«Bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados»
Tercera predicación de Cuaresma que, ante Benedicto XVI y la Curia, pronunció el padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia.
Ciudad del Vaticano, 23 de marzo de 2007.
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1. Historia y Espíritu

        La investigación sobre el Jesús histórico, hoy tan en auge –tanto la que hacen estudiosos creyentes como la radical de los no creyentes– esconde un grave peligro: el de inducir a creer que sólo lo que, por esta nueva vía, se pueda remontar al Jesús terreno es «auténtico», mientras que todo lo demás sería no-histórico y por lo tanto no «auténtico». Esto significaría limitar indebidamente sólo a la historia los medios que Dios tiene a disposición para revelarse. Significaría abandonar tácitamente la verdad de fe de la inspiración bíblica y por lo tanto el carácter revelado de las Escrituras.

        Parece que esta exigencia de no limitar únicamente a la historia la investigación sobre el Nuevo Testamento comienza a abrirse camino entre diversos estudiosos de la Biblia. En 2005 se celebró en Roma, en el Instituto Bíblico, una consulta sobre «Crítica canónica e interpretación teológica» («Canon Criticism and Theological Interpretation») con la participación de eminentes estudiosos del Nuevo Testamento. Aquella tenía el objetivo de promover este aspecto de la investigación bíblica que tiene en cuenta la dimensión canónica de las Escrituras, integrando la investigación histórica con la dimensión teológica.

        De todo ello deducimos que «palabra de Dios», y por lo tanto normativo para el creyente, no es el hipotético «núcleo originario» diversamente reconstruido por los historiadores, sino lo que está escrito en los evangelios. El resultado de las investigaciones históricas hay que tenerlo enormemente en cuenta porque es el que debe orientar a la comprensión también de los desarrollos posteriores de la tradición, pero la exclamación «¡Palabra de Dios!» seguiremos pronunciándola al término de la lectura del texto evangélico, no al término de la lectura del último libro sobre el Jesús histórico.

        Las dos lecturas, la histórica y la de fe, tienen entre sí un importante punto de encuentro. «Un evento es histórico –escribió un eminente estudioso del Nuevo Testamento– cuando asoman en él dos requisitos: ha "sucedido" y además ha asumido una relevancia significativa determinante para las personas que estuvieron involucradas en él y establecieron su narración» [1]. Existen infinitos hechos realmente ocurridos que, en cambio, no pensamos en definir «históricos», porque no han dejado huella alguna en la historia, no han suscitado ningún interés, ni han hecho nacer nada nuevo. «Histórico» no es por lo tanto el descarnado hecho de crónica, sino el hecho más el significado de él.

        En este sentido, los evangelios son «históricos» no sólo por lo que refieren verdaderamente ocurrido, sino por el significado de los hechos que sacan a la luz bajo la inspiración del Espíritu Santo. Los evangelistas y la comunidad apostólica antes que ellos, con sus añadidos y subrayados diversos, no hicieron sino evidenciar los diferentes significados o implicaciones de un determinado dicho o hecho de Jesús.

        Juan se preocupa de hacer que se explique anticipadamente por Jesús mismo este hecho cuando le atribuye las palabras: «Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga y os anunciará lo que ha de venir» (Jn 16,12-13).

        Estas observaciones nos resultan de particular utilidad cuando se trata del uso que hay que hacer de las bienaventuranzas evangélicas. Es bien sabido que las bienaventuranzas nos han llegado en dos versiones distintas. Mateo tiene ocho bienaventuranzas; Lucas sólo cuatro, seguidas, en cambio, de otros tantos «ay» contrarios. En Mateo el discurso es indirecto: «bienaventurados los pobres», «bienaventurados los que tienen hambre»; en Lucas el discurso es directo: «bienaventurados vosotros, los pobres», «bienaventurados los que tenéis hambre»; Lucas dice «pobres» y «hambrientos», Mateo pobres «de espíritu» y hambrientos «de justicia»

        Después de toda la labor crítica realizada para distinguir lo que, en las bienaventuranzas, se remonta al Jesús histórico y lo que es propio de Mateo y de Lucas, [2], la tarea del creyente de hoy no es la de elegir como auténtica una de las dos versiones y dejar de lado la otra. Se trata más bien de recoger el mensaje contenido en una y otra versión evangélica y –según los casos y las necesidades de hoy– valorar, cada vez, una u otra perspectiva, como hizo cada uno de los dos evangelistas en su tiempo.

2. Quiénes son los hambrientos y quiénes los saciados

        Siguiendo este principio, reflexionamos hoy sobre la bienaventuranza de los hambrientos, partiendo de la versión de Lucas: «Bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados». Veremos, en un segundo momento, que la versión de Mateo, que habla de «hambre de justicia», no se opone a la de Lucas, sino que la confirma y refuerza.

        Los que tienen hambre, en la bienaventuranza de Lucas, no constituyen una categoría diferente de los pobres mencionados en la primera bienaventuranza. Son los mismos pobres considerados en el aspecto más dramático de su condición, la falta de alimento. Paralelamente, los «saciados» son los ricos que en su prosperidad pueden satisfacer no sólo la necesidad, sino también la voluntad al comer. Es el propio Jesús quien se preocupó de explicar quiénes son los saciados y quiénes los que tienen hambre. Lo hizo con la parábola del rico epulón y del pobre Lázaro (Lc 16, 19-31). También ésta considera pobreza y riqueza bajo la perspectiva de la falta o sobreabundancia de alimento: el rico «celebraba todos los días espléndidas fiestas»; el pobre «deseaba hartarse de lo que caía de la mesa del rico».

        La parábola sin embargo no explica sólo quiénes son los hambrientos y quiénes los saciados, sino también, y sobre todo, por qué los primeros son declarados bienaventurados y los segundos desventurados: «Un día el pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. Murió también el rico y fue sepultado... en el infierno entre tormentos»

        La riqueza y la saciedad tienden a encerrar al hombre en un horizonte terreno porque «donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Lc 12, 34); agravan el corazón con la disipación y la ebriedad, sofocando la semilla de la palabra (Cf. Lc 21, 34); hacen olvidar al rico que la noche siguiente podrían pedírsele cuentas de su vida (Lc 16,19-31); hacen la entrada en el Reino «más difícil que para un camello pasar por el ojo de una aguja» (Lc 18, 25).

        El rico epulón y los demás ricos del evangelio no son condenados por el simple hecho de ser ricos, sino por el uso que hacen, o no, de su riqueza. En la parábola del rico epulón Jesús da a entender que habría, para el rico, un camino de salida, el de acordarse de Lázaro a su puerta y compartir con él su opulenta comida.

        El remedio, en otras palabras, es hacerse «amigos de los pobres con las riquezas» (Lc 16, 9); el administrador infiel es elogiado por haber hecho esto, si bien en un contexto equivocado (Lc 16, 1-8). Pero la saciedad confunde el espíritu y hace extremadamente difícil ir por esta vía; la historia de Zaqueo muestra cómo es posible, pero también lo raro que es. De ahí el porqué del «ay» dirigido a los ricos y a los saciados; un «¡ay!», en cambio, que es más un «¡atentos!» que un «¡malditos!».

3. A los hambrientos colmó de bienes

        Desde este punto de vista, el mejor comentario a la bienaventuranza de los pobres y de los que tienen hambre es lo que dice María en el Magnificat.

«Desplegó la fuerza de su brazo,
dispersó a los que son soberbios en su propio corazón.
Derribó a los potentados de sus tronos
y exaltó a los humildes.
A los hambrientos colmó de bienes
y despidió a los ricos sin nada» (Lc 1, 51-53).

        Con una serie de poderosos verbos, María describe un vuelco y un cambio radical de partes entre los hombres: «Derribó – exaltó; colmó – despidió sin nada». Algo, por lo tanto, ya sucedido o que sucede habitualmente en la acción de Dios. Contemplando la historia no parece que haya habido una revolución social por la que los ricos, de golpe, hayan empobrecido y los hambrientos hayan sido saciados de alimento. Si por lo tanto lo que se esperaba era un cambio social y visible, ha habido un desmentido total por parte de la historia.
El vuelco ha sucedido, ¡pero en la fe! Se ha manifestado el reino de Dios y esto ha provocado una silenciosa, pero radical revolución. El rico aparece como un hombre que ha ahorrado una ingente suma de dinero; por la noche ha habido un golpe de Estado con una devaluación del cien por cien; por la mañana el rico se levanta, pero no sabe que es un pobre miserable. Los pobres y los hambrientos, al contrario, están en ventaja, porque están más dispuestos a acoger la nueva realidad, no temen el cambio; tienen el corazón preparado.

        Santiago, dirigiéndose a los ricos, decía: «Llorad y dad alaridos por las desgracias que están para caer sobre vosotros. Vuestra riqueza está podrida» (St 5, 1-2). También aquí, nada testifica que en tiempos de Santiago los bienes de los ricos se pudrieran en los graneros. El apóstol quiere decir que ha ocurrido algo que les ha hecho perder todo valor real; se ha revelado una nueva riqueza. «Dios –escribe también Santiago– ha escogido a los pobres según el mundo como ricos en la fe y herederos del Reino» (St 2, 5).

        Más que «una incitación a derribar a los potentados de sus tronos para exaltar a los humildes», como a veces se ha escrito, el Magnificat es una saludable advertencia dirigida a los ricos y a los poderosos acerca del tremendo peligro que corren, exactamente como el «ay» de Jesús y la parábola del rico epulón.

4. Una parábola actual

        Una reflexión sobre la bienaventuranza de los que tienen hambre y de los saciados no puede contentarse con explicar su significado exegético; debe ayudarnos a leer con ojos evangélicos la situación en marcha a nuestro alrededor y a actuar en ella en el sentido indicado por la bienaventuranza.

        La parábola del rico epulón y del pobre Lázaro se repite hoy, entre nosotros, a escala mundial. Ambos personajes incluso representan los dos hemisferios: el rico epulón el hemisferio norte (Europa occidental, América, Japón); el pobre Lázaro es, con pocas excepciones, el hemisferio sur. Dos personajes, dos mundos: el primer mundo y el «tercer mundo». Dos mundos de desigual tamaño: el que llamamos «tercer mundo» representa en realidad «dos tercios del mundo» (se está afirmando el uso de llamarlo precisamente así: no «tercer mundo», third world , sino «dos tercios del mundo», two-third world).

        Hay quien ha comparado la tierra a una astronave en vuelo por el cosmos, en la que uno de los tres astronautas a bordo consume el 85% de los recursos presentes y brega por acaparar también el restante 15%. El desperdicio es habitual en los países ricos. Hace años una investigación realizada por el Ministerio de Agricultura americano calculó que de 161 mil millones de kilos de productos alimentarios, 43 mil millones, esto es, cerca de la cuarta parte, acaban en la basura. De este alimento desechado, se podrían recuperar fácilmente, si se quisiera, cerca de 2 mil millones de kilos, una cantidad suficiente para alimentar durante un año a cuatro millones de personas.

        El mayor pecado contra los pobres y los hambrientos es tal vez la indiferencia, fingir no ver, «dar un rodeo (Cf. Lc 10, 31). Ignorar las inmensas muchedumbres de mendigos, sin techo, sin cuidados médicos y, sobre todo, sin esperanza de un futuro mejor –escribía Juan Pablo II en la encíclica "Sollicitudo rei socialis"– «significaría parecernos al rico epulón que fingía no conocer al mendigo Lázaro, postrado a su puerta» [3].

        Tendemos a poner, entre nosotros y los pobres, un doble cristal. El efecto del doble cristal, hoy tan aprovechado, es que impide el paso del frío y del ruido, diluye todo, hace llegar todo amortiguado, atenuado. Y de hecho vemos a los pobres moverse, agitarse, gritar tras la pantalla de la televisión, en las páginas de los periódicos y de las revistas misioneras, pero su grito nos llega como de muy lejos. No llega al corazón, o llega ahí sólo por un momento.

        Lo primero que hay que hacer, respecto a los pobres, es por lo tanto romper el «doble cristal», superar la indiferencia, la insensibilidad, echar abajo las barreras y dejarse invadir por una sana inquietud a causa de la espantosa miseria que hay en el mundo. Estamos llamados a compartir el suspiro de Cristo: «Siento compasión por esta gente que no tiene nada qué comer»: mi sereor super turba (Cf. Mc 8, 2). Cuando se tiene ocasión de ver con los propios ojos qué es la miseria y el hambre, visitando las aldeas o las periferias de las grandes ciudades en ciertos países africanos (a mí me ha sucedido hace algunos meses en Ruanda), la compasión deja sin palabras.

        Eliminar o reducir el injusto y escandaloso abismo que existe entre los saciados y los hambrientos del mundo es la tarea más urgente y más ingente que la humanidad ha llevado consigo sin resolver al entrar en el nuevo milenio. Una tarea en la que sobre todo las religiones deberían distinguirse y hallarse unidas más allá de toda rivalidad. Una empresa de esta envergadura no puede promoverla ningún líder o poder político, condicionado como está por los intereses de la propia nación y frecuentemente por poderes económicos fuertes. El Santo Padre Benedicto XVI ha dado ejemplo de ello con el fuerte llamamiento, dirigido el pasado enero, al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, como hizo también el año pasado en la misma ocasión:

        «Entre las cuestiones esenciales, ¿cómo no pensar en los millones de personas, especialmente mujeres y niños, que carecen de agua, comida y vivienda? El escándalo del hambre, que tiende a agravarse, es inaceptable en un mundo que dispone de bienes, de conocimientos y de medios para subsanarlo» [4].

5. «Bienaventurados los que tienen hambre de justicia»

        Decía al principio que las dos versiones de la bienaventuranzas de los hambrientos, la de Lucas y la de Mateo, no se presentan alternativamente, sino que se integran recíprocamente. Mateo no habla de hambre material, sino de hambre y sed de «justicia». De estas palabras se han dado dos interpretaciones fundamentales.

        Una, en línea con la teología luterana, interpreta la bienaventuranza de Mateo a la luz de lo que dirá San Pablo sobre la justificación mediante la fe. Tener hambre y sed de justicia significa tomar conciencia de la propia necesidad de justicia y de la incapacidad para procurársela solos con las obras y por lo tanto esperarla humildemente de Dios. La otra interpretación ve en la justicia «no la que Dios mismo pone por obra o la que Él concede, sino la que Él reclama al hombre» [5], en otras palabras, las obras de justicia.

        A la luz de esta interpretación, con mucho la más común y exegéticamente más fundada, el hambre material de Lucas y el hambre espiritual de Mateo ya no carecen de relación entre sí. Estar de lado de los hambrientos y de los pobres entra en las obras de justicia y será, más aún, según Mateo, el criterio según el cual ocurrirá al final la separación entre justos e injustos (Cf. Mt 25).

        Toda la justicia que Dios pide del hombre se resume en el doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo (Cf. Mt 22, 40). Es el amor al prójimo por lo tanto el que debe impulsar a los hambrientos de justicia a preocuparse de los hambrientos de pan. Y éste es el gran principio a través del cual el Evangelio actúa en el ámbito social. En cuanto a este punto, lo había percibido adecuadamente la teología liberal:

        «En ninguna parte del Evangelio –escribe uno de sus más ilustres representantes, Adolph von Harnack– encontramos que enseñe a mantenernos indiferentes ante los hermanos. La indiferencia evangélica (no preocuparse del alimento, del vestido, del mañana) expresa más que nada lo que cada alma debe sentir ante el mundo, sus bienes y sus lisonjas. Cuando se trata, en cambio, del prójimo, el Evangelio no quiere ni oír hablar de indiferencia, sino que impone amor y piedad. Además, el Evangelio considera absolutamente inseparables las necesidades espirituales y temporales de los hermanos» [6].

        El Evangelio no incita a los hambrientos a hacerse solos justicia, a alzarse, también porque en tiempos de Jesús –a diferencia de hoy– aquellos no tenían instrumento alguno, ni teórico ni práctico, para hacerlo; no les pide el inútil sacrificio de ir a dejarse matar detrás de algún agitador celote o cualquier Espartaco local. Jesús actúa sobre la parte fuerte, no sobre la parte débil; afronta, Él, la ira y el sarcasmo de los ricos con sus «ay»( Lc 16, 14), no deja que sean las víctimas las que lo hagan.

        Buscar a toda costa, en el Evangelio, modelos o invitaciones explícitas dirigidas a los pobres y a los hambrientos par que se empleen en cambiar solos la propia situación es vano y anacrónico, y hace perder de vista la verdadera contribución que él puede dar a su causa. En esto tiene razón Rudolph Bultmann cuando escribe que «el cristianismo ignora cualquier programa de transformación del mundo y no tiene propuestas que presentar para la reforma de las condiciones políticas y sociales» [7], si bien su afirmación necesitaría alguna distinción.

        El de las bienaventuranzas no es el único modo de afrontar el problema de la riqueza y pobreza, hambre y saciedad; hay otros, hechos posibles por el progreso de la conciencia social, a los cuales justamente los cristianos dan su apoyo y la Iglesia, con su Doctrina Social, su propio discernimiento.

        El gran mensaje de las bienaventuranzas es que, independientemente de lo que hagan o no por ellos los ricos y saciados, incluso así, en el estado actual, la situación de los pobres y de los hambrientos por la justicia es preferible a la de los primeros.

        Existen planos y aspectos de la realidad que no se perciben a simple vista, sino sólo con la ayuda de una luz especial, rayos infrarrojos o ultravioletas. Se usa ampliamente en las fotografías de satélite. La imagen obtenida con esta luz es muy distinta y sorprendente para quien está acostumbrado a ver el mismo panorama a la luz natural. Las bienaventuranzas son una especia de rayos infrarrojos: nos ofrecen una imagen distinta de la realidad, la única verdadera, porque muestra lo que al final quedará, cuando haya pasado «el esquema de este mundo».

6. Eucaristía y compartir

        Jesús nos ha dejado una antítesis perfecta del banquete del rico epulón, la Eucaristía. Esta es la celebración diaria del gran banquete al que el señor invita a «pobres y lisiados, y ciegos y cojos» (Lc 14, 15-24), esto es, a todo los pobres Lázaros que hay alrededor. En ella se realiza la perfecta «comensalidad»: la misma comida y la misma bebida, y en la misma cantidad, para todos, para quien preside como para el último que ha llegado a la comunidad, para el riquísimo como para el paupérrimo.

        El vínculo entre el pan material y el espiritual era bien visible en los primeros tiempos de la Iglesia, cuando la cena del Señor, llamada agape, tenía lugar en el marco de una comida fraterna, en la que se compartía tanto el pan común como el eucarístico.

        A los corintios que habían errado sobre este punto, San Pablo escribía: «Cuando os reunís, pues, en común, eso ya no es comer la Cena del Señor; porque cada uno come primero su propia cena, y mientras uno pasa hambre, otro se embriaga» (1 Co 11, 20-22). Acusación gravísima; es como decir: ¡la vuestra ya no es una Eucaristía!

        Hoy la Eucaristía ya no se celebra en el contexto de una comida común, pero el contraste entre quien tiene lo superfluo y quien no tiene lo necesario ha adquirido dimensiones planetarias. Si proyectamos la situación descrita por Pablo de la Iglesia local de Corinto a la Iglesia universal, nos damos cuenta con pesar de que es lo que –objetivamente, si bien no siempre culpablemente– sucede también en la actualidad. Entre millones de cristianos que, en los distintos continentes, participan en la Misa dominical, hay algunos que, de regreso a casa, tienen a disposición todo bien, y otros que no tienen nada que dar de comer a sus propios hijos.

        La reciente exhortación post-sinodal sobre la Eucaristía recuerda con fuerza: «El alimento de la verdad nos impulsa a denunciar las situaciones indignas del hombre, en las que a causa de la injusticia y la explotación se muere por falta de comida, y nos da nueva fuerza y ánimo para trabajar sin descanso en la construcción de la civilización del amor» [8].

        El 0,8% [porcentaje de asignación tributaria del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas en Italia. Ndt] mejor gastado es el que se destina a la Iglesia con este objetivo, sosteniendo las diversas «Caritas» nacionales y diocesanas, las mesas de los pobres, iniciativas para la alimentación en los países en vías de desarrollo. Uno de los signos de vitalidad de nuestras comunidades religiosas tradicionales son las mesas de los pobres que existen en casi todas las ciudades, en las que se distribuyen miles de comidas al día en un clima de respeto y de acogida. Es una gota en un océano, pero también el océano, decía la Madre Teresa de Calcuta, está hecho de muchas pequeñas gotas.

        Me gustaría concluir con la oración que rezamos a diario, antes de la comida, en mi comunidad: «Bendice, Señor, este alimento que por tu bondad vamos a tomar, ayúdanos a proveer de él también a quienes no lo tienen y haznos partícipes un día de tu mesa celestial. Por Cristo Nuestro Señor».

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[1] D. H. Dodd, Storia ed Evangelo, Brescia 1976, p.23.
[2] Cf. J. Dupont, Le beatitudini, 2 Voll. Edizioni Paoline 1992 (ed. originale Parigi 1969).
[3] Giovanni Paolo II, Enc. "Sollicitudo rei socialis", n. 42.
[4] Discours du pape Benoît XVI pour les vœux au corps diplomatique accrédité près le saint- siège, Lundi 8 janvier 2007.
[5] Cf. Dupont, II, pp. 554 ss.
[6] A. von Harnack, Il cristianesimo e la società, Mendrisio 1911, pp. 12 ss.
[7] R. Bultmann, Il cristianesimo primitivo, Milano 1964, p. 203 (Titolo orig. Das Urchristentum im Rahmen der antiken Religionen).
[8] «Sacramentum caritatis» , n.90.