Un ático
con estanterías de colores
Enrique Monasterio
Un safari en mi pasillo
Un safari en mi pasillo. Otra catequesis desenfadada a la gente joven

 

 

 

Ideales altos

        —¿Cómo te imaginas a ti misma dentro de…, pongamos quince años?

        Isabel me responde al instante con la seguridad de quien lo ha pensado durante décadas:

        —Yo quiero vivir sola en un ático con estanterías de colores.

        Isabel tiene 17 años, los mismos que el resto de los trescientos chicos y chicas que me rodean este curso. Acabamos de empezar, pero ya he podido comprobar que la edad del pavo se resiste a morir.

        Isabel, sin embargo, asegura que ella es supermadura, que pasa de tíos, que el dinero le da asco y que no aspira a tener "una casa en la sierra con un mayordomo que le saque a pasear el perro".

        —Ah, ¿pero quieres tener perro?

        —No. Yo lo que quiero es ser sicóloga, irme a África con una ONG y quedarme a vivir allí.

        —¿Y qué hacemos con el ático?

        —Se lo alquilo.

        —Vale, pero ponle aire acondicionado, que en los áticos hace muchísimo calor.

        —Guay.

        El breve ladrido de Isabel coincide con el aviso de que empieza otra clase, y pone punto final a nuestro diálogo de pasillo; un diálogo más bien surrealista, pero absolutamente serio, en el que ninguno de los dos esbozó siquiera una sonrisa.

Sin medias tintas

        Vuelvo al despacho y comienzo a escribir esto en la pantalla del ordenador.

        María aparece al otro lado del cristal de la puerta, entra sin llamar y saca unos folios.

        —Tengo mogollón de ideas para el aula abierta. ¿Te las leo?

        María es un huracán rubio que habla por los codos. Tiene problemas con el tú y el usted, más que nada por la falta de costumbre, pero es tan respetuosa como cabría esperar.

        A María le interesa todo: la existencia de Dios, la autenticidad, el jubileo, la ecología, el terrorismo, la clonación, la pena de muerte, el voluntariado social… Y tiene tantas dudas, tantas preguntas que hacer, que ni siquiera escucha las respuestas. Plantea sus argumentos de dos en dos y a toda velocidad. Cualquiera diría que sólo pretende demostrar lo mucho que es capaz de aturdir al prójimo en un minuto.

        A María le apasionan mil cosas y odia el resto con el mismo apasionamiento. En sus neuronas no hay zonas tibias. Ella asegura a todo el que quiera oírla, sin el menor pudor, que antes era atea, pero que fue a Roma a la jornada de la juventud, "y aquello fue bestial, tío, una pasada, sabes, y el Papa alucinante, y me confesé, y jo…" Naturalmente ahora tiene prisa por recuperar el tiempo perdido, quiere saberlo todo de golpe.

        Le propongo que asista a unas charlas sobre cuestiones doctrinales, pero no me deja terminar.

        —Sí, ya sé que necesito mucha formación, pero tengo tantas ideas… A mí lo que me mola es el debate.

Cada uno con sus cadaunadas

        En ésas estamos cuando llega Varinia, que anda preocupada porque no sabe cuándo es su santo. Me cuenta que sale con Carlos, "un niño supermono y superbueno con el que te puedes pasar horas hablando sin parar sobre cualquier cosa".

        Le prometo investigar el problema de su santo, y de paso le pido permiso para citarla en mi artículo. Me dice que sí, que guay, pero que no se me ocurra cambiarle el nombre como a los demás personajes, porque quiere que Carlos lo lea.

        Nacho es otra cosa. Aparece por la puerta, se sienta, saca un pitillo y no sabe cómo empezar. La adolescencia de los chicos suele ser huraña, retraída y, a veces, un tanto agresiva.

        Nacho ha declarado ayer solemnemente, sin que nadie se lo pidiera, que no se ha confirmado y que no piensa confirmarse. Demasiado rotundo para mi gusto. Cuando un chaval dice estas cosas es que está pidiendo auxilio. Así que he decidido lanzarle un salvavidas.

        Ahora está aquí, y me dice con tono impertinente:

        —Yo no estoy acostumbrado a contar mis cosas. A nadie le importan mis problemas, y a usted tampoco. Me escucha porque es su obligación.

        Le tiembla un poco la barbilla. Como si fuese a hacer pucheros.

        Media hora después los dos nos reímos a carcajadas:

        —Me van a meter un puro por pelarme la clase de Química.

        No sé por qué, yo le cuento lo que decía Isabel sobre las estanterías de colores, y el bueno de Nacho, con aires de adulto encallecido, pontifica:

        —Ayúdele a que siga soñando eso.

        —¿Qué quieres decir?

        —Que nunca baje del ático al sótano con un tío como yo.

        Camino de casa, pienso en lo que dice el Evangelio sobre la multitud que seguía a Jesús: que estaban "como ovejas sin pastor". A mis chavales no les gusta ser llamados ovejas, pero la imagen sirve. Y Nacho tiene razón: habrá que procurar que sueñen con las alturas y que no caigan en las alcantarillas…

        Tal como está el patio, me temo que no hay término medio.