La naturaleza, signo de la acción de Dios en el hombre

Publicamos a continuación la intervención que Juan Pablo II preparó para la audiencia general de este miércoles sobre el salmo 64 y que no pudo leer personalmente a causa de los dolores provocados en la rodilla por la artrosis. 

Meditación preparada por el Papa para la catequesis de este miércoles. Ciudad del Vaticano, 6 marzo 2002.

Los salmos nos llevan a contemplar la creación como el ámbito humano que el pecado puede corromper

        1. Nuestro viaje por los Salmos de la Liturgia de las Horas nos lleva hoy a meditar en un himno que nos conquista sobre todo por el fascinante paisaje primaveral de su última parte (cf. Salmo 64, 10-14), una escena llena de frescura y colores, compuesta por voces de alegría.

        En realidad, el Salmo 64 tiene una estructura más amplia, cruce de dos tonos diferentes: emerge, ante todo, el histórico tema del perdón de los pecados y de la acogida por Dios (cf. versículos 2-5); después hace referencia al tema cósmico de la acción de Dios con los mares y los montes (cf. versículos 6-9a); desarrolla al final la descripción de la primavera (cf. versículos 9b-14): en el desolado y árido panorama de Oriente Próximo, la lluvia fecunda es la expresión de la fidelidad del Señor a la creación (cf. Salmo 103, 13-16). Para la Biblia la creación es la sede de la humanidad y el pecado es un atentado contra el orden y la perfección del mundo. La conversión y el perdón vuelven a dar, por tanto, integridad y armonía al cosmos.

El hombre obtiene el perdón cuando invoca a Dios

        2. En la primera parte del Salmo, nos encontramos dentro del templo de Sión. Allí llega el pueblo con sus miserias morales para invocar la liberación del mal (cf. Salmo 64, 2-4a). Una vez obtenida la absolución de las culpas, los fieles se sienten huéspedes de Dios, cercanos a él, dispuestos a ser admitidos a su mesa y a participar en la fiesta de la intimidad divina (cf. versículos 4b-5).

        El Señor, que se ensalza en el templo, es representado después con un perfil glorioso y cósmico. Se dice, de hecho, que es la «esperanza del confín de la tierra y del océano remoto»; afianza los montes con su fuerza... reprime el estruendo del mar, el estruendo de las olas y el tumulto... Los habitantes del extremo del orbe se sobrecogen ante sus signos, desde oriente hasta occidente (versículos 6-9).

De Dios procede el orden y el perdón

        3. En esta celebración de Dios Creador, encontramos un acontecimiento que querría subrayar: el Señor logra dominar y acallar incluso el tumulto de las aguas del mar, que en la Biblia son símbolo del caos, en oposición al orden de la creación (cf. Job 38, 8-11). Es una manera de exaltar la victoria divina no sólo sobre la nada, sino incluso sobre el mal: por este motivo, el «estruendo del mar» y el «estruendo de las olas» es asociado al «tumulto de los pueblos» (cf. Salmo 64, 8), es decir, la rebelión de los soberbios.

        San Agustín lo comenta de manera eficaz: «El mar es imagen del mundo presente: amargo a causa de la sal, turbado por tempestades, donde los hombres, con sus ambiciones perversas y desordenadas, parecen peces que se devoran unos a otros. ¡Mirad este mar proceloso, este mar amargo, cruel con sus olas! No nos comportemos así, hermanos, pues el Señor es la "esperanza del confín de la tierra"» («Esposizione sui Salmi II», Roma 1990, p. 475).

        La conclusión que nos sugiere el Salmo es sencilla: ese Dios, que acaba con el caos y el mal del mundo y de la historia, puede vencer y perdonar la malicia y el pecado que el orante lleva en su interior y que presenta en el templo con la certeza de la purificación divina.

El Señor cubre de fecundidad la tierra símbolo del hombre perdonado

        4. En este momento, irrumpen en la escena otro tipo de aguas: las de la vida y las de la fecundidad, que en primavera irrigan la tierra y que representan la nueva vida del fiel perdonado. Los versículos finales del Salmo (cf. Salmo 64, 10-14), como decía, son de extraordinaria belleza y significado. Dios quita la sed a la tierra agrietada por la aridez y el hielo invernal, con la lluvia. El Señor es como un agricultor (cf. Juan 15, 1), que hace crecer el trigo y las plantas con su trabajo. Prepara el terreno, riega los surcos, iguala los terrones, rocía todas las partes de su campo.

        El salmista utiliza diez verbos para describir esta amorosa obra del Creador con la tierra, que se transforma en una especie de criatura viviente. De hecho, todo aclama y canta de alegría (cf. Salmo 64, 14). En este sentido, son también sugerentes los tres verbos ligados al símbolo de las vestiduras: «las colinas se orlan de alegría; las praderas se cubren de rebaños, y los valles se visten de mieses» (versículos 13-14). Es la imagen de un prado salpicado por el candor de las ovejas; las colinas se ciñen con el cinturón de las viñas, signo de la exultación de su producto, el vino, que «alegra el corazón del hombre» (Salmo 103, 15); los valles se visten con la capa dorada de las mieses. El versículo 12 evoca también la corona, que podría hacer pensar en las guirnaldas de los banquetes festivos, colocadas sobre la cabeza de los invitados (cf. Isaías 28, 1.5).

El hombre exulta al contemplar la magnificencia de su Creador

        5. Todas las criaturas juntas, como en procesión, se dirigen hacia su Creador y Soberano, danzando y cantando, alabando y rezando. Una vez más la naturaleza se convierte en un signo elocuente de la acción divina; es una página abierta a todos, dispuesta a manifestar el mensaje trazado en ella por el Creador, pues «de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor» (Sabiduría 13, 5; cf. Romanos 1, 20). Contemplación teológica y abandono poético se funden en este pasaje poético, convirtiéndose en adoración y alabanza.

        Pero el encuentro más intenso, hacia el que tiende el Salmista con todo su cántico, es el que une creación y redención. Como la tierra resurge en primavera por la acción del Creador, así el hombre resurge de su pecado por la acción del Redentor. Creación e historia están, de este modo, bajo la mirada providente y salvadora del Señor, que vence a las aguas tumultuosas y destructoras y da el agua que purifica, fecunda y quita la sed. El Señor, de hecho, «sana a los de roto corazón, y venda sus heridas», pero también «cubre de nubes los cielos, prepara lluvia a la tierra prepara, hace germinar en los montes la hierba» (Salmo 146, 3.8).

        El Salmo se convierte así en un canto a la gracia divina. San Agustín vuelve a recordar, al comentar nuestro salmo, este don trascendente y único: «El Señor Dios te dice al corazón: yo soy tu riqueza. No hagas caso a lo que promete el mundo, sino a lo que promete el Creador del mundo! Presta atención a lo que Dios promete, si observas la justicia; y desprecia lo que te promete el hombre para alejarte de la justicia. ¡No hagas caso, por tanto, a lo que te promete el mundo! Considera más bien aquello que promete el Creador del mundo («Esposizione sui Salmi II», Roma 1990, p. 481).