La Navidad exige conversión
Palabras que pronunció Benedicto XVI el domingo al rezar la oración mariana del Ángelus junto a varios miles de peregrinos congregados en la plaza de San Pedro del Vaticano.
Ciudad del Vaticano, 9 diciembre de 2007.
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Federico F. de Buján

Queridos hermanos:

        Ayer, solemnidad de la Inmaculada concepción, la liturgia nos invitaba a dirigir la mirada hacia María, madre de Jesús y madre nuestra, estrella de esperanza para todo hombre. Hoy, segundo domingo de Adviento, nos presenta la austera figura del Precursor, que el evangelista Mateo introduce con estas palabras: «Por aquellos días apareció Juan el Bautista, proclamando en el desierto de Judea: "Convertíos porque ha llegado el Reino de los Cielos"» (Mateo 3, 1-2).

        Su misión consistió en preparar y allanar el camino ante el Mesías, exhortando al pueblo de Israel a arrepentirse de los propios pecados y a corregir toda iniquidad. Con palabras exigentes, Juan Bautista anunciaba el juicio inminente: «todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego» (Mateo 3, 10). Alertaba sobre todo ante la hipocresía de quien se sentía seguro sólo por el hecho de pertenecer al pueblo elegido: ante Dios --decía-- nadie tiene títulos de los que vanagloriarse, sino que tiene que dar «fruto digno de conversión» (Mateo 3, 8).

        Mientras continúa el camino del Adviento, mientras nos preparamos para celebrar la Navidad de Cristo, resuena en nuestras comunidades este llamamiento de Juan Bautista a la conversión. Es una apremiante invitación a abrir el corazón y a acoger al Hijo de Dios que viene entre nosotros para manifestar el juicio divino.

        El Padre, escribe el evangelista Juan, no juzga a nadie, sino que ha confiado al Hijo el poder de juzgar, pues es Hijo del hombre (Cf. Juan 5, 22.27). Y hoy, en el presente, se juega nuestro destino futuro; con el comportamiento de nuestra vida decidimos nuestra suerte eterna. En el ocaso de nuestros días sobre la tierra, en el momento de la muerte, seremos juzgados según nuestra semejanza al Niño que está por nacer en la pobre gruta de Belén, pues Él es el criterio de medida que Dios ha dado a la humanidad.

        El Padre celestial, que en el nacimiento de su Hijo unigénito nos manifestó su amor misericordioso, nos llama a seguir sus huellas haciendo que nuestra existencia sea, como la suya, un don de amor. Y el fruto del amor es ese «fruto digno de conversión» al que se refiere san Juan Bautista, mientras se dirige con palabras cortantes a los fariseos y a los saduceos, que acudieron a su bautismo entre la muchedumbre.

        A través del Evangelio, Juan Bautista sigue hablando a través de los siglos a toda generación. Sus palabras duras y claras resultan particularmente saludables para nosotros, hombres y mujeres de nuestro tiempo, en el que incluso la manera de vivir y percibir la Navidad experimenta por desgracia con demasiada frecuencia una mentalidad materialista.

        La «voz» del gran profeta nos pide que preparemos el camino al Señor que viene, en los desiertos de hoy, desiertos exteriores e interiores, sedientos del agua viva que es Cristo. Que la Virgen María nos guíe hacia una verdadera conversión del corazón para que podamos tomar las decisiones necesarias para sintonizar nuestras mentalidades con el Evangelio.