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La
elección de Dios: Benedicto
XVI y el futuro de la Iglesia
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Teresa
de Calcuta (DVD)
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Fabrizio
Costa
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Una
mirada ciega hacia la luz
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Gustave
Thibon
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Jesús
orando
El evangelio
del domingo, XVII del Tiempo Ordinario, empieza con estas palabras:
«Un día Jesús estaba orando en cierto lugar; cuanto
terminó, le dijo uno de sus discípulos: "Señor,
enséñanos a orar como enseñó Juan a sus
discípulos". Él les dijo: "Cuando oréis, decid:
Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino"».
Cómo sería el rostro y toda la persona de Jesús
cuando estaba inmerso en oración, lo podemos imaginar por el
hecho de que sus discípulos, sólo con verle orar, se
enamoran de la oración y piden al Maestro que les enseñe
también a ellos a orar. Y Jesús les contenta, como hemos
oído, enseñándoles la oración del Padre
Nuestro.
También esta vez queremos reflexionar sobre el evangelio inspirándonos
en el libro del Papa Benedicto XVI sobre Jesús: «Sin
el arraigo en Dios -escribe el Papa-, la persona de Jesús es
fugaz, irreal e inexplicable. Éste es el punto de apoyo sobre
el que se basa este libro mío: considera a Jesús a partir
de su comunión con el Padre. Éste es el verdadero centro
de su personalidad».
Los evangelios justifican ampliamente estas afirmaciones. Por lo tanto
nadie puede contestar históricamente que el Jesús de
los evangelios vive y actúa en continua referencia al Padre
celestial, que ora y enseña a orar, que funda todo sobre la
fe en Dios. Si se elimina esta dimensión del Jesús de
los evangelios no queda de Él absolutamente nada.
De este dato histórico se deriva una consecuencia fundamental,
esto es, que no es posible conocer al verdadero Jesús si se
prescinde de la fe, si se realiza un acercamiento a Él como
no creyentes o ateos declarados. No hablo en este momento de la fe
en Cristo, en su divinidad (que viene después), sino de fe
en Dios, en la acepción más común del término.
Muchos no creyentes escriben hoy sobre Jesús, convencidos de
que son ellos los que conocen al verdadero Jesús, no la Iglesia,
no los creyentes. Lejos de mí (y creo que también del
Papa) la idea de que los no creyentes no tengan derecho a ocuparse
de Jesús. Jesús es «patrimonio de la humanidad»
y nadie, ni siquiera la Iglesia, tienen el monopolio sobre Él.
El hecho de que también los no creyentes escriban sobre Jesús
y se apasionen con Él no puede sino agradarnos.
Lo que desearía mostrar son las consecuencias que se derivan
de un punto de partida tal. Si se niega la fe en Dios o se prescinde
de ella, no se elimina sólo la divinidad, o el llamado Cristo
de la fe, sino también al Jesús histórico tout
court; no se salva ni siquiera el hombre Jesús. Si Dios
no existe, Jesús no es más que uno de los muchos ilusos
que oró, adoró, habló; con su sombra o con la
proyección de su propia presencia, por decirlo al modo de Feuerbach.
Pero ¿cómo se explica entonces que la vida de este hombre
«haya cambiado el mundo»? Sería como decir que
no la verdad y la razón han cambiado el mundo, sino la ilusión
y la irracionalidad. ¿Cómo se explica que este hombre
siga, a dos mil años de distancia, interpelando a los espíritus
como ningún otro? ¿Puede todo ello ser fruto de un equívoco,
de una ilusión?
No hay más que una vía de salida a este dilema, y hay
que reconocer la coherencia de los que (especialmente en el ámbito
del californiano «Jesus Seminar») la han tomado. Según
aquellos, Jesús no era un creyente hebreo; era en el fondo
un filósofo al estilo de los cínicos; no predicó
un reino de Dios, ni un próximo final del mundo; sólo
pronunció máximas sapienciales al estilo de un maestro
Zen. Su objetivo era despertar en los hombres la conciencia de sí,
convencerles de que no tenían necesidad ni de Él ni
de otro Dios, porque ellos mismos llevaban en sí una chispa
divina. Pero éstas son -mira por dónde- ¡las cosas
que lleva décadas predicando la Nueva Era!
La mirada del Papa ha sido adecuada: sin el arraigo en Dios, la figura
de Jesús es fugaz, irreal; yo añadiría contradictoria.
No creo que esto deba entenderse en el sentido de que sólo
quien se adhiere interiormente al cristianismo puede entender algo
de él, pero ciertamente debería alertar respecto a creer
que sólo situándose fuera de éste, fuera de los
dogmas de la Iglesia, se pueda decir algo objetivo sobre él.
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