuestro Padre. Fueron a un colegio de las afueras de Madrid, en la barriada
de los Pinos, donde les esperaban un montón de niños. Las clases de
formación, las catequesis y las visitas a los pobres y enfermos,
que nuestro Fundador realizaba desde mucho tiempo antes, han sido y
serán siempre un fundamento solidísimo de este apostolado, que es -así
se expresaba siempre nuestro Padre- como la niña de nuestros ojos.
Lógicamente, el peso
y el gozo de sacar adelante este apostolado recae principalmente sobre
los fieles más jóvenes de la Prelatura, y sobre los que tienen confiado
especialmente este encargo. Hijas e hijos míos, pensad en la confianza
del Señor, que desea poner en vuestras manos —para que las modeléis,
como el escultor modela la arcilla— las almas de tantas jóvenes y de
tantos jóvenes, que buscan sinceramente el sentido profundo de sus vidas.
Preparad bien los Círculos y las clases de doctrina cristiana, pedid
al Espíritu Santo que ponga en vuestras palabras una fuerza que arrastre,
y lanzaos con decisión a hablar con vuestras amigas, con vuestros amigos,
entablando un diálogo apostólico que les lleve hasta Cristo, suaviter
et fortiter[16],
con suavidad y con fortaleza.
Remueve mucho la insistencia
con que Benedicto XVI habla de que hay que invitar a los jóvenes a ser
generosos, a acercarse más al Señor, a seguirle. Hagámosle eco al oído
de muchos, confiando en la acción del Espíritu Santo y en la capacidad
de entregarse al servicio de ideales grandes, que es siempre una característica
de la juventud, aunque a veces parezca dormitar en los corazones.
Acudamos con confianza
a San Rafael y a San Juan, Patronos de esta labor, y también a San Josemaría,
que comenzó este trabajo hace ya tantos años. Tened presente que de
este modo estáis —estamos— preparando el futuro de la Iglesia, el porvenir
cristiano de la sociedad.
Con todo cariño, os
bendice
vuestro
Padre
+ Javier
Roma, 1 de enero de 2008.
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[1] Benedicto XVI, Discurso
en la audiencia general, 19-XII-2007.
[2] Cfr. Lc 2,
16-20.
[3] San Josemaría, Apuntes
tomados en una tertulia, 29-XII-1959.
[4] 1 Pe 3, 15.
[5] Is 56, 10.
[6] Mt 5, 13-14.
[7] Cfr. Discurso en la
audiencia general, 19-XII-2007.
[8] Congregación para
la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de
la evangelización, 3-XII-2007, n. 5.
[9] Ibid., n. 7.
[10] San Josemaría,
Conversaciones, n. 44.
[11] San Josemaría,
Apuntes tomados en una tertulia, 25-VIII-1968.
[12] San Josemaría,
Carta 24-X-1965, n. 13.
[13] Benedicto XVI,
Carta enc. Spe salvi, 30-XI-2007, n. 28.
[14] San Josemaría,
Es Cristo que pasa, n. 120.
[15] San Josemaría,
Apuntes tomados en una tertulia, 19-II-1975.
[16] Cfr. Sb
8, 1.
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