LA ESPERANZA CRISTIANA

Salvador Canals, Ascética meditada, Ediciones Rialp, 1962

"...no estamos solos, porque Dios existe, y me ha llamado a la existencia, y me mantiene en ella, y me da fortaleza. Además, me ha elegido con predilección y, si tengo confianza, me concederá la constancia y la ñrmeza en mi camino, porque, cuando El comienza una obra, la acaba: El hace siempre las cosas perfectas."

San Josemaría Escrivá, 29-IX-1957.


La Esperanza califica a los hombres y los dispone según el plan divino

         Entre las virtudes que dejan más profunda huella en el ánimo humano, que de modo más manifiesto influyen sobre la vida y el obrar de los hombres, está la virtud cristiana, teologal, de la esperanza. Un mismo hombre, en efecto, según viva bajo el hálito de la esperanza o yazca bajo el peso de la desesperación, se nos presenta –y es de verdad– como un gigante o como un pigmeo. En nuestra convivencia y en nuestro trato con los hombres somos cada día testigos –no sin sorpresa ni pena– de estas sorprendentes transformaciones; pues quizá más que ningún otro nuestro siglo adolece de la carencia de esta virtud. ¡Cuántas filosofías, cuántas actitudes, cuántos estados anímicos de los hombres de nuestro tiempo ahondan sus raíces en almas sin esperanza, que se debaten entre la angustia y el miedo, una angustia que nada puede desatar, un miedo que nada puede alejar!

Necesaria para la vida

         La verdad, amigo mío, es que el hombre no puede vivir sin esperanza. La esperanza es la llamada del Creador, principio y fin de nuestra vida, al cual ninguna criatura humana puede escapar; es la voz del Redentor que desea ardientemente la salvación de todos los hombres (qui vult omnes homines salvos fieri, que quiere que todos los hombres se salven): nadie puede, sin perder la paz del alma, negarse a escucharla; es la profunda nostalgia de Dios, que El mismo dejó en nosotros –como don maravilloso– tras haber llevado a cabo, para cada uno de nosotros, aquellas inefables "obras de sus manos" que, en el lenguaje de los teólogos, se llaman Creación, Elevación y Redención.

El hombre en su anhelo inevitable de lo divino

         Esta profunda nostalgia del corazón humano, pocos han sabido expresarla al través de los siglos cristianos con aquel suasorio tono de conocimiento adquirido, con aquellos conmovidos acentos de experiencia sufrida con los que la expresó San Agustín. Escritor de elevada intuición y de profundos estados de ánimo, supo definir en un grito de su gran espíritu toda la condición del hombre, transeúnte por esta tierra: Fecisti nos, Domine, ad Te, et inquetum est cor nostrum, donec requiescat in Te, nos hiciste, ¡oh Señor!, para Ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti.

Buscamos la paz

         Detengámonos por un instante sobre esta frase para tratar de hacer luz sobre nuestro pesar y darnos una razón de nuestras ansiedades. La nostalgia que cada uno de nosotros lleva en sí no se puede eliminar, no se puede desarraigar: arraigada en nuestra misma persona humana, que está destinada a ver un día a Dios y a gozar para siempre de El, esta nostalgia será siempre nuestra compañera de viaje, la amiga de las horas alegres y tristes de nuestra jornada terrena. Sin embargo, puede –y debe– ser aliviada, y tal es el cometido de la virtud de la esperanza. En la segunda parte de la frase agustiniana se abre, en efecto, como un respiradero: "...donec requiescat in Te". Si ese respiradero se cerrase, la inquietud y la nostalgia se volverían desesperación y angustia.

La Esperanza de Dios y las esperanzas nobles de las cosas buenas en este mundo

         Mientras estemos en camino, mientras seamos viandantes sobre esta tierra, llevaremos con nosotros, hermano mío, la nostalgia de Dios y una oscura ínquietud, engendrada por la incertidumbre acerca de la consecución de nuestro último fin (pues nadie puede, en efecto, salvo privada revelación de Dios, sentirse cierto de su propia salvación eterna): nostalgia e inquietud que pueden y deben –que ahora ya estamos convencidos de ello– ser aliviadas por la esperanza cristiana. Nosotros, los cristianos de este mundo, nos apoyamos sobre la esperanza; y cuando caiga la esperanza, junto con la fe, al final de nuestra jornada terrena, entonces tendremos la alegría de la posesión sin sombras y el reino de la caridad sin más temores. Al final de nuestra vicisitud humana, hermano mío, habrá para cada uno de nosotros o la alegría de la posesión o la desesperación de verse para siempre privados de Dios.

Para no perder de vista lo importante

         La esperanza, virtud teologal, nos hace tender continuamente hacia Dios, confiando, para llegar hasta El, en el socorro que nos ha prometido: Confidite, Ego vici mundum, tenen confianza, Yo he vencido al mundo. El motivo formal (como suelen decir los teólogos) de esta virtud es Dios, que siempre nos socorre: Deus auxilians, Dios auxiliador, la omnipotencia auxiliadora. Sin embargo, a veces ocurre que nosotros, los cristianos (y ésta es una de tantas contradicciones de nuestra vida), sustituimos en nuestra alma y en nuestro corazón esa grande y hermosa esperanza, que es la de Dios y la de nuestro último fin, por otras esperanzas humanas mas pequenas, aunque sean hermosas. Y no es que los cristianos no deban tener esperanzas humanas, antes al contrario: incluso existen bellas y nobles esperanzas que deben estar en nuestro corazón más que ninguna otra. Pero también aquí –en la "provincia" de la esperanza– es menester que en nuestra alma y en nuestro corazón existan el orden, la jerarquía y la armonía de las esperanzas, y que ninguna esperanza humana –por noble y bella que sea– pueda oscurecer la luz y disminuir la fuerza de la esperanza de poseer y gozar para siempre, en la vida eterna, a Dios, nuestro fin último.

Esas faltas de ilusión culpables

         Sucede así a veces, en nuestra vida, que Dios, a través del juego de su Providencia, hace caer miserablemente alguna esperanza humana que nuestra personal "medida de valores" había hecho quizá exorbitante, con el fin de impedir que pueda ocupar en nuestro corazón aquel sitio que sólo la gran esperanza de Dios debe llenar. Es menester entonces que nosotros sepamos seguir el juego de la Providencia y aprendamos a restablecer el verdadero orden de los valores en la escala de la esperanza. Dios nos ayudará eficazmente a calmar aquellas esperanzas humanas que, en obsequio al orden por El establecido, no hemos vacilado en colocar en su justo puesto. Si, por el contrario, a esa quiebra por disposición divina de humanas esperanzas respondiéramos alejando pertinazmente de nosotros la gran esperanza de Dios, cavaríamos entonces con nuestras propias manos un foso de rebeldía y de desesperación.

Lo han pasado mal

         No tengo necesidad de decirte, amigo mío, cuántas crisis de este género he conocido: también tú, en tu experiencia, habrás conocido muchas. Crisis de las que, a menudo, sólo vemos el aspecto humano exterior, y a las cuales damos el nombre de complejo o de neurosis, cuando su verdadera fisonomía es otra y su diagnóstico ha de ser de signo más espiritual, de contenido más profundo.

Una permanente resistencia interior para no equivocar las expectativas

         Una cosa es muy cierta: hasta que no poseamos y vivamos la verdadera virtud cristiana de la esperanza, faltará en nuestra vida la firmeza y viviremos en la inestabilidad. Pasaremos con extremada facilidad de la presunción, cuando todo vaya bien y nuestra vida progrese sin sacudidas y desilusiones, al desaliento que apuntará y se anidará en nuestro ánimo tan apenas vaya algo contra nuestras previsiones, choque contra nuestra susceptibilidad, descomponga nuestros programas y desilusione nuestras expectativas. La virtud de la esperanza que, si se la vive profundamente, es firmeza invencible y confiado abandono, en una constante fidelidad al deber, nos coloca precisamente por encima de tales fluctuaciones. ¿Te acuerdas de las palabras de Cristo a las encrespadas y amenazadoras aguas del mar de Galilea? Tace, obmutesce, calla, enmudece. Parecen representar la voz de la esperanza que, con su fuerza, impone silencio al tumulto interior del desaliento. Et venit tranquillitas magna, y sobrevino (prosigue el pasaje evangélico), una calma infinita. Este es precisamente el fruto de la esperanza: la calma, la serenidad, la paz.

Aspiremos a lo mejor

         La esperanza, amigo mío, como nos enseñan los teólogos, da una certidumbre de tendencia: spes certitudinaliter tendit in suum finem, la esperanza tiende con certeza hacia su fin, afirma Santo Tomás. No obstante nuestros fracasos, nuestras contradicciones, nuestras culpas, debemos siempre esperar en Dios, que ha prometido su ayuda a los que se la pidan con humildad y con confiada perseverancia: Petite et accipietis, nos dijo; pedid y os será dado. ¿El qué? Los bienes temporales, condicionalmente, es decir, en la medida en que sean útiles a nuestra salvación eterna; las gracias necesarias, sin condiciones; y no sólo la gracia, sino el Espíritu Santo, altissimum donum Dei, don altísimo de Dios. Y aquí vuelven espontáneamente a nuestra mente las palabras de Jesús a la mujer samaritana: Si scires donum Dei..., si conocieras el don de Dios...: si de verdad conociéramos y comprendiésemos por entero el don de Dios, invocaríamos con mucha frecuencia al Espíritu Santo, y pediríamos confiados todo lo que nos hace falta para no desviarnos del camino recto y para alcanzar sin caídas y sin demoras nuestro último fin.

La Esperanza cristiana renueva una y otra vez la fortaleza para empresas grandes que parecían inútiles

         La batalla de la esperanza cristiana hemos de afrontarla cada día: Dominus regit me et nihil mihi deerit, el Señor me gobierna y nada ha de faltarme, plenamente conscientes (porque esto forma parte de la misma virtud teologal de la esperanza) de que ella no descansa sobre nuestros méritos o virtudes, sino sobre la misericordia y omnipotencia de Dios. A la luz de la esperanza, en efecto, Dios nos aparece más que nunca non aestimator meriti, sed veniae largitor, no como apreciador de méritos, sino como perdonador de nuestras culpas, según repetimos todos los días en una de las oraciones de la santa Misa con que nos disponemos a la Comunión. Hemos de apoyarnos sobre las fuerzas que nos vienen de esta virtud teologal y aprender así a combatir los impulsos de desaliento que estorban nuestro camino cotidiano hacia la perfección evangélica; debemos aprender a resistir, también a diario, las mordeduras del pesimismo, las cuales tienden a exacerbarse con el desgaste del tiempo y la monotonía de la vida. En tales estados de ánimo hay algo que vuelve a evocar a nuestra memoria, con su fuerza callada y un poco melancólica, a dos figuras evangélicas: las de la mujer encorvada (mulier inclinata) y el hombre de la mano derecha anquilosada, dos figuras que, por el abatimiento, el cansancio y la inactividad que denuncian son particularmente aptas para expresar los efectos producidos en el ánimo humano por esas enfermedades morales que se llaman pesimismo y desaliento, y que no son otra cosa que la carencia de la virtud de la esperanza.

Una ayuda para la tenacidad

         Debemos impedir, además, y con no menor impulso, que el pesimismo y el desaliento penetren, con su trágico peso de esterilidad, en nuestra vida de apostolado. El apostolado cristiano reclama esfuerzo continuado, perseverante tenacidad y fe inquebrantable en las gracias del Señor y en la misión por El confiada a cada hombre. Para que ninguno de los anillos de esta cadena pueda despedazarse, es necesaria esa fortaleza que deriva de la esperanza cristiana y que enseña al hombre bien templado en la lucha del apostolado a saber siempre volver a empezar desde un principio. Válganos el ejemplo de la tenacidad del apóstol Pedro, en el episodio de la pesca milagrosa: no se siente retenido por toda una noche de trabajo transcurrida en vano (totam noctem laborantes nihil cepimus, hemos trabajado toda la noche y nada hemos cogido), sino que se declara bien dispuesto a poner nuevamente mano en su trabajo, en obsequio a las palabras de su Señor (in verbo autem tuo laxabo rete, volveré a echar la red en tu nombre).

Hacia nuestra misma esperanza grandiosa

        Pero no sólo debemos tratar de adueñarnos de nosotros mismos con la fuerza de la esperanza cristiana: hace falta que sepamos infundir en los demás la confianza y la serenidad, dando vida a un verdadero y propio apostolado de la confianza, según el ejemplo de los anónimos amigos de aquel ciego del que habla San Lucas en su Evangelio, el cual fue animado por ellos a responder a la llamada del Señor, con estas hermosas palabras: Animaequior esto: surge, vocat te! ¡ten buen ánimo; levántate, te llama!

Garantiza la perseverancia y la fidelidad

         La esperanza cristiana conduce a las almas al abandono: quien de verdad espera en el Señor, es, en efecto, siempre fiel a la voluntad significada de Dios (fidelidad que entra en el ámbito de la virtud de la obediencia) y dispone así eficazmente su ánimo para el abandono ante la voluntad de beneplácito de Dios. Pero este perfecto abandono, al que conduce la virtud de la esperanza, difiere profundamente –lo sabes bien– del "quietismo", precisamente porque el abandono, cuando es verdadero, está acompañado por la esperanza y por la constante fidelidad a los deberes de cada día, hasta en las pequeñeces de cada momento. La esperanza, en efecto, no deja al margen al cristiano: lo compromete con todas sus fuerzas y con todas sus posibilidades, le obliga a continuar, a perseverar en su camino, incluso cuando se han hundido todos los apoyos humanos; antes bien, entonces es sobre todo cuando la verdadera esperanza en Dios se afirma en toda su grandeza. Aquel es el momento de esperar a pesar de todo (contra spem in spem credidi, contra la esperanza, creí en la esperanza, afirma victorioso San Pablo), momento que es siempre un momento de Dios, un momento que El reserva a las almas particularmente amadas.

Un estímulo y no una dispensa

         La esperanza, hermano mío, no debe ser nunca un cómodo sustitutivo de nuestra pereza. Nos lo recuerda el Señor, en dos milagros realizados por El: cuando en Caná de Galilea transformó el agua en vino, y cuando ante grandes multitudes multiplicó los panes y los peces. Tanto en uno como en otro milagro la omnipotencia del Señor intervino cuando todas las posibilidades humanas estaban agotadas. cuando los hombres habían hecho todo lo que podían hacer: el agua no se transformó en vino sino cuando los fieles siervos hubieron colmado las cubas de agua, usqe ad summum, hasta los bordes. y antes de multiplicar los pane y los peces, el Señor pidió el sacrificio total de todos sus medios de subsistencia, es decir, de los panes y los peces que ellos tenían; y no importaba que fueran pocos, pues lo importante era que diesen todo lo que tenían. Para empezar a vivir la virtud de la esperanza, no nos queda así más que invocar el auxilio de nuestra Madre celestial, de aquella que es spes nostra, esperanza nuestra, Mater mea, fiducia mea, ¡Madre mía, confianza mía!