Intervención de Benedicto XVI al rezar el Ángelus en Munich
Palabras que pronunció con motivo del Ángelus al concluir la celebración de la misa en la «Neue Messe» (Nueva Feria) de Munich.
Munich, lunes, 10 septiembre 2006.
Benedicto XVI. Una mirada cercana

Queridos hermanos y hermanas:

        Antes de concluir con la bendición solemne nuestra celebración eucarística, queremos recogernos espiritualmente para rezar el Ángelus. Reflexionando en las lecturas de la misa, nos hemos dado cuenta de cómo es necesario --tanto para la vida de cada persona como para la convivencia serena y pacífica entre los hombres-- ver a Dios como centro de la realidad y como centro de nuestra vida personal. El ejemplo por excelencia de una actitud así es María, la Madre del Señor. Ella, durante toda su vida terrena, fue la Mujer de la escucha, la Virgen con el corazón abierto hacia Dios y hacia los hombres. Los fieles comprendieron esto desde los primeros siglos del cristianismo y, por este motivo, en cada una de sus necesidades y tribulaciones, se dirigieron a ella con confianza, invocando su ayuda e intercesión ante Dios.

        Lo testimonian aquí, en nuestra tierra bávara, centenares de iglesias y de santuarios que se le han dedicado a ella. Son lugares en los que confluyen todo el año innumerables peregrinos para encomendarse al amor maternal y cariñoso de María. Aquí, en Munich, en el centro de la ciudad, se eleva la «Mariensäule», ante la que Baviera fue encomendada solemnemente a la protección de la Madre de Dios hace precisamente 390 años, y donde también yo imploré ayer de nuevo la bendición de la «Patrona Bavariae» para la ciudad y el país.

        ¿Y cómo no pensar particularmente en el santuario de Altötting, adonde mañana iré en peregrinación? Allí tendré la alegría de inaugurar la nueva Capilla de la Adoración, que precisamente en ese lugar es un signo elocuente del papel de María: es la sierva del Señor que nunca se pone en el centro a sí misma, sino que quiere guiarnos hacia Dios, quiere enseñarnos un estilo de vida en el que Dios es reconocido como centro de la realidad y de nuestra vida personal. A ella dirigimos nuestra oración.