Reflexión de Benedicto XVI
sobre la paz
Palabras que dirigió Benedicto XVI sin papeles en el acto de oración por la paz en Oriente Medio que presidió en la iglesia parroquial de Rhêmes Saint-Georges, en el Valle de Aosta.
RHÊMES-SAINT GEORGES, 23 julio 2006 (ZENIT.org).
La Revolución de Dios
Benedicto XVI

        Sólo quiero ofrecer unas breves palabras de meditación sobre la lectura que hemos escuchado. Con el trasfondo de la dramática situación de Oriente Medio, nos impresiona la belleza de la visión ilustrada por el apóstol Pablo (Cf. Efesios 2, 13-18): Cristo es nuestra paz. Ha reconciliado a los unos y a los otros, judíos y paganos, uniéndoles en su Cuerpo. Ha superado la enemistad con su Cuerpo, en la Cruz. Con su muerte, ha superado la enemistad y nos ha unido a todos en su paz.

        Sin embargo, más que la belleza de esta visión nos impresiona el contraste con la realidad que vivimos y vemos. Y, en un primer momento, no podemos hacer otra cosa que preguntar al Señor: «Pero, Señor, ¿qué nos está diciendo tu apóstol: “Han sido reconciliados”?». En realidad, nosotros vemos que no están reconciliados… Todavía hay guerra entre cristianos, musulmanes, judíos; y otros fomentan la guerra y todo sigue lleno de enemistad, de violencia. ¿Dónde está la eficacia de tu sacrificio? ¿Dónde está en la historia esta paz de la que nos habla tu apóstol?

        Nosotros, los hombres, no podemos resolver el misterio de la historia, el misterio de la libertad humana que dice «no» a la paz de Dios. No podemos resolver todo el misterio de la relación entre Dios y el hombre, de su acción y de nuestra respuesta. Tenemos que aceptar el misterio. Sin embargo, hay elementos de respuesta que el Señor nos ofrece.

        Un primer elemento es que esta reconciliación del Señor, este sacrificio suyo, no ha quedado sin eficacia. Existe la gran realidad de la comunión de la Iglesia universal, de todos los pueblos, la red de la Comunión eucarística, que trasciende las fronteras de culturas, de civilizaciones, de pueblos, de tiempos. Existe esta comunión, existen estas «islas de paz» en el Cuerpo de Cristo. Existen. Y existen fuerzas de paz en el mundo. Si contemplamos la historia, podemos ver a los grandes santos de la caridad que han creado «oasis» de esta paz de Dios en el mundo, que han encendido de nuevo su luz, y han sido capaces de reconciliar y de crear de nuevo la paz. Existen los mártires que han sufrido con Cristo, han dado este testimonio de la paz, del amor, que pone un límite a la violencia.

        Y viendo que la realidad de la paz existe, aunque haya permanecido la otra realidad, podemos profundizar aún más en el mensaje de esta carta de San Pablo a los Efesios. El Señor ha vencido en la Cruz. No ha vencido con un nuevo imperio, con una fuerza más poderosa que las demás, capaz de destruirlas; no ha vencido de una manera humana, como nos imaginamos, con un imperio más fuerte que el otro. Ha vencido con un amor capaz de llegar hasta la muerte. Esta es la nueva manera de vencer de Dios: a la violencia no opone una violencia más fuerte. A la violencia opone precisamente lo contrario: el amor hasta el final, su Cruz. Esta es la manera humilde de vencer de Dios: con su amor –y sólo así es posible-- pone un límite a la violencia. Esta es una manera de vencer que nos parece muy lenta, pero es la verdadera manera de vencer al mal, de vencer a la violencia, y tenemos que confiar en esta manera divina de vencer.

        Confiar quiere decir entrar activamente en este amor divino, participar en este trabajo de pacificación, para estar en línea con lo que dice el Señor: «Bienaventurados los pacificadores, los agentes de paz, porque ellos son los hijos de Dios». Tenemos que llevar, en la medida de nuestras posibilidades, nuestro amor a todos los que sufren, sabiendo que el Juez del Juicio Último se identifica con los que sufren. Por tanto, lo que hacemos a los que sufren se lo hacemos al Juez Último de nuestra vida. Esto es importante: en este momento podemos llevar su victoria al mundo, participando activamente en su caridad. Hoy, en un mundo multicultural y multirreligioso, muchos tienen la tentación de decir: «Es mejor para la paz en el mundo, entre las religiones, entre las culturas, no hablar demasiado de lo específico del cristianismo, es decir, de Jesús, de la Iglesia, de los Sacramentos. Contentémonos de lo que puede ser más o menos común…». Pero no es verdad. Precisamente en este momento, momento de un gran abuso del nombre de Dios, tenemos necesidad del Dios que vence en la cruz, que no vence con la violencia, sino con su amor. Precisamente en este momento tenemos necesidad del Rostro de Cristo para conocer el verdadero Rostro de Dios y para poder llevar así la reconciliación y la luz a este mundo. Por este motivo, junto con el amor, con el mensaje del amor, con todo lo que podemos hacer por los que sufren en este mundo, tenemos que llevar también el testimonio de este Dios, de la victoria de Dios, precisamente mediante la no violencia de su Cruz.

        De este modo, volvemos al punto de partida. Lo que podemos hacer es dar testimonio del amor, testimonio de la fe; y sobre todo elevar un grito a Dios: ¡podemos rezar! Estamos seguros de que nuestro Padre escucha el grito de sus hijos. En la misa, al prepararnos para la santa Comunión, para recibir el Cuerpo de Cristo que nos une, pedimos con la Iglesia: «Líbranos, Señor, de todos los males, y concede la paz en nuestros días». Que esta sea nuestra oración en este momento: «Líbranos de todos los males y danos la paz». No mañana, o pasado mañana: ¡danos, Señor, la paz hoy! Amén.