Todo cristiano, todo hombre, está llamado a la santidad
Palabras que pronunció Benedicto XVI el jueves, solemnidad de Todos los Santos, al rezar la oración mariana del Ángelus junto a los peregrinos congregados a mediodía en la plaza de San Pedro.
Ciudad del Vaticano, 1 noviembre de 2007.
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Queridos hermanos y hermanas:

        En la esta solemnidad de Todos lo Santos, nuestro corazón, sobrepasando los confines del tiempo y del espacio, se amplía hacia las dimensiones del Cielo. En los inicios del cristianismo, los miembros de la Iglesia también eran llamados «los santos». En la Primera Carta a los Corintios, por ejem! plo, san Pablo escribe «a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, con cuantos en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo, Señor nuestro» (1 Corintios 1,2). El cristiano, de hecho, ya es santo, pues el Bautismo le une a Jesús y a su misterio pascual, pero al mismo tiempo tiene que llegar a ser santo, conformándose con Él cada vez más íntimamente.

        A veces se piensa que la santidad es un privilegio reservado a unos pocos elegidos. En realidad, ¡llegar a ser santo es la tarea de cada cristiano, es más, podríamos decir, de cada hombre!

        Escribe el apóstol que Dios nos ha bendecido desde siempre y nos ha elegido en Cristo «para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor» (Efesios 1, 3-4). Todos los seres humanos están llamados a la santidad que, en última instancia, consiste en vivir como hijos de Dios, en ! esa «semejanza» a Él, según la cual, han sido creados.

        Todos los seres humanos son hijos de Dios, y todos tienen que llegar a ser lo que son, a través del camino exigente de la libertad. Dios les invita a todos a formar parte de su pueblo santo. El «Camino» es Cristo, el Hijo, el Santo de Dios: nadie puede llegar al Padre si no por Él (Cf. Juan 14,6).

        Sabiamente la Iglesia ha establecido la inmediata sucesión de la fiesta de Todos los Santos con la de la conmemoración de todos los fieles difuntos. A nuestra oración de alabanza a Dios y de veneración a los espíritus bienaventurados, que nos presenta hoy la liturgia como «una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas» (Apocalipsis 7,9), se une la oración de sufragio por quienes nos han precedido en el paso de este mundo a la vida eterna. A! ellos les dedicaremos de manera especial mañana nuestra oración y por ellos celebraremos el sacrificio eucarístico. En verdad, cada día, la Iglesia nos invita a rezar por ellos, ofreciendo también los sufrimientos y los cansancios cotidianos para que, completamente purificados, puedan gozar para siempre de la luz y la paz del Señor.

        En el centro de la asamblea de los santos, resplandece la virgen María, «humilde y la más alta criatura» (Dante, «Paraíso», XXXIII, 2). Al darle la mano, nos sentimos animados a caminar con más empuje por el camino de la santidad. A ella encomendamos nuestro compromiso cotidiano y le encomendamos hoy a nuestros queridos difuntos, con la íntima esperanza de volvernos a encontrar un día todos juntos en la comunión gloriosa de los santos.

[Tras rezar el Ángelus, el Papa saludó a los peregrinos en vari! os idiomas. En español, dijo: ]

        Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana del Ángelus. En la solemnidad de Todos los Santos, la Iglesia se goza al contemplar a tantos hijos suyos que, a través de los siglos, han llegado a la casa del Padre. Ellos nos acompañan con su intercesión. Que su fidelidad a la voluntad de Dios nos estimule a avanzar con humildad y perseverancia en el camino de la santidad, siendo en todas partes testigos valientes de Cristo.