Palabras de Benedicto XVI en el Ángelus del día de la Asunción
Palabras que dirigió Benedicto XVI el 15 de agosto, solemnidad de la Asunción de la Virgen María, al rezar a mediodía la oración mariana del Ángelus junto a los peregrinos congregados en el patio de la residencia pontificia de Castel Gandolfo.
Castel Gandolfo, 15 de agosto 2006.
La Revolución de Dios
Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

        La tradición cristiana ha colocado en el corazón del verano una de las fiestas marianas más antiguas y sugerentes, la solemnidad de la Asunción de la Virgen María. Así como Jesús resucitó de la muerte y ascendió a la diestra del Padre, María, terminado el curso de su existencia sobre la tierra, fue asunta al cielo. La liturgia nos recuerda hoy esta consoladora verdad de fe, mientras canta las alabanzas de quien ha sido coronada con una gloria incomparable. «Una gran señal apareció en el cielo –leemos en el pasaje del Apocalipsis propuesto hoy a nuestra meditación–: una mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza» (12, 1). En esta mujer resplandeciente de luz los Padres de la Iglesia reconocieron a María. En su triunfo, el pueblo cristiano, peregrino en la historia, entrevé el cumplimiento de sus expectativas y el signo cierto de su esperanza.

        María es ejemplo y apoyo para todos los creyentes: nos alienta a no perder la confianza ante las dificultades y ante los inevitables problemas de todos los días. Nos asegura su ayuda y nos recuerda que lo esencial es buscar y aspirar «a las cosas de arriba, no a las de la tierra» (Cf. Colosenses 3, 2). Sumergidos en las ocupaciones cotidianas, corremos el riesgo de creer que en este mundo, en el que sólo estamos de paso, se encuentra el objetivo de la existencia humana. Sin embargo, el Paraíso es la auténtica meta de nuestra peregrinación terrena. ¡Qué diferentes serían nuestras jornadas si estuvieran animadas por esta perspectiva! Es lo que les ha sucedido a los santos. Sus existencias humanas testimonian que, cuando se vive con el corazón constantemente dirigido al cielo, las realidades terrenas se viven en su justo valor, pues son iluminadas por la verdad eterna del amor divino.

        A la Reina de la paz, que contemplamos en la gloria celeste, quisiera confiar una vez más las preocupaciones de la humanidad en cada lugar del mundo atormentado por la violencia. Nos unimos a nuestros hermanos y hermanas, que en estas horas se encuentran congregados en el Santuario de Nuestra Señor del Líbano, en Harissa, con motivo de una celebración eucarística presidida por el cardenal Roger Etchegaray, que ha viajado al Líbano como enviado especial mío, para llevar consuelo y solidaridad concreta a todas las víctimas del conflicto y para rezar por la gran intención de la paz.

        Estamos también en comunión con los pastores y los fieles de la Iglesia en Tierra Santa, que están reunidos en la Basílica de la Anunciación, en Nazaret, en torno al representante pontificio en Israel y Palestina, el arzobispo Antonio Franco, para rezar por las mismas intenciones.

        Mi pensamiento se dirige también a la querida nación de Sri Lanka, amenazada por la deterioración del conflicto étnico; a Irak, donde la espantosa y cotidiana estela de sangre aleja la perspectiva de la reconciliación y la reconstrucción. ¡Que María inspire en todos sentimientos de comprensión, de voluntad de entendimiento y deseos de concordia!