Benedicto XVI presenta la figura de san Cromacio de Aquileya
Intervención de Benedicto XVI en la audiencia general del miércoles dedicada a presentar la figura de san Cromacio de Aquileya.
Ciudad del Vaticano, 5 diciembre de 2007.
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Queridos hermanos y hermanas:

        En las últimas catequesis hemos hecho una excursión por las Iglesias de Oriente de lengua semítica, meditando sobre Afraates el persa y san Efrén el sirio; hoy regresamos al mundo latino, al norte del Imperio Romano, con san Cromacio de Aquileya. Este obispo desempeñó su ministerio en la antigua Iglesia de Aquileya, ferviente ! centro de vida cristiana situado en la Décima región del Imperio Romano, la Venetia et Histria.

        En el año 388, cuando Cromacio subió a la cátedra episcopal de la ciudad, la comunidad cristiana local había madurado ya una gloriosa historia de fidelidad al Evangelio. Entre la segunda mitad del siglo III y los primeros años del IV, las persecuciones de Decio, de Valeriano y de Diocleciano habían cosechado un gran número de mártires. Además, la Iglesia de Aquileya había tenido que afrontar, al igual que las demás Iglesias de la época, la amenaza de la herejía arriana. El mismo Atanasio, el heraldo de la Ortodoxa de Nicea, a quienes los arrianos habían expulsado al exilio, encontró durante un tiempo refugio en Aquileya. Bajo la guía de sus obispos, la comunidad cristiana resistió a las insidias de la herejía y reforzó su adhesión a la fe católica.

        En septiembre del año 381, Aquileya fue sede de un sínodo, que reunió a unos 35 obispos de las costas de África, del valle del Rin, y de toda la Décima región. El sínodo pretendía acabar con los últimos residuos de arrianismo en Occidente. En el Concilio participó el presbítero Cromacio como perito del obispo de Aquileya, Valeriano (370/1-387/8). Los años en torno al sínodo del año 381 representan la «edad de oro» de la comunidad de Aquileya. San Jerónimo, que había nacido en Dalmacia, y Rufino de Concordia hablan con nostalgia de su permanencia en Aquileya (370-373), en aquella especie de cenáculo teológico que Jerónimo no duda en definir «tamquam chorus beatorum», «como un coro de bienaventurados» (Crónica: PL XXVII, 697-698). ! En este cenáculo, que en ciertos aspectos recuerda las experiencias comunitarias vividas por Eusebio de Verceli y por Agustín, se conforman las personalidades más notables de las Iglesias del Alto Adriático.

        Pero ya en su familia Cromacio había aprendido a conocer y a amar a Cristo. Nos habla de ella, con palabras llenas de admiración, el mismo Jerónimo, que compara a la madre de Cromacio con la profetisa Ana, a sus hermanas con las vírgenes prudentes de la parábola evangélica, a Cromacio mismo y su hermano Eusebio con el joven Samuel (Cf. Epístola VII: PL XXII,341). Jerónimo sigue diciendo: «El beato Cromacio y el santo Eusebio eran tan hermanos de sangre como por la unión de ideales» (Epístola VIII: PL XXII, 342).

        Cromacio había nacido en Aquileya hacia el año 345. Fue ordenado diácono y despu&eacut! e;s presbítero; por último, fue elegido pastor de aquella Iglesia (año 388). Tras recibir la consagración episcopal del obispo Ambrosio, se dedicó con valentía y energía a una ingente tarea por la extensión del terreno que se había confiado a su atención pastoral: la jurisdicción eclesiástica de Aquileya, que se extendía desde los territorios de la actual Suiza, Baviera, Austria y Eslovenia, hasta llegar a Hungría.

        Es posible hacerse una idea de cómo Cromacio era conocido y estimado en la Iglesia de su tiempo por un episodio de la vida de san Juan Crisóstomo. Cuando el obispo de Constantinopla fue exiliado de su sede, escribió tres cartas a quienes consideraba como los más importantes obispos de occidente para alcanzar su apoyo ante los emperadores: una carta la escribió al obispo de Roma, la segunda al obispo de Milán, la terce! ra al obispo de Aquileya, es decir, Cromacio (Epístola CLV: PG LII, 702). También para él eran tiempos difíciles a causa de la precaria situación política. Con toda probabilidad Cromacio falleció en el exilio, en Grado, mientras trataba de escapar de los saqueos de los bárbaros, en el mismo año 407 en el que también moría Crisóstomo.

        Por prestigio e importancia, Aquileya era la cuarta ciudad de la península italiana, y la novena del Imperio romano: por este motivo llamaba la atención de los godos y de los hunos. Además de causar graves lutos y destrucción, las invasiones de estos pueblos comprometieron gravemente la transmisión de las obras de los Padres conservadas en la biblioteca episcopal, rica en códices. Se perdieron también los escritos de Cromacio, que se desperdigaron, y con frecuencia fueron atribuidos a otros aut! ores: a Juan Crisóstomo (en parte, a causa de que sus dos nombres comenzaban igual: «Chromatius» como «Chrysostomus»); o a Ambrosio y a Agustín; e incluso a Jerónimo, a quien Cromacio había ayudado mucho en la revisión del texto y en la traducción latina de la Biblia. El redescubrimiento de gran parte de la obra de Cromacio se debe a afortunadas vicisitudes, que han permitido en los años recientes reconstruir un corpus de escritos bastante consistente: más de unos cuarenta sermones, de los cuales una decena en fragmentos, además de unos sesenta tratados de comentario al Evangelio de San Mateo.

        Cromacio fue un sabio maestro y celoso pastor. Su primer y principal compromiso fue el de ponerse a la escucha de la Palabra para ser capaz de convertirse en su heraldo: en su enseñanza siempre se basa en la Palabra de Dios y a ella regresa siempre. Algunos temas los! lleva particularmente en el corazón: ante todo, el misterio de la Trinidad, que contempla en su revelación a través de la historia de la salvación. Después está el tema del Espíritu Santo: Cromacio recuerda constantemente a los fieles la presencia y la acción de la tercera Persona de la Santísima Trinidad en la vida de la Iglesia.

        Pero el santo obispo afronta con particular insistencia el misterio de Cristo. El Verbo encarnado es verdadero Dios y verdadero hombre: ha asumido integralmente la humanidad para entregarle como don la propia divinidad. Estas verdades, repetidas con insistencia, en parte en clave antiarriana, llevarían unos cincuenta años después a la definición del Concilio de Calcedonia.

        El hecho de subrayar intensamente la naturaleza humana de Cristo lleva a Cromacio a hablar de la Virgen María. Su doctrina mariológica es tersa y precisa! . Le debemos algunas descripciones sugerentes de la Virgen Santísima: María es la «virgen evangélica capaz de acoger a Dios»; es la «oveja inmaculada» que engendró al «cordero cubierto de púrpura» (Cf Sermo XXIII,3: «Scrittori dell'area santambrosiana» 3/1, p. 134).

        El obispo de Aquileya pone con frecuencia a la Virgen en relación con la Iglesia: ambas, de hecho, son «vírgenes» y «madres». La eclesiología de Cromacio se desarrolla sobre todo en el comentario a Mateo. Estos son algunos de los conceptos repetidos: la Iglesia es única, ha nacido de la sangre de Cristo; es un vestido precioso tejido por el Espíritu Santo; la Iglesia está allí donde se anuncia que Cristo nació de la Virgen, donde florece la fraternidad y la concordia. Una imagen particularmente querida por Cromacio es la del barco en el ! mar en la tempestad --vivió en una época de tempestades, como hemos visto--: «No hay duda», afirma el santo obispo, «que esta nave representa a la Iglesia» (cfr Tract. XLII,5: «Scrittori dell'area santambrosiana» 3/2, p. 260).

        Como celoso pastor, Cromacio sabe hablar a su gente con un lenguaje fresco, colorido e incisivo. Sin ignorar la perfecta construcción latina, prefiere recurrir al lenguaje popular, rico de imágenes fácilmente comprensibles. De este modo, por ejemplo, tomando pie del mar, pone en relación por una parte la pesca natural de peces que, echados a la orilla, mueren; y por otra, la predicación evangélica, gracias a la cual los hombres son salvados de las aguas enfangadas de la muerte, e introducidos en la verdadera vida (Cf. Tract. XVI,3: «Scrittori dell'area santambrosiana» 3/2, p. 106).

        Desde el punto de vista del buen past! or, en un período borrascoso como el suyo, flagelado por los saqueos de los bárbaros, sabe ponerse siempre al lado de los fieles para alentarles y para abrir su espíritu a la confianza en Dios, que nunca abandona a sus hijos.

        Recogemos, al final, como conclusión de estas reflexiones, una exhortación de Cromacio que todavía hoy sigue siendo válida: «Invoquemos al Señor con todo el corazón y con toda la fe --recomienda el obispo de Aquileya en un Sermón--, pidámosle que nos libere de toda incursión de los enemigos, de todo temor de los adversarios. Que no tenga en cuenta nuestros méritos, sino su misericordia, él que también en el pasado se dignó liberar a los hijos de Israel no por sus méritos, sino por su misericordia. Que nos proteja con su acostumbrado amor misericordioso, y que actúe a través de nosotros lo que dijo san Mois&eacut! e;s a los hijos de Israel: "El Señor peleará en vuestra defensa y vosotros quedaréis en silencio". Quien pelea es Él y es Él quien vence... Y para que se digne hacerlo tenemos que rezar lo más posible. Él mismo dice por labios del profeta: "Invócame en el día de la tribulación; yo te liberaré y tú me glorificarás"» (Sermo XVI,4: «Scrittori dell'area santambrosiana» 3/1, pp. 100-102).

        De este modo, precisamente al inicio del Adviento, san Cromacio nos recuerda que el Adviento es tiempo de oración, en el que es necesario entrar en contacto con Dios. Dios nos conoce, me conoce, conoce a cada uno de nosotros, me ama, no me abandona. Sigamos adelante con esta confianza en el tiempo litúrgico recién comenzado.