Estirpes, generaciones y camadas
Enrique Monasterio
Un safari en mi pasillo
Un safari en mi pasillo. Otra catequesis desenfadada a la gente joven

 

 

 

Siempre a la gresca

        Con la pantalla del ordenata en blanco, una sonata de Mozart como fondo, y sin una idea decente que llevarme al disco duro, andaba yo cavilando sobre el artículo de enero. Acababa de descubrir que llevo ochenta meses fondeado en esta página, y consideraba que tal vez me había llegado la hora de cerrar el quiosco. Casi estaba decidido a dimitir, cuando llamaron a la puerta del despacho. Era una niña de ocho o nueve años.

        —De parte de Maite que si puedes…

        Se interrumpió de golpe. Se quedó en silencio, y preguntó:

        —¿De dónde sale la música?

        —Del ordenador. ¿Te gusta?

        —Bueno…, no mucho. Es de tus tiempos. Yo prefiero la música de ahora.

        —Así que yo soy de los tiempos de Mozart…

        —No, claro –trató de arreglarlo–; pero como también eres viejo…

        Al salir le di las gracias por el recado de Maite y por haberme dado tema para este último artículo del milenio.

* * *

        Desde que el mundo es mundo, a los hombres nos ha encantado agruparnos en tribus para pelearnos de forma sistemática. Hemos sido romanos y cartagineses; blancos y negros, béticos y sevillistas, del norte y del sur, de aquí y de fuera…

        El pretexto es lo de menos. Nos gusta la gresca, y necesitamos tener siempre a mano un buen adversario para hacer prácticas de tiro.

        Durante siglos dieron mucho juego las peleas entre estirpes. Capuletos y Montescos se han arreado estopa a base de bien, gracias a que los odios, los agravios y las venganzas se transmitían por tradición, como entrañables historias de familia, y hacían hervir kilolitros de hemoglobina de generación en generación. Así ocurría en los clanes de la mafia, en algunas tribus, payas o gitanas, e incluso en aristócratas de alta cuna.

        Esta división vertical de la sociedad nos trajo serios quebraderos de cabeza; pero también tenía sus ventajas. Entre otras, que, desde el nacimiento, uno sabía en qué bando estaba y no cambiaba de enemigos durante toda su vida.

Las tribus se multiplican

        En los últimos años, sin embargo, las estirpes están en retroceso. Hemos pasado de una sociedad de estirpes a otra de generaciones.

        Ignoro quién tuvo la idea de empezar a hablar de "generaciones" para referirse a tribus de escritores, de políticos o de cantantes de tangos. Quizá la culpa fue de Azorín, quien, según parece, inventó la generación del 98, aunque a algunos de los encasillados no les hiciera ninguna gracia. Luego se habló de la generación del 27, la generación del 36, la generación perdida, la del 68, la quinta del buitre, etc.

        No se trata sólo de una manía: es evidente que la historia se acelera y los cambios son vertiginosos. Entre un adolescente de ahora y otro de hace veinte años hay más distancia que la que existía, pongamos por caso, entre los chicos del año mil y los del mil trescientos. De ahí que sea preciso ponerlos en orden y catalogarlos no sé si por generaciones, por quintas, por camadas o por cosechas.

        El ilustre sociólogo Kloster distingue hasta seis generaciones de chavales (estratos, los llama él) específicamente distintos, surgidos después de 1975. No pretendo analizar ese estudio, pero sí debo darle la razón cuando asegura que esos estratos emergentes de niños tienen algo en común: la arrogancia, el desprecio al estrato anterior: la convicción de que el mundo pertenece a su tribu.

¿Quién tiene la razón?

        Pensad, por ejemplo, en lo que me dijo la pequeña que ha dado origen a estas líneas. Como cualquier otro chico de su edad piensa que mis tiempos están en un pasado remoto; es decir, que ella y yo ni siquiera tenemos un tiempo en común. Sus tiempos ya no son los míos.

        Esa niña, cuando tenga trece o catorce años, si alguien no la vacuna contra la trivialidad, no buscará la verdad sino la actualidad; no la belleza, sino la moda; no el bien, sino lo políticamente correcto. Y comprará el libro más vendido, el disco más sonado y el chisme que más mole. Es decir, habrá caído en la trampa de otra generación más antigua, que se encargará de alentar su espíritu de tribu joven y emancipada, para, de esta forma, poder manipularla mejor.

        Hace ya tiempo hablaba con Nacho sobre la necesidad de confesarse y de volver a la iglesia. Mi amigo tenía por entonces dieciséis o dieciocho años y andaba un tanto perdido. Me miró con suficiencia y soltó:

        —En las iglesias sólo hay viejos.

        Era una vulgaridad impropia de él; pero le respondí parafraseando a alguien:

        —Menos mal. Lo alarmante sería que hubiese sólo jóvenes. A esos viejos de que me hablas ya no les importa estar de moda. Por eso van a la Iglesia. Ellos tienen razón.