El pirómano de Kansas City
Enrique Monasterio
Un safari en mi pasillo
Un safari en mi pasillo. Otra catequesis desenfadada a la gente joven

 

 

 

Nos parecemos bastante

        Sevilla tiene una calle que se llama "Kansas City", y Kansas City tiene otra llamada "Sevilla". Al parecer, y por razones que no se me alcanzan, las dos ciudades se hermanaron un día en solemne y municipal ceremonia.

        Hace años en una ferretería de la calle Kansas City trabajaba un muchacho con gafas, al que llamaremos Manolo. Era más bien tímido, un pelín tartaja, huraño en la intimidad y de mirada miope. Manolo tampoco andaba bien de la azotea. Al menos eso diagnosticaron los forenses (a buenas horas) cuando ocurrió lo que ocurrió.

        Ocurrió que Manolo soñaba con ser bombero. Era ésa su vocación y su pasión oculta. Durante años fue aprendiendo el oficio. Compró montones de libros sobre la materia, y hasta trató de ingresar en el Cuerpo. No tuvo éxito, y entonces supuso que necesitaba un poco de práctica. Así que tomó un cubo de gasolina, roció el primer establecimiento que encontró en la calle, y prendió una cerilla. Luego la cosa se repitió… Eran incendios sin ánimo de lucro, completamente desinteresados. Es más, en cuanto llegaban los bomberos, el pirómano se prestaba a colaborar en la extinción y dirigía a la patrulla con gran tino como si se tratara del jefe…, o como si conociera bien el origen del fuego. Esto fue precisamente lo que le perdió.

        Manolo ahora vive en un hospital psiquiátrico andaluz, y aún se le recuerda en la fiscalía de la Audiencia como "el pirómano de Kansas City".

        La historia es sorprendente, pero no insólita. En el fondo ni siquiera es demasiado original. Uno ha conocido a muchas personas así. Es más, cuando hago examen de conciencia, descubro en mí mismo síntomas semejantes.

        Y es que, mal que nos pese, todos nos parecemos un poco a aquel otro personaje, igualmente pintoresco, del que nos habla el Evangelio de San Marcos: me refiero al endemoniado de Gerasa, que se pasaba las noches y los días gritando por los sepulcros, hasta que un día encontró a Jesús.

        —¿Cómo te llamas? –le preguntó el Señor.

        —Mi nombre es Legión –contestó– porque somos muchos.

Un manojo de enemigos

        Casi todos los adolescentes y algunos adultos que conozco podrían dar la misma respuesta.

        —Mi nombre es Legión; porque en mi cabeza anidan toda suerte de diablos y quizá de ángeles: hay un ángel idealista y un diablo pragmático; un ángel capaz de dar la vida, y un diablo que no da ni los buenos días; hay un materialista y un soñador; un sensual y un espiritualista extremo; un bombero y un pirómano; un humilde, que se considera el más vil de los hombres, y un vanidoso estúpido que presume hasta de sus miserias.

        El número de personajes que cabe dentro de una sola persona se multiplica casi hasta el infinito cuando el sujeto llega a la adolescencia. Un adolescente, en el fondo, no es otra cosa que un puñado de virtudes y defectos contradictorios entre sí, que tratan de buscar acomodo en un organismo con acné.

        Por eso, cuando Patricia me aseguró, con acento dramático, que se sentía la mar de hipócrita porque tenía dos vidas diferentes, podría haberle respondido, aunque no lo hice:

        —¿Sólo dos? Probablemente tienes cinco o seis, y no podemos descartar que aparezca alguna nueva… Pero tampoco te creas tan hipócrita: vives cada vida con plena sinceridad, como el pirómano de Kansas City, que cuando incendiaba, lo hacía a conciencia, y cuando extinguía el fuego, era el más eficaz de los bomberos.

Mucho por hacer

        En el fondo, madurar es sólo unir todas esa vidas y convertirlas en una sola. Éste es fin de cualquier tarea formativa: enseñar a los chicos y a los mayores a vencer a la legión de diablos que llevan dentro y a quedarse con lo mejor de sí mismos para ser hombres o mujeres de una pieza.

        La tarea no es sencilla. Tan difícil es que muchos padres y educadores parecen haber renunciado a ella por completo. Piensan que, a la intemperie, los chicos aprenderán por sí mismos. Y claro que aprenden: unos se convierten en adolescentes crónicos, en inmaduros irrecuperables. Otros, matan al bombero y se quedan en pirómanos; eso sí, la mar de auténticos.

        Yo pido al Señor que no me deje caer en tan peligrosa aberración. Me gustaría ser, como nos pidió San Josemaría, "sacerdote-sacerdote, sacerdote cien por cien". Pero comprendo que tengo el peligro de ser, al mismo tiempo, pirómano y bombero; de encender los corazones con mi verborrea y apagarlos bruscamente con el jarro de agua fría de mi conducta.