La oración, «cuestión de vida o muerte».
La lección de la transfiguración de Jesús
Palabras que pronunció Benedicto XVI el domingo al rezar la oración mariana del Ángelus junto a varios miles de peregrinos congregados en la plaza de San Pedro del Vaticano.
Ciudad del Vaticano, 4 de marzo de 2007.
La elección de Dios: Benedicto XVI y el futuro de la Iglesia
El sábado de la historia
Joseph Ratzinger y William Congdon

Queridos hermanos y hermanas:

        En este segundo domingo de Cuaresma, el evangelista Lucas subraya que Jesús subió al monte «a orar» (9, 28) junto con los apóstoles Pedro, Santiago y Juan y, «mientras oraba» (9, 29), acaeció el luminoso misterio de su transfiguración. Subir al monte para los tres apóstoles supuso quedar involucrados en la oración de Jesús, que se retiraba con frecuencia para orar, especialmente en la aurora o después del atardecer, y en ocasiones durante toda la noche. Ahora bien, sólo en esa ocasión, en el monte, quiso manifestar a sus amigos la luz interior que le invadía cuando rezaba: su rostro –leemos en el Evangelio– se iluminó y sus vestidos dejaron traslucir el esplendor de la Persona divina del Verbo encarnado (Cf. Lucas 9, 29).

        En la narración de san Lucas hay otro detalle que es digno de ser subrayado: indica el objeto de la conversación de Jesús con Moisés y Elías, aparecidos junto a Él transfigurado. Éstos, narra el evangelista, «hablaban de su partida (en griego «éxodos»), que iba a cumplir en Jerusalén» (9, 31).

        Por tanto, Jesús escucha la Ley y los profetas que le hablan de su muerte y resurrección. En su diálogo íntimo con el Padre, no se sale de la historia, no huye de la misión para la que vino al mundo, a pesar de que sabe que para llegar a la gloria tendrá que pasar a través de la Cruz. Es más, Cristo entra más profundamente en esta misión, adhiriendo con todo su ser a la voluntad del Padre, y nos demuestra que la verdadera oración consiste precisamente en unir nuestra voluntad con la de Dios.

        Para un cristiano, por tanto, rezar no es evadirse de la realidad y de las responsabilidades que ésta comporta, sino asumirlas hasta el fondo, confiando en el amor fiel e inagotable del Señor. Por este motivo, la comprobación de la transfiguración es, paradójicamente, la agonía en Getsemaní (Cf. Lucas 22, 39-46). Ante la inminencia de la pasión, Jesús experimentará la angustia mortal y se encomendará a la voluntad divina; en ese momento, su oración será prenda de salvación para todos nosotros. Cristo, de hecho, suplicará al Padre celestial que «le libere de la muerte» y, como escribe el autor de la Carta a los Hebreos, «fue escuchado por su actitud reverente» (5, 7). La prueba de esta escucha es la resurrección.

        Queridos hermanos y hermanas: la oración no es algo accesorio u opcional, sino una cuestión de vida o muerte. Sólo quien reza, es decir, quien se encomienda a Dios con amor filial, puede entrar en la vida eterna, que es Dios mismo. Durante este tiempo de Cuaresma, pidamos a María, Madre del Verbo encarnado y Maestra de vida espiritual, que nos enseñe a rezar como hacía su Hijo para que nuestra existencia quede transformada por la luz de su presencia.