El clip
Enrique Monasterio
Un safari en mi pasillo
Un safari en mi pasillo. Otra catequesis desenfadada a la gente joven

 

 

 

 

El valor de lo insignificante

        He tirado a la papelera unos folios y me he quedado con el clip entre los dedos. Debo redactar un artículo, y me distraigo contemplando el clip.

         —¿Y por qué no hablas de eso?

         —¿Del clip?

         —Al fin y al cabo es uno de los grandes inventos del milenio.

        Uno no sabe nunca si Kloster habla en serio o en broma.

         —Fíjate, por ejemplo, en el nombre. Es una palabra perfecta, abrochada por delante, taponada por detrás y traspasada en el centro con la más modesta de las vocales. Sólo puede significar lo que en efecto significa. La voz "clip" es un clip de la lengua. Abrimos los labios unos milímetros, y una p nos obliga a cerrarlos herméticamente para que no se disperse en el aire ni una brizna de sonido. Por eso la primera vez que alguien os dijo "¿tienes un clip?", supimos de qué se trataba. Es más, si el clip aún no tuviese nombre y nos tocase bautizarlo, lo llamaríamos "clip". Seguro.

         —Más vale que me des otra idea.

         —¿Mejor que ésta? Juan Ramón Jiménez escribió aquello de "inteligencia, dame el nombre exacto de la cosa; que mi palabra sea la cosa misma…" El primero que dijo "clip" lo logró. Sin duda fue un poeta.

         —Como quieras. Pero yo escribo en una revista seria y…

         —No presumas, que sin mi ayuda no te saldría ni media línea. Piensa en el inventor del clip. Un día empezó a jugar con un alambre de acero y, sin más instrumentos que sus dedos, le dio la forma que ahora tiene. El resultado es una obra de arte, armónica y simple, que revela una insólita fantasía creadora.

         —¿Te das cuenta que está hablando del objeto más barato del escritorio?

         —Ésta es una de sus virtudes. En las oficinas salta de expediente en expediente; va de ministerio en ministerio, de lo público a lo privado, del gobierno a la oposición… El clip es un parásito en el que nadie repara. Hay oficinas que exportan clips y oficinas que los acaparan. Es tan insignificante que a nadie se le ocurre incluirlo en el precio final de un trabajo. Y, sin embargo, ¡cuántas veces lo más valioso de un escrito es el clip que lo sujeta!

        Kloster hace una pausa y suspira:

         —Si yo supiera quién creó el clip, lo propondría para un premio Nobel…

         —Tampoco te pases…

         —¿Y por qué no? Habría que instituir un premio para esos inventos insignificantes que han sido fundamentales en la historia de la humanidad: el clip, el bolígrafo, la fregona, las croquetas de jamón, el paraguas, la goma de borrar, la patilla de las gafas… ¿No es fabuloso –concluye– que nos apoyemos en las orejas para ver mejor?

        De pronto Kloster se esfuma, y me deja a solas. Quizá quiere que piense en el valor de lo que no vale nada, en la belleza de lo más pequeño y en la utilidad de las cosas humildes.

Lo pequeño y el amor

        Probablemente tiene razón: deberíamos recompensar a muchos anónimos inventores de menudencias. Pero yo no pienso precisamente en el clip, ni en otros objetos de uso común. Yo premiaría, sobre todo, al primero que cortó una flor y la convirtió en regalo, al autor del primer poema o al creador de la de la media verónica.

        Quiero decir que estamos en una época hortera y un poco salvaje que valora las cosas por su tamaño. Ojalá me equivoque; pero, entre los más jóvenes, percibo un menosprecio creciente de lo pequeño, del matiz, del detalle. Si fuera así, sería un mal síntoma, porque lo pequeño es el lenguaje propio del cariño.

        Fijaos: Dios nos manifiesta su amor con el regalo más grande jamás soñado, el don de sí mismo; pero también lo hace cada día con obsequios menudos que es preciso descubrir y agradecer: la risa de un niño, el color del crepúsculo, el canto de un pájaro…

        Con criterios de estricta justicia no es posible corresponder a un amor tan enorme. Jamás podremos decir a Dios "estamos en paz, no te debo nada". A Dios no se le compra. De ahí que sólo nos quepa un recurso: devolverle en cada sílaba, en cada sonrisa, en cada flor, la vida entera. Ese "darlo todo" en un gesto define lo que los cristianos llamamos "virtud de la piedad".

        "El que ama –escribió San Josemaría– no pierde un detalle. Lo he visto en tantas almas: esas pequeñeces son una cosa muy grande: ¡Amor!"

        Y Tagore, que no era cristiano, pero sí poeta, afirmó: "a mis amados les dejo las cosas pequeñas; las cosas grandes son para todos".

        Pienso ahora en la genuflexión ante el Sagrario, en el beso que pone el sacerdote sobre el altar; en la señal de la cruz hecha con pausa…

 

        En mi Colegio, cuando llega mayo, se convoca un concurso de poesías dedicadas a la Virgen. Esta vez ha ganado Paloma, una niña de seis años que ha escrito: "Virgencita que estás en el cielo/ da un saltito/ y ven a mis sueños".

        Es el poema más breve, pero también el más grande.

        Termino el artículo. Pongamos un clip.