La Asunción, «signo luminoso» en un mundo que vive como si Dios no existiera
Castel Gandolfo, 16 de agosto 2006.
La Revolución de Dios
Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

        Nuestra acostumbrada cita semanal del miércoles tiene lugar hoy en el clima de la solemnidad de la Asunción de la Virgen María. Quisiera, por tanto, invitaros a dirigir la mirada una vez más a nuestra Madre celestial, que la liturgia nos presentó triunfante con Cristo en el Cielo. Esta fiesta ha sido siempre muy querida por el pueblo cristiano, desde los primeros siglos del cristianismo. Como ya se sabe, celebra la glorificación incluso corporal de esa criatura a la que Dios escogió como su Madre y que Jesús en la Cruz entregó como Madre a toda la humanidad.

        La Asunción evoca un misterio que nos afecta a cada uno de nosotros pues, como afirma el Concilio Vaticano II, María «antecede con su luz al Pueblo de Dios peregrinante como signo de esperanza y de consuelo» («Lumen gentium», 68). Estamos tan sumergidos en las vicisitudes de todos los días que a veces olvidamos esta consoladora realidad espiritual, que constituye una importante verdad de fe.

        ¿Cómo es posible hacer que este signo luminoso de esperanza sea percibido cada vez más por la sociedad actual? Hoy hay quien vive como si nunca debiera morir o como si todo acabara con la muerte; algunos se comportan considerando que el hombre es el único artífice de su destino, como si Dios no existiera, llegando a negar, en ocasiones, que haya espacio para Él en nuestro mundo. Los grandes éxitos de la técnica y de la ciencia, que han mejorado notablemente las condiciones de vida de la humanidad, no ofrecen soluciones a las preguntas más profundas del espíritu humano. Sólo la apertura al misterio de Dios, que es Amor, puede saciar la sed de verdad y de felicidad de nuestro corazón, sólo la perspectiva de la eternidad puede dar auténtico valor a los acontecimientos históricos y sobre todo al misterio de la fragilidad humana, del sufrimiento y de la muerte.

        Al contemplar a María en la gloria celestial, comprendemos también que la tierra no es nuestra patria definitiva y que, si vivimos constantemente orientados hacia los bienes eternos, un día compartiremos su misma gloria. Por este motivo, a pesar de las miles dificultades cotidianas, no tenemos que perder la serenidad ni la paz. El signo luminoso de la Asunción al cielo resplandece todavía más cuando parece que en el horizonte se agolpan sombras tristes de dolor y de violencia. Estamos seguros: desde lo alto, María sigue nuestros pasos con dulce trepidación, nos da serenidad en la hora de la oscuridad y de la tempestad, nos da seguridad con su mano maternal. Apoyados en esta convicción, continuamos con confianza nuestro camino de compromiso cristiano allá donde nos lleva la Providencia.