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Queridos hermanos y hermanas: En el camino del Adviento, brilla la estrella de María Inmaculada, «signo de esperanza y de consuelo» (Concilio Vaticano II, constitución Lumen gentium, 68). Para llegar a Jesús, luz verdadera, sol que ha disipado toda las tinieblas de la historia, necesitamos tener cerca personas humanas que reflejan la luz de Cristo y que de este modo iluminan el camino que hay que recorrer. Y, ¿qué persona es más luminosa que María? ¿Quién mejor que ella puede ser para nosotros estrella de esperanza, aurora que anunció el día de la salvación? (Cf. encíclica Spe salvi, 49). Por este motivo, la liturgia nos invita a celebrar hoy, al acercarse la Navidad, la fiesta solemne de la Inmaculada Concepción de María: el misterio de la gracia de Dios envolvió desde el primer instante de su existencia a la criatura destinada a convertirse en la Madre del Redentor, preservándola del contagio con el pecado original. Al contemplarla, reconocemos la altura y la belleza del proyecto de Dios para cada hombre: llegar a ser santos e inmaculados en el amor (Cf. Efesios 1, 4), a imagen de nuestro Creador. ¡Qué gran don tener por madre a María Inmaculada! Una madre resplandeciente de belleza, transparente al amor de Dios. Pienso en los jóvenes de hoy, que han crecido en un ambiente saturado de mensajes que proponen falsos modelos de felicidad. Estos chicos y chicas corren el riesgo de perder la esperanza, pues con frecuencia parecen huérfanos del verdadero amor, que llena de significado y de alegría la vida. Éste fue un tema sumamente importante para mi querido predecesor Juan Pablo II, que tantas veces propuso a la juventud de nuestro tiempo a María, como «Madre del amor hermoso». Muchas experiencias nos muestran lamentablemente que los adolescentes, los jóvenes y hasta los niños son fáciles víctimas de la corrupción del amor, engañados por adultos sin escrúpulos que, mintiéndose a sí mismos y mintiéndoles a ellos, los atraen a los callejones sin salida del consumismo: incluso las realidades más sagradas, como el cuerpo humano, templo del Dios del amor y de la vida, se vuelven de este modo en objetos de consumo. Y esto cada vez más pronto, ya desde la preadolescencia. ¡Qué tristeza cuando los chicos y chicas pierden la maravilla, el encanto de los sentimientos más bellos, el valor del respeto del cuerpo, manifestaciones de la persona y de su insondable misterio! Todo esto nos recuerda María, la Inmaculada, a quien contemplamos en toda su belleza y santidad. En la cruz, Jesús la confío a Juan y a todos los discípulos (Cf. Juan 19,27), y desde entonces se convirtió para toda la humanidad en Madre, Madre de la esperanza. A ella le dirigimos con fe nuestra oración, mientras acudimos espiritualmente en peregrinación a Lourdes, donde precisamente en este día comienza un año especial jubilar con motivo del 150 aniversario de sus apariciones en la gruta de Massabielle. María Inmaculada, «estrella del mar, brilla sobre nosotros y guíanos en nuestro camino» (encíclica Spe salvi, 50). | |||||||||||
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