La Navidad, esperanza de que existe la justicia
Intervención de Benedicto XVI durante la audiencia general del miércoles dedicada a la Navidad, la última del año 2007.
Ciudad del Vaticano, 18 diciembre de 2007.
Jesús de Nazaret
La Historia de los Reyes Magos
Federico F. de Buján
Una mirada ciega hacia la luz
Gustave Thibon
Hipótesis sobre María
Vittorio Messori
¡Vueltos hacia el Señor!
Klaus Gamber
La anunciación a María
Paul Claudel
Dicen que ha resucitado
Vittorio Messori

Queridos hermanos y hermanas:

        En estos días, al acercarnos a la gran fiesta de Navidad, la liturgia nos apremia a intensificar nuestra preparación, poniéndonos a disposición muchos textos bíblicos del Antiguo y del Nuevo Testamento, que nos estimulan a focalizar el sentido y el valor de esta celebración anual.

        Si por una parte la Navidad nos permite conmemorar el prodigio increíble del nacimiento del Hijo unigénito de Dios de la Virgen María en la gruta de Belén, por otra nos exhorta también a esperar, velando y rezando, a nuestro Redentor, que en el último día «vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos».

        Quizá hoy también nosotros, los creyentes, esperamos realmente al Juez; ahora bien, todos esperamos justicia. Vemos tantas injusticias en el mundo, en nuestro pequeño mundo, en casa, en el barrio, así como en el gran mundo de los Estados, de las sociedades. Y esperamos que se haga justicia. La justicia es un concepto abstracto: se hace justicia. Nosotros esperamos que venga concretamente quien puede hacer justicia. En este sentido, rezamos: «Ven a tu manera, Jesucristo, como Juez». El Señor sabe cómo entrar en el mundo y crear justicia.

        Pedimos que el Señor, el Juez, nos responda, q! ue realmente cree justicia en el mundo. Esperamos justicia, pero no puede ser sólo una para los demás. Esperar justicia en el sentido cristiano significa sobre todo que nosotros mismos comencemos a vivir bajo los ojos del Juez, según los criterios del Juez; que comenzamos a vivir en su presencia, realizando la justicia en nuestra vida. De este modo, haciendo justicia, poniéndonos en presencia del Juez, esperamos la justicia.

        Este es el sentido del Adviento, de la vigilancia. La vigilancia del Adviento quiere decir vivir bajo los ojos del Juez y prepararnos de este modo y preparar al mundo a la justicia. De esta manera, por tanto, viviendo bajo los ojos del Dios-Juez, podemos abrir el mundo a la venida de su Hijo, predisponer el corazón a acoger «al Señor que viene». El Niño, a quien hace unos dos mil años adoraron los pastores en una gruta en la noche de Belén, no se cansa de visitarnos en la ! vida cotidiana, mientras como peregrinos nos encaminamos hacia el Reino.

        En su espera, el creyente se hace intérprete de las esperanzas de toda la humanidad; la humanidad anhela la justicia y, de este modo, aunque frecuentemente de una manera inconsciente, espera a Dios, espera la salvación que sólo Dios puede darnos. Para nosotros, los cristianos, esta espera se caracteriza por la oración asidua, como se muestra en la serie particularmente sugerente de invocaciones que se nos proponen en estos días de la Novena de Navidad, tanto en la misa, en la antífona al Evangelio, como en la celebración de las Vísperas, antes del cántico del Magnificat.

        Cada una de las invocaciones, que imploran la venida de la Sabiduría, del Sol de justicia, del Dios-con-nosotros, contiene una oración dirigida al Esperado de los pueblos para que apresure su venida. Ahora bien, invocar el don del nacimie! nto del Salvador prometido significa también comprometerse para preparar el camino, para predisponer una digna morada no sólo en el ambiente en torno a nosotros, sino sobre todo en nuestro espíritu.

        Dejándonos guiar por el evangelista Juan, tratemos por tanto de dirigir en estos días nuestro pensamiento y corazón al Verbo eterno, al Logos, a la Palabra que se ha hecho carne y de cuya plenitud hemos recibido gracia sobre gracia (Cf. 1, 14.16). Esta fe en el Logos Creador, en la Palabra que ha creado el mundo, al que ha venido como un Niño, esta fe y su gran esperanza parece que hoy están alejadas de la realidad de la vida de cada día, pública o privada. Parece que esta verdad es demasiado grande. Nosotros mismos nos las apañamos según nuestras posibilidades, al menos es lo que parece. Pero el mundo se hace cada vez más caótico e incluso violento: lo vemos cada día. Y la luz de Dios, la luz de la Verdad, se apaga. La vida se hace oscura y sin brújula.

        ¡Qué importante es, por tanto, ser realmente creyentes y como creyentes reafirmamos con fuerza, con nuestra vida, el misterio de salvación que trae consigo la celebración de la Navidad de Cristo!

        En Belén se manifestó al mundo la Luz que ilumina nuestra vida; se nos reveló el Camino que nos lleva a la plenitud de nuestra humanidad. Si no se reconoce que Dios se hizo hombre, ¿qué sentido tiene celebrar la Navidad? La celebración se vacía. Ante todo, nosotros, los cristianos, tenemos que reafirmar con convicción profunda y sentida la verdad de la Navidad de Cristo para testimoniar ante todo la conciencia de un don gratuito que es riqueza no sólo para nosotros, sino para todos.

        De aquí se deriva el deber de la evangelización, que es prec! isamente comunicar este «eu-angelion», esta «buena noticia». Es lo que ha recordado recientemente el documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe con el título «Nota doctrina sobre algunos aspectos de la Evangelización», que quiero presentar a vuestra reflexión y profundización personal y comunitaria.

        Queridos amigos, en esta preparación inmediata a la Navidad, la oración de la Iglesia se hace más intensa para que se realicen las esperanzas de paz, de salvación, de justicia, de las que el mundo tiene necesidad urgente. Pedimos a Dios que la violencia se venza con la fuerza del amor, que los malos entendidos cedan el paso a la reconciliación, que la prepotencia se transforme en deseo de perdón, de justicia y de paz.

        Que el augurio de bondad y de amor que nos intercambiamos en estos días llegue a todos los ambientes de nuestra vida cotidiana. Que la paz esté en nuestros corazones para que se abran a la acción de la gracia de Dios. Que la paz more en las familias y puedan pasar la Navidad unidas ante el Nacimiento y el árbol adornado iluminado. Que el mensaje de solidaridad y de acogida que procede de la Navidad contribuya a crear una profunda sensibilidad hacia las antiguas y nuevas formas de pobreza, hacia el bien común, en el que todos estamos llamados a participar. Que todos los miembros de la comunidad familiar, en especial los niños y los ancianos, las personas más débiles, puedan sentir el calor de esta fiesta, y que se dilate después durante todos los días del año.

        Que la Navidad sea para todos la fiesta de la paz y de la alegría: alegría por el nacimiento del Salvador, Príncipe de la paz. Como los pastores, apresuremos nuestro paso hacia Belén. En el corazón de la Nochebuena también nosotros podremos contemplar al «Niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre», junto con María y José (Lucas 2, 12.16).

        Pidamos al Señor que abra nuestro espíritu para que podamos entrar en el misterio de su Navidad. Que María, que entregó su seno virginal al Verbo de Dios, que le contempló siendo niño entre sus brazos maternos, y que sigue ofreciéndolo a todos como Redentor del mundo, nos ayude a hacer de la próxima Navidad una ocasión de crecimiento en el conocimiento y en el amor de Cristo. Este es el deseo que formulo con cariño a todos vosotros, que estáis aquí presentes, a vuestras familias y a vuestros seres queridos.

        ¡Feliz Navidad a todos vosotros!