EL PELIGRO DE LAS COSAS BUENAS

Salvador Canals, Ascética meditada, Ediciones Rialp, 1962

"El bien sobrenatural de uno solo, es mejor que el bien natural del universo entero (S. Th. I. II. q. 113, a. 9 ad 2). Hay que pedir a Dios que ponga siempre en nuestra inteligencia esa fe y esa visión sobrenatural, que dé jerarquía objetiva a nuestras ideas y a nuestros afectos y a nuestras obras. Hay que pedir ese criterio, porque es un don de Dios."

San Josemaría Escrivá, 24-III-1931.


Jesús nos anima y a la vez exige en el Evangelio

         En las santas misas de los domingos son frecuentes los fragmentos extraídos del Evangelio de San Lucas. Uno de ellos, nos invita a meditar la parábola de la gran cena (Lc 14-15). Es consolador escuchar de labios de Jesús palabras como cena, invitaciones, invitados... Son palabras familiares: y su misma cotidianidad induce a acercarse, con ánimo sencillo, pero con vivo deseo de penetración, a esta misteriosa página.

         Procuraremos –como siempre hemos hecho en estas consideraciones de ascética– hacer lo más transparente posible el velo que, en toda parábola del Señor, encubre su sencilla y profunda belleza: parecen animarnos a ello desde la misma página del Evangelio, las palabras de Cristo: Qui potest capere, capiat, que comprenda el que pueda comprender. Son una invitación a que nos apoyemos sobre el esfuerzo, a que empleemos toda la atención de nuestra mente y todo el impulso del corazón; pero, al mismo tiempo, son una advertencia, porque, para las almas espirituales sensibles, las palabras del Señor tienen siempre acentos de desafío, perspectivas de riesgo: riesgo de ulteriores empresas espirituales y apostólicas que han de afrontarse, para una vida más fecunda y, en definitiva, más alegre y más serena.

La fantástica invitación divina

         La gran cena de la que se habla en el fragmento de Lucas, es la redención de Cristo: en tan sencilla y familiar palabra están representados los méritos infinitos de Cristo, Señor nuestro. La cena es "grande", porque en El la redención es abundante: copiosa apud Eum redemptio. En aquellas delicadas y apremiantes invitaciones dirigidas a todos, vocavit multos, invitó a muchos, han de verse las llamadas, dirigidas a cada hombre, para que quiera participar en los efectos de la Redención, para que viva de modo que obtenga la aplicación de los infinitos méritos del Redentor. La gran cena es para nosotros: para ti y para mi. Nuestros serán, si sinceramente lo queremos, los infinitos méritos de Cristo: cada uno de nosotros puede, mirando al Redentor, repetir aquellas conmovidas palabras de San Pablo: Dilexit me et tradidit semetipsum pro me, me amó y se entregó por mí.

A nuestras anchas con Él

         En la parábola de la gran cena –conforta observarlo–, para no hacernos sentir cohibidos (pues el encogimiento de saberse invitados a la mansión de un Rey podría alicortar a sus convidados y hacer que no se sintieran completamente a sus anchas), el Señor se designa a Sí mismo con un nombre genérico y familiar, que lejos de provocar timidez invita a la intimidad y a la amistad: se señala llamándose homo quidam, un cualquiera, uno de tantos de nosotros. Somos, en efecto, llamados e invitados por quien se llama a Sí mismo Filius hominis, el Hijo del hombre: por el Hijo de Dios hecho hombre; por quien por amor hacia nosotros los hombres semetipsum exinanivit, formam servi accipiens, se anonadó a Sí mismo, tomando la forma de un siervo.

Interés por el hombre

         Sin duda, que una vez penetrado así el sentido de la parábola, nos agrada escuchar esa invitación que a todos se nos ha dirigido ut venirent para que acudiesen, y que nuestro corazón se llena de confianza cuando se entera de que Aquél por el cual hemos sido invitados lo ha preparado todo (quia iam parata sunt omnia, porque todo está ya dispuesto). Por tanto, nos será muy fácil aceptar la invitación, y ponernos en camino, apoyados por su fuerza y por su gracia.

Quizá tampoco nosotros

         Sin embargo, quedamos perplejos, y no poco, cuando escuchamos las contestaciones de los invitados y oímos que todos dan una misma, aunque sea amable, respuesta negativa a los enviados de quien les invita: Rogo te habe me excusatum, te ruego que me dispenses. Pero si nos detenemos a ponderar las excusas aducidas por los diversos invitados para justificar su ausencia, acaso nos inclinamos también nosotros a acoger y a dar por buenas sus razones. Buena, por ejemplo, puede parecernos la excusa del primero: Villam emi, et necesse habeo exire et videre illam, he comprado una finca, y tengo por fuerza que ir a verla. Válida también, aunque quizá un poco menos, nos parece la razón aducida por el segundo: Iuga boum emi quinque, et eo probare illa, he comprado cinco pares de bueyes, y voy a probarlos. Y, desde luego, nos parece óptimo el motivo presentado por el tercero: Uxorem duxi, et ideo non possum venire, he tomado esposa, y por eso no puedo acudir.

Parece menos claro

         Quizá nos parezca en este punto que el velo de la parábola resulte menos transparente e incluso llegue a ser pesado y opaco: pues tras haber simpatizado, en el fondo, con los renunciatarios, por habernos parecido válidas las justificaciones de sus negativas, nos toca asistir a la ira del Padre de familia y escuchar la severa condena por El pronunciada con respecto a los invitados renuentes: Nemo virorum illorum, qui vocati sunt, gustabit coenam meam, os digo que ninguno de los que fueron invitados saboreará mi cena. En este punto –repito–, tal vez, por un instante, quedamos sorprendidos y tentados a ver cierta desproporción entre la negativa de los invitados, motivada por razones aparentemente válidas, y hecha de modo considerado y amable, y la ira, más aún, la severa condena de Aquél que les había dirigido la invitación.

Pero no atienden lo principal

         Esa sorpresa desaparece, sin embargo, y el velo de la parábola vuelve a hacerse transparente tan apenas volvemos a continuar nuestra consideración: la gran cena es la salvación eterna de cada hombre, de cada invitado. Y es un problema inmenso el de nuestra salvación eterna: los peligros que la amenazan son innumerables y graves. Para darnos cuenta de ello, bastará pensar en el desorden introducido en todos nosotros por el pecado original, ese desorden que tan fácilmente nos lleva a usar mal de las cosas buenas.

         La palabra de Cristo nos invita precisamente a este razonamiento, a esta reflexión: las excusas aducidas por los invitados son verdaderas (pues, en efecto, no mienten); sus modales, al oponer su negativa, son considerados y amables; las ocupaciones que los retienen son todas buenas. Pero, no obstante, sigue siendo también verdad que descuidan lo principal por lo secundario, sigue siendo también verdad que han comprometido y hecho peligrar desconsideradamente su salvación eterna, representada en la parábola por la gran cena.

No perdamos el "norte"

         Y esto es precisamente lo que la parábola pretende denunciar: el peligro que existe en las cosas buenas cuando nos absorben de tal modo que acaban por alejarnos de Dios; el peligro de que las cosas buenas, no usadas del modo, en el tiempo y con la medida debida, nos hagan abandonar nuestros deberes de piedad y nuestros compromisos de apostolado, comprometiendo así la unión de nuestras almas con Dios, y con el tiempo, disipando quizá en nosotros por completo todo sentimiento de Dios.

Un problema muy actual

         Con razón, se ha dicho que muchos trabajan en política, arte, cultura, industria o comercio, pero que muy pocos trabajan en serio por su propia santificación, por la salvación de su propia alma, por el "gran negocio" de su salvación eterna. Obsérvese bien que, en sí mismas, estas actividades –política, cultura, comercio– no son malas, antes bien, pueden ser buenas y óptimas. Es el hombre el que, a veces, no sabe realizarlas de modo que sirvan para su propia salvación, para su último fin: permanece así, como los invitados renuentes de la gran cena, como una víctima de las cosas buenas. "La abnegación me ha perdido", gritaba desconsoladamente una de estas almas arrolladas por las cosas y por las obras buenas: y es el suyo un grito augural, conturbador.

Es necesario defender con decisión nuestro ideal

         Todos nosotros nos vemos halagados, asediados continuamente por esta fácil tentación (fácil de ser acogida, difícil de expulsar): la tentación de relegar al último puesto el problema y los deberes de nuestra vida cristiana, y de dedicarnos a ellos cuando tengamos tiempo y gana. Nuestro juicio (demasiado poco profundo, demasiado poco sobrenatural) vacila fácilmente, y acaba por considerar los deberes referentes a nuestro último fin tan sólo como algo de más, y no como inderogables deberes de estado (propios de nuestro ser cristianos) y como nuestro máximo interés. Lo cual constituye un grave desatino y una imprudencia: pero nuestra mente, ligera y superficial, hace sus cálculos azacanados y teje sus laboriosos silogismos, eliminando de las premisas la eternidad y la salvación del alma. Las grandes amonestaciones evangélicas ("porro unum est necessarium... sólo una cosa es neeesaria...", "quid prodest homini...? ¿de qué le sirve al hombre...?", "vigilate", vigilad..., etc.) no ejercen peso alguno, o tan sólo muy poco, en la formulación de nuestros juicios y en el encuadramiento de nuestros problemas.

El examen de conciencia se hace imprescindible

         Pero si nuestro juicio vacila a menudo, no menos vacila nuestra voluntad, y con no menor frecuencia: y la superficialidad, el desatino de nuestros juicios hallan eco en lo que constituyen las contradicciones de nuestra vida cristiana, es decir, en las omisiones y en las negligencias. Cada cristiano debería considerar con empeño y con profundidad, todas las noches, las omisiones y las negligeneias que, con relación a su fin último, ha cometido en aquella jornada; y no para deprimirse, sino para recuperarse. Quien, como nosotros, está empeñado profundamente en la vida, debería saber realizar cada día aquella síntesis de todos sus deberes que el mismo Señor sugiere (... haec oportet facere, et illa non omittere, conviene hacer estas cosas y no omitir aquéllas), en la cual ninguno de ellos tenga que padecer descuido o posposición injusta.

Con interés por ser objetivos

         Necesitamos, sobre todo, de ese juicio profundamente cristiano, sereno y equilibrado; de un juicio que, abriéndose hacia la eternidad y sin perder de vista nuestro fin último, nos dé la verdadera medida y proporción de las cosas; y de una voluntad recta y decidida, que se acompase en su avance con dicho juicio, que sepa evitar las omisiones y corrija generosamente las negligencias.

Ayudados por Santa María

         Este, y no otro, es el camino que debemos seguir para atravesar por entre los bienes temporales y para usar rectamente de ellos, sin perder de vista, ni mucho menos para siempre, los bienes eternos. Y ésta es la oración que la Iglesia dirige muchas veces al Señor, en el Tiempo siguiente a Pentecostés. Oración que también nosotros dirigiremos al Señor, por el trámite de Aquélla que es mediadora de todas las gracias.