El Papa hace un balance de su viaje a Baviera
Intervención del durante la audiencia general de este miércoles dedicada a hacer un balance de su viaje apostólico a Baviera (Alemania), que realizó del 9 al 14 de septiembre.
Ciudad del Vaticano, 20 septiembre 2006.
Benedicto XVI. Una mirada cercana

Queridos hermanos y hermanas:

        Hoy quisiera volver a recordar los diferentes momentos del viaje pastoral que el Señor me permitió realizar la semana pasada a Baviera. Al compartir con vosotros las emociones y los sentimientos experimentados al volver a ver esos lugares tan queridos, ante todo siento la necesidad de dar las gracias a Dios por haber hecho posible esta segunda visita a Alemania y, por primera vez, a Baviera, mi tierra de origen.

        Doy sinceramente gracias también a todos los que han trabajado con entrega y paciencia --pastores, sacerdotes, agentes pastorales, autoridades públicas, organizadores, fuerzas de seguridad y voluntarios-- para que cada uno de los acontecimientos se desarrollara de la mejor manera posible. Como dije a la llegada al aeropuerto de Munich, el sábado 9 de septiembre, el objetivo de mi viaje consistía, recordando a todos los que han contribuido a formar mi personalidad, en reafirmar y confirmar, como sucesor del apóstol Pedro, los lazos cercanos que unen a la Sede de Roma con la Iglesia en Alemania. Por tanto, el viaje no fue un simple «regreso» al pasado, sino también una oportunidad providencial para mirar con esperanza al futuro. «Quien cree nunca está sólo»: el lema de la visita quería ser una invitación a reflexionar sobre la pertenencia de todo bautizado a la única Iglesia de Cristo, dentro de la cual uno nunca está solo, sino en constante comunión con Dios y con todos los hermanos.

        La primera etapa fue la ciudad de Munich, conocida como «la metrópolis con corazón» («Weltstadt mit Herz»). En su centro histórico se encuentra la «Marienplatz», la plaza de María, en la que surge la «Mariensäule», la Columna de la Virgen, en cuya cumbre está la estatua de María, en bronce dorado. Quise comenzar mi estancia con el homenaje a la patrona de Baviera, pues para mí tiene un valor sumamente significativo: en esa plaza y ante esa imagen mariana, hace unos treinta años fui acogido como arzobispo y comencé mi misión episcopal con una oración a María; allí regresé al final de mi mandato, antes de salir para Roma. Esta vez quise ponerme una vez más a los pies de la «Mariensäule» para implorar la intercesión y la bendición de la Madre de Dios, no sólo para la ciudad de Munich y para Baviera, sino para toda la Iglesia y para el mundo entero.

        Al día siguiente, domingo, celebré la Eucaristía en la explanada de la «Neue Messe» (Nueva Feria) de Munich, entre los fieles reunidos en gran número de diferentes partes: dejándome guiar por el pasaje evangélico del día, recordé a todos que especialmente hoy día se padece una «sordera» ante Dios. Nosotros, los cristianos, tenemos la tarea de proclamar y testimoniar a todos, en un mundo secularizado, el mensaje de esperanza que nos ofrece la fe: en Jesús crucificado, Dios, Padre misericordioso, nos llama a ser sus hijos y a superar toda forma de odio y de violencia para contribuir con el definitivo triunfo del amor.

        «Haznos fuertes en la fe»: fue el lema de la cita de de la tarde del domingo con los niños de primera comunión y con sus jóvenes familias, con los catequistas y con los demás agentes pastorales y personas que colaboran en la evangelización de la diócesis de Munich. Juntos celebramos las Vísperas en la histórica catedral, conocida como «Catedral de Nuestra Señora», donde se encuentran custodiadas las reliquias de san Benno, patrono de la ciudad, en la que fui ordenado obispo en 1977. A los pequeños y a los adultos les recordé que Dios no está lejos de nosotros, en algún lugar inalcanzable del universo; por el contrario, en Jesús, Él se acercó para establecer con cada uno una relación de amistad. Cada comunidad cristiana y en particular la parroquia, gracias al compromiso constante de cada uno de sus miembros, está llamada a convertirse en una gran familia, capaz de avanzar unida en el sendero de la verdadera vida.

        La jornada del lunes, 11 de septiembre, estuvo dedicada en buena parte a la visita a Altötting, en la diócesis de Passau. Esta pequeña ciudad es conocida como el «corazón de Baviera» («Herz Bayerns»), y allí se custodia a la «Virgen negra», venerada en la «Gnadenkapelle» (Capilla de las Gracias), meta de numerosas peregrinaciones provenientes de Alemania y de las naciones de Europa central. En las cercanías se encuentra el convento capuchino de Santa Ana, donde vivió san Konrad Birndorfer, canonizado por mi venerado predecesor, el Papa Pío XI, en el año 1934. Con los numerosos fieles presentes en la santa misa, celebrada en la plaza contigua al santuario, reflexionamos juntos sobre el papel de María en la obra de la salvación para aprender de ella la bondad servicial, la humildad y la generosa aceptación de la voluntad divina. María nos conduce a Jesús: esta verdad se hizo todavía más visible, al final del divino Sacrificio, con la procesión en la que con la estatua de la Virgen nos dirigimos a la capilla de la Adoración eucarística («Anbetungskapelle»), inaugurada en esta ocasión. La jornada se clausuró con las solemnes Vísperas marianas en la Basílica de Santa Ana de Altötting, con la presencia de los religiosos de Baviera, junto a los miembros de la Obra para las Vocaciones.

        Al día siguiente, martes, en Ratisbona, diócesis erigida por san Bonifacio en 739 y que tiene por patrono al obispo san Wolfgang, tuvieron lugar tres citas importantes. En la mañana, la santa misa en el Islinger Feld, en la que, retomando el tema de la visita pastoral, «Quien cree nunca está solo», reflexionamos sobre el contenido del Símbolo de la fe. Dios, que es Padre, quiere reunir a través de Cristo a toda la humanidad en una sola familia, la Iglesia. Por este motivo, quien cree nunca está solo; quien cree no tiene que tener miedo de acabar en un callejón sin salida.

        Luego, en la tarde, estuve en la catedral de Ratisbona, conocida también por su coro de voces blancas, los «Domspatzen» (pajarillos de la catedral), que se enorgullece por sus mil años de actividad y que, durante treinta años, fue dirigido por mi hermano Georg. Allí tuvo lugar la celebración ecuménica de la Vísperas, en la que participaron numerosos representantes de diferentes iglesias y comunidades eclesiales en Baviera y los miembros de la comisión ecuménica de la Conferencia Episcopal Alemana. Fue una ocasión providencial para rezar juntos para que se apresure la plena unidad entre todos los discípulos de Cristo y para confirmar el deber de proclamar nuestra fe en Jesucristo sin atenuantes, sino de manera total y clara, y sobre todo nuestro comportamiento de amor sincero.

        Para mí fue una experiencia particularmente bella en ese día pronunciar una conferencia ante un gran auditorio de profesores y de estudiantes en la Universidad de Ratisbona, en la que durante muchos años fui profesor. Con alegría pude encontrarme una vez más con el mundo universitario que, durante un largo período de mi vida, fue mi patria espiritual. Había elegido como tema la cuestión de la relación entre fe y razón. Para introducir al auditorio en el carácter dramático y actual del argumento, cité unas palabras de un diálogo cristiano-islámico del siglo XIV, en el que el interlocutor cristiano, el emperador bizantino Manuel II Paleólogo, de forma incomprensiblemente brusca para nosotros, presentaba al interlocutor islámico el problema de la relación entre religión y violencia. Por desgracia esta cita ha podido dar pie a un malentendido. Para el lector atento a mi texto queda claro que no quería en ningún momento hacer mías las palabras negativas pronunciadas por el emperador medieval en este diálogo y que su contenido polémico no expresa mi convicción personal. Mi intención era muy diferente: basándome en lo que Manuel II afirma después de forma muy positiva, con palabras muy hermosas, acerca de la racionalidad en la transmisión de la fe, quería explicar que la religión no va unida a la violencia, sino a la razón.

        El tema de mi conferencia --respondiendo a la misión de la Universidad-- fue por lo tanto la relación entre fe y razón: quería invitar al diálogo de la fe cristiana con el mundo moderno y al diálogo de todas las culturas y religiones. Espero que en diferentes ocasiones de mi visita, como por ejemplo en Munich, donde subrayé la importancia de respetar lo que otros consideran sagrado, haya dejado claro mi respeto profundo por las grandes religiones y en particular por los musulmanes, que «adoran a un único Dios» y junto a los cuales estamos comprometidos en «la defensa y promoción de la justicia social, los valores morales, la paz y la libertad» («Nostra Aetate», 3).

        Por lo tanto, confío en que, tras las reacciones del primer momento, mis palabras en la Universidad de Ratisbona representen un impulso y un aliento a un diálogo positivo, incluso autocrítico, tanto entre las religiones, como entre la razón moderna y la fe de los cristianos

        En la mañana del día siguiente, 13 de septiembre, en la «Alte Kapelle» («Antigua capilla») de Ratisbona, en la que se custodia la imagen milagrosa de María, pintada según la tradición local por el evangelista Lucas, presidí una breve liturgia con motivo de la bendición del nuevo órgano. Sirviéndome de la estructura de este instrumento musical, formado por muchos tubos de diferentes dimensiones, pero todos bien armonizados entre sí, recordé a los presentes la necesidad de que los diferentes ministerios, dones y carismas en la comunidad eclesial contribuyan todos, bajo la guía del Espíritu Santo, a la formación de una armonía única en la alabanza del Señor y en el amor por los hermanos.

        La última etapa, el jueves 14 de septiembre, fue la ciudad de Freising. Me siento particularmente ligado a la misma, pues allí fui ordenado sacerdote precisamente en su catedral, dedicada a María Santísima y a san Corbiniano, el evangelizador de Baviera. Y precisamente en la catedral se celebró el último acto programado, el encuentro con los sacerdotes y diáconos permanentes. Al revivir las emociones de mi ordenación sacerdotal, recordé a los presentes el deber de colaborar con el Señor para suscitar nuevas vocaciones que se pongan al servicio de la «mies», que hoy también es «mucha», y les exhorté a cultivar la vida interior como prioridad pastoral para no perder el contacto con Cristo, fuente de alegría en el cansancio cotidiano del ministerio.

        En la ceremonia de despedida, al dar las gracias una vez más a cuantos habían colaborado en la realización de la visita, confirmé nuevamente su finalidad principal: volver a proponer a mis compatriotas las eternas verdades del Evangelio y confirmar a los creyentes en la adhesión a Cristo, Hijo de Dios encarnado, muerto y resucitado por nosotros. Que María, Madre de la Iglesia, nos ayude a abrir el corazón y la mente a Quien es «el Camino, la Verdad, y la Vida» (Juan 14, 16). He rezado por esto y por esto os invito a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, a seguir rezando, y os doy gracias por el afecto con el que me acompañáis en mi ministerio pastoral cotidiano. Gracias a todos.