CELIBATO Y CASTIDAD

Salvador Canals, Ascética meditada, Ediciones Rialp, 1962

"...nuestra castidad es una afirmación gozosa, una consecuencia lógica de nuestra entrega al servicio de Dios, de nuestro amor."

San Josemaría Escrivá, 24-III-1931.


Si es grandioso es exclusivo

         La castidad, amigo mío, la castidad perfecta, de la que voy a hablarte ahora, es el reverso de la medalla del amor. Un sencillo ejemplo, tomado del amor humano, nos ayudará a comprender y a profundizar el sentido que esta virtud ha de tener para nosotros. Cuando en el mundo se ama de verdad a una persona, y se la ama hasta el punto de quererla como compañera de toda la vida, este amor es y debe ser necesariamente exclusivo: este amor ocupa plenamente el corazón y la vida de la persona, y, lógicamente, excluye otros amores incompatibles con él.

         Pues con ese mismo corazón con que amamos en el mundo y a las personas del mundo, hemos de amar a Dios nuestro Señor: y ese mismo corazón que damos a los amores nobles y limpios de la tierra es el que hemos dado a Jesús nosotros, los que hemos ido tras El, renunciando con alegría a otros afectos, que, por el hecho de ser humanos, no dejan de ser grandes.

Vale la pena

         Los que corrieron tras un amor terreno tenían los ojos abiertos y tienen el corazón lleno; y nosotros, los que hemos corrido tras un amor del cielo, teníamos también los ojos abiertos y tenemos lleno el corazón. Y este amor de Dios que se concreta en el celibato y en la castidad perfecta es también exclusivo y prohibe cualquier otro amor que sea incompatible con él. Nihil carius Christo, nada ni nadie es más amable que Jesucristo, proclamó ya San Pablo y siguen repitiendo todos los que para seguir más de cerca a Jesucristo han renunciado a todos los bienes de la tierra, incluidos los lícitos. Y con San Pablo también, en la valoración de las cosas humanas, han repetido y repíten: Omnia arbitror ut stercora ut Christum lucrifaciam, todas las cosas de la tierra son nada, cuando se trata de ganar a Cristo.

         Miremos, hermano mío, al celibato y al amor por la castidad perfecta como a exigencias, para ti y para mí, del amor de Jesucristo. Nuestra alma, nuestro corazón y nuestro cuerpo son suyos, se los hemos dado con los ojos bien abiertos. Y no olvidemos que no nos falta ni nos puede faltar nada. Deus meus et omnia, ¡mi Dios y mi todo!

Su decisiva importancia

         No puedo decirte –porque te diría algo inexacto– que la castidad, la pureza, es la primera de las virtudes, pues tú sabes perfectamente –deseo tan sólo recordártelo– que la primera virtud, comenzando por la base, es la fe: esta virtud es el fundamento de todo nuestro edificio espiritual. Sabes también que la primera de las virtudes, contemplando el edificio espiritual desde lo alto, es la caridad, pues tan sólo al través de ella –reina de las virtudes– nos unimos directamente con Dios.

         Pero tampoco sería exacto si no añadiese ahora que la castidad, la pureza de vida, forma el ambiente, el clima propicio para que puedan desarrollarse aquellas dos virtudes y, con ellas, todas las demás.        

Condición para valorar lo espiritual

         No es difícil, por tanto, comprender la importancia, la necesidad de estas virtudes en la vida espiritual. Sin esta virtud que crea el ambiente, el clima, nunca seríamos hombres de vida interior; sin esta virtud, seriamente vivida y profesada con alegría y con amor, no podremos poseer una verdadera vida sobrenatural. El hombre sensual es la antítesis del hombre espiritual; el hombre carnal no puede percibir las cosas del espíritu, las cosas de Dios: es un prisionero de la tierra y de los sentidos, y nunca podrá elevarse a gustar los bienes del cielo y los goces espirituales, profundos y serenos, del alma.

         La castidad, amigo mío, es también muy necesaria para el apostolado. El celibato y la castidad perfecta dan al alma, al corazón y a la vida externa de quien los profesa, aquella libertad de la que tanta necesidad tiene el apóstol para poderse prodigar en el bien de las otras almas. Esta virtud que hace a los hombres espirituales y fuertes, libres y ágiles, los habitúa al mismo tiempo a ver a su alrededor almas y no cuerpos, almas que esperan luz de su palabra y de su oración, y caridad de su tiempo y de su afecto.

        Debemos amar mucho el celibato y la castidad perfecta, porque son pruebas concretas y tangibles de nuestro amor de Dios y son, al mismo tiempo, fuentes que nos hacen crecer continuamente en este mismo amor. Todo lo cual nos hace pensar cuánto aumenta nuestra vida interior y cuán eficaz llega a ser nuestro apostolado mediante estos sacrificios llenos de amor.

Aunque sea difícil es posible con la Gracia de Dios

        Quiero recordarte ahora una verdad muy sencilla, una verdad que conocemos, que hemos oído y que hemos enseñado muchas veces: la castidad, amigo mío, es posible; la castidad es posible siempre y en todo momento; en todas las edades y en todas las circunstancias, incluso cuando asoman las tentaciones y las dificultades.         

        La castidad es posible, no porque nos ia aseguren nuestras escasas fuerzas, sino porque mediante su gracia nos la conserva la bondad de Dios. Te transcribo, para que las saborees, estas luminosas palabras del libro de la Sabiduría (8, 21): Et ut scivi quoniam aliter non possem esse continens, nisi Deus det... adii Dominum, et deprecatus sum illum... Pero como supe que no podría ser casto, si Dios no me lo concedía, me dirigí al Señor y se lo supliqué...

         Todas las almas que oran y luchan para vivir sicut angeli Dei, como ángeles de Dios, han comprobado la certeza y la consoladora realidad de aquellas palabras que oyó San Pablo: Suficit tibi gratia mea. Te basta mi gracia.

¿Una carencia?

         Y prosiguiendo por este camino, simple y llano, de recordar verdades que tú y yo conocemos y amamos, me detengo algunos instantes para concretar un concepto que inteligencias poco iluminadas por la luz de la fe y corazones fríos nos dan ocasión de perfilar y de meditar.

         Y no puedo ocultarte, amigo mío, que esta vez me detengo con pena, ante el solo pensamiento de que pueda haber entre nuestros hermanos, entre los que hicimos al Señor don de nuestra juventud y de nuestra vida, alguno que piense que la castidad perfecta sea una mutilación, un sacrificio que deja incompleta la persona.

Una renuncia siempre positiva

         Con profunda tristeza he conocido algunas de estas almas, quiero decírtelo en confianza, que llevan sobre sus hombros el peso de una castidad que consideran menos bella y menos fecunda que el matrimonio. Tú sabes que estas almas no sienten con nuestra madre la Iglesia, pero que en su extravío tienen por compañía la tristeza de una vida estéril.

         La castidad perfecta es, sí, una renuncia, lo sabemos y no queremos ignorarlo: la castidad perfecta es una renuncia al placer carnal, es una renuncia al amor conyugal y es una renuncia a la paternidad. Pero es una renuncia llena de luz y de amor.

         Es una renuncia de amor, porque –te lo repito– el amor es por naturaleza exclusivo y el que ama de nada se priva cuando se priva de todo lo que no es su amor. Y cuando este amor es Dios, cuando este amor es Cristo, la exclusividad no sólo no cuesta, sino que encanta.

Siempre es por amor

         El vacío de esa renuncia se ve colmado de modo maravilloso y superabundante por el mismo Dios: el amor de Dios nos hace felices y nos llena: nada nos falta.

         La castidad es amor, amor exclusivo de Dios, un amor que no nos pesa, un amor de Dios que nos hace ligeros y ágiles y que, al mismo tiempo, nos colma de una profunda y serena felicidad. Y como la castidad es amor, habremos de repetir con nuestras vidas siempre jóvenes y llenas del entusiasmo de los enamorados, aquellas palabras con las que un amor espiritual concluía una serie de hermosas páginas escritas sobre esta virtud: hemos defendido nuestro derecho al amor.

Los aristócratas

         Con nuestra profunda y clara convicción sobre el significado y la belleza de esta virtud; con nuestra decisión firme y actual que nos hará repetir y afirmar que volveríamos a hacer mil veces lo que hicimos porque estamos convencidos de que es lo mejor que podíamos hacer; con nuestros ojos y nuestros corazones puestos en Jesucristo, al cual hemos confiado nuestras vidas, podremos decir con verdad que hemos defendido nuestro derecho al amor. Y aún te diré más, sirviéndome de la feliz expresión de un monje poeta: somos en el mundo los aristócratas del amor.

         Y no tengo necesidad de decirte, porque ya te lo he dicho, que la castidad no puede ser una virtud soportada; la castidad debe ser, en nuestras vidas, una virtud afirmada con alegría, amada con pasión y custodiada con delicadeza y vigor.

Con humildad porque es frágil

         Si vemos así la pureza como fruto y fuente de amor, la consolidaremos en nuestra vida, la amaremos y la custodiaremos en toda su maravillosa extensión y grandeza: Dios nuestro Señor nos pide la pureza de cuerpo, de corazón, de alma y de intención.

         La pureza, hermano mío, es una virtud frágil, o mejor, llevamos el gran tesoro de esta virtud en vasos frágiles –in vasis fictilibus–; por esto le hace falta una custodia prudente, inteligente y delicada.

         Pero para la custodia y para la defensa de esta virtud tenemos armas invencibles: las armas de nuestra humildad, de nuestra oración y de nuestra vigilancia.

         La humildad es la disposición necesaria para que el Señor nos conceda esta virtud: Deus... humilibus dat gratiam, Dios da la gracia a los humildes. No hay duda de que la unión que existe entre esas dos virtudes, entre la humildad y la castidad es muy íntima. Hasta el punto de que una vez leí complacido que un escritor espiritual daba a la humildad el nombre de castidad del espíritu.

Con oración y evitando ocasiones

         Pero tampoco olvidemos, hermano mío, que para defender esta virtud y para crecer en ella, es absolutamente necesario que escuchemos y que sigamos con gran delicadeza el consejo de Jesucristo: Vigilate et orate. Vigilad y orad.

         Una vigilancia que nos llevará a huir con decisión y prontitud de las ocasiones y de los peligros. Una vigilancia que también se manifestará en el momento de nuestra apertura, sincera y filial, a la dirección espiritual. Una vigilancia que nos enseñará a mortificar los sentidos y la imaginación.

         La oración, la amistad con Jesús en la Santísima Eucaristía, el Sacramento de la Penitencia y la devoción a la Virgen Inmaculada son los medios, eficaces y necesarios, que nos aseguran la virtud de la castidad.