Palabras que hieren
La mediocridad, posiblemente,
consiste en estar delante de la grandeza
y no darse cuenta.
G. K. Chesterton
Carácter y acierto en el vivir:100 relatos y reflexiones sobre la mejora personal

 

 

 

Una llamada y una disposición

        Como en otras jornadas anteriores, Leví el publicano estaba sentado en su banco, cobrando impuestos. Era su trabajo, aunque a muchos de sus contemporáneos les pareciera despreciable. Pero aquel día todo cambió. La voz de Jesucristo, que pasaba a su lado, sonó escueta e imperiosa: "Vio Jesús a un hombre sentado en el telonio, llamado Mateo, y le dijo: sígueme". Jesucristo se adentró en su vida para siempre, pidiéndole la entrega de todo cuanto era y cuanto tenía. Quizá no había pensado nunca en otro porvenir que el que le deparaba su trabajo. Pero ante la llamada del Señor, precisamente allí, en su trabajo, responde inmediatamente y acoge en su alma la vocación divina: "Él se levantó y le siguió".

        Es una escena que desde entonces se ha repetido, paso a paso, en la vida de muchas personas. El Señor ha salido al encuentro de ellas con ocasión de su trabajo, de las cosas más cotidianas, y les ha llamado. Esa llamada, la vocación, es la gran pregunta del hombre, un interrogante que compromete toda su existencia: qué quiere Dios que sea yo. Dios da la vocación y, con ella, las luces para verla. Por nuestra parte, debemos allanarle el camino, salir a su encuentro con la oración y la rectitud de vida.

        -Pero lo difícil es saber cómo en concreto podemos percibir cuál es la llamada de Dios.

        Podremos percibir esa llamada de Dios de un modo apabullante y maravilloso, con una gran conmoción, como quizá nos gustaría. O bien, y esto es lo más corriente, con ese aire cotidiano, bajo el rostro de las cosas sencillas, de un amigo, de una noticia, de una conversación, de un libro.

        Para cultivar una buena disposición hacia la llamada de Dios, es fundamental el espíritu de oración. La piedad popular ha representado a la Virgen en oración, cuando recibe la embajada del ángel. Es indudable que Nuestra Señora guardaba un recogimiento habitual, tenía un espíritu de oración que la dispuso a recibir el mensaje divino y a aceptarlo. Para percibir las llamadas de Dios es preciso tener esa orientación habitual hacia lo divino, saber escuchar la voz del Señor en medio de los afanes de la vida diaria, y después contestar, como ella, con un "Hágase en mí según tu palabra".

Pensar, preguntarse

        -¿Y qué tipo de cosas sencillas y cotidianas debemos observar en nuestra oración?

        Examina tu corazón, en el que bulle quizá, desde hace tiempo, la ilusión de algo grande. Piensa si no será Dios el que te está hablando bajito, con las palabras de un amigo, tras la aparente monotonía de la vida. Considera quién golpea suavemente tu alma. Quizás lleve tiempo hablándote, y no lo hayas descubierto todavía, como le sucedió a aquellos dos discípulos que caminaban con Él hacia Emaús. Jesús caminaba a su lado, alejándose de Jerusalén, como un peregrino más. Les hablaba con el acento de su tierra. Solo cuando rezaron con Él se dieron cuenta de que habían estado largo tiempo junto al Señor sin saberlo. Y exclamaron: "¿No ardía nuestro corazón cuando nos hablaba en el camino?".

        Piensa qué palabras te han herido últimamente, casi sin saber por qué. No repares demasiado en quién te las ha dicho. Mira si hay recuerdos, inquietudes, deseos, afanes, que te encienden el alma. Y pregúntate si no será Jesucristo el que hace que arda tu corazón en el camino. Mientras tanto, vive alerta. Interroga los rostros y los sucesos. Ahí, entre la monotonía de los días iguales, puede estar llamándote Dios.

        Quizá ahora te haces preguntas que nunca te habías hecho: ¿Qué sentido tiene esto que hago? ¿Vale la pena vivir así? ¿Vale la pena mi vida? ¿Por qué Dios permite esta circunstancia, y aquélla, y aquella otra? Y hay anécdotas, situaciones, comentarios, sugerencias, vivencias que antes pasaban inadvertidas y que ahora, en cambio, te llegan, te calan, te hieren. Adviertes, bajo esas circunstancias, un lenguaje enigmático con el que quizá Dios quisiera decirte algo por medio de unos signos insospechados y a la vez cotidianos.

Una luz fulgurante

        -¿A qué te refieres con lo de los signos y el lenguaje enigmático?

        Podemos recordar, por ejemplo, la historia de la vocación de San Francisco de Borja. Desde los dieciocho años estaba en la corte de Carlos V, y a los veintinueve fue nombrado virrey de Cataluña. Ese mismo año, recibió la misión de conducir los restos mortales de la emperatriz Isabel hasta la sepultura real de Granada. Él la había visto muchas veces rodeada de aduladores y de todas las riquezas de la corte. Al abrir el féretro para reconocer el cuerpo, la cara de la difunta estaba ya en proceso de descomposición. Cuando vio el efecto de la muerte sobre la que había sido la bellísima emperatriz, aquello le impresionó vivamente. Comprendió con gran nitidez la caducidad de la vida terrena, y tomó entonces su famosa resolución: "¡Nunca más servir a señor que se me pueda morir!".

        Todo aquello fue un gran aldabonazo en su alma. Cuando falleció su esposa, y sus hijos estuvieron ya emancipados, renunció a sus títulos y posesiones en favor de sus hijos, tomó el hábito y recibió la ordenación sacerdotal en 1551. La noticia de que el Duque de Gandía se había hecho jesuita fue un gran bombazo en aquella época. Fue destinado a la casa de los jesuitas de Oñate y empezó a trabajar como ayudante del cocinero. Sus tareas eran acarrear agua y leña, encender la estufa y limpiar la cocina. También atendía la mesa con gran humildad. Sus superiores le trataban con la severidad que parecía exigir la nobleza de su origen, y el santo jamás dio por ello la menor muestra de impaciencia.

El poder de la humildad

        A los pocos años fue nombrado Superior de la Compañía de Jesús en España, y después fue elegido Padre General. Durante los seis años que desempeñó ese cargo, hasta su muerte en 1572, sus logros al frente de los jesuitas le valieron por parte de los historiadores el apelativo del más grande general tras el fundador San Ignacio de Loyola. Fundó lo que sería luego la Universidad Gregoriana, envió misioneros a los más lejanos puntos del planeta, asesoró a reyes y papas, y siguió de cerca los numerosos asuntos de la Compañía en rápida expansión. Sin embargo, a pesar del gran poder que tuvo en sus manos, San Francisco de Borja siguió la más humilde de las vidas, y fue ampliamente reconocido como santo aun antes de morir. Todo empezó en aquel episodio ante el féretro de la hermosa emperatriz. No fue el único que estaba allí presente en ese momento, pero Dios se sirvió de ese signo para remover su alma.

        Unos siglos antes, en Florencia, un joven de familia noble y poderosa llamado Juan Gualberto ve como su único hermano muere asesinado. El día de Viernes Santo del año 1003, cuando tiene solo dieciocho años, cabalga rodeado de varios hombres armados, camino de Siena. En una revuelta del camino, se encuentra con un hombre al que reconoce al instante como el asesino de su hermano. No tiene escapatoria, ni posibilidad de hacer frente él solo a aquella aguerrida tropa. No le queda más remedio que someterse a la ley inexorable de la venganza, que exige su sangre. Todo esto ocurre en un momento. En un súbito arranque, inspirado por el sentimiento religioso, baja del caballo y, arrodillado con los brazos en cruz, le dice: "Juan, hoy es Viernes Santo. Por Cristo que murió por nosotros en la cruz, perdóname la vida". Juan se disponía a asestarle un golpe mortal, cuando el desdichado, viéndose ya perdido sin remisión, musitó: "Jesús, Hijo de Dios, perdóname Tú al menos". Juan arrojó su espada, bajó también de su caballo, levantó al asesino, le abrazó y le dijo: "Por amor a Cristo, por la sangre que hoy derramó Jesús en la cruz, te perdono".

La grandeza del perdón

        La lucha entre la sed de venganza y la conciencia de su deber de cristiano, aunque duró breves instantes, debió de ser muy recia en el alma del joven caballero. Estaba allí cerca, a orillas del Arno, la abadía de San Miniato. Entró en la iglesia, se arrodilló ante la imagen de Cristo crucificado. Así pasó varias horas. Al irse, le pareció que el crucifijo se animaba y le hacía una inclinación de cabeza, como agradeciéndole lo que acababa de hacer por su amor.
Desde aquel día, Juan Gualberto no fue el mismo de antes. Sus pensamientos seguían otros derroteros, sus aspiraciones mundanas le parecían vanas. No pasó mucho tiempo antes de que llamara a la puerta de ese monasterio y pidiera al abad el hábito benedictino.

        Entre tanto, la noticia llega al castillo de su padre, y el noble señor sale en busca de su hijo. No tarda en presentarse a la puerta de San Miniato. Juan se niega a marcharse. No quiere salir para evitar un encuentro violento. Su padre amenaza a los monjes con toda suerte de males. El abad invita al guerrero a pasar al interior de la clausura para hablar con su hijo. Al encontrarse con el nuevo monje, el noble señor lloró, se quejó amargamente de su ingratitud, pero acabó por bendecirle y dejarle que siguiera en paz su vocación. Fue un gran monje, y poco después fundó en los bosques de Vallumbrosa una nueva Orden, con muchos monasterios en Italia, y hoy es San Juan Gualberto.

Dejando bastante

        -¿Y algún otro ejemplo, un poco más de nuestra época?

        Por ejemplo, el de Ruth, una chica que a los veinte años ingresó en el Instituto de Hermanas de la Cruz, y cuyo testimonio conmovió a Juan Pablo II y al millón de jóvenes que le acompañaban en Cuatro Vientos, en el año 2003. "Antes de ingresar en el Instituto -explicaba la joven religiosa- llevaba una vida normal. Me gustaba la música, las cosas bellas, el arte, la amistad, la aventura. Había soñado muchas veces con mi futuro, pero un día vi por la calle a dos hermanas que me llamaron la atención por su recogimiento, su paso ligero y la paz de su semblante. Eran jóvenes como yo. Me sentí vacía y en mi interior oí una voz que me decía: "¿Qué haces con tu vida?" Quise justificarme: "Estudio, saco buenas notas, tengo muchos amigos". Me quedé mirándolas hasta que desaparecieron de mi vista mientras yo me preguntaba: "¿Quiénes son? ¿Adónde van?".

        "Como Nicodemo, invité a Jesús en la noche de mi inquieto corazón, y en la oración entré en diálogo con Él. Con Él, sentí la llamada de tantos hermanos que me pedían mi tiempo, mi juventud, el amor que había recibido del Señor. Y busqué. Y me encontré con la mujer que estaba más cerca del misterio de la cruz de Jesús junto a María, sor Ángela de la Cruz. Ella se había configurado tanto con la cruz de Jesús que se hizo amor para los pobres que sufren. Me cautivó y quise ser de las suyas. Y aquí estoy, Santidad, consciente de lo que he dejado.

Por Dios y para ser testigo

        "He dejado todo lo que los jóvenes que están con nosotros esta tarde poseen: la libertad, el dinero, un futuro tal vez brillante, el amor humano, quizá unos hijos. Todo lo he dejado por Jesucristo, que cautivó mi corazón para hacer presente el amor de Dios a los más débiles en mi pobre naturaleza de barro.

        "Tengo que confesarle, Santidad, que soy muy feliz y que no me cambio por nada ni por nadie. Vivo en la confianza de que quien me llamó a ser testigo me acompaña con su gracia. Gracias, Santo Padre, por su vida entregada sin reservas como testigo fiel del Evangelio, por fortalecer nuestra fe, avivar nuestra esperanza y abrir nuestro corazón al amor ardiente del que sabe perder su vida para que los demás la ganen. Gracias por su vida, que a muchos de nosotros nos ha marcado. Gracias por venir a decirnos a los jóvenes que el mundo necesita testigos vivos del Evangelio, que cada uno de nosotros podemos ser uno de esos valientes que se arriesguen a construir la nueva civilización del amor, porque lo que nosotros no hagamos, se quedará sin hacer."